Las complejas
teologías modernas no son más que
complicaciones y ampliaciones de
aquella sencilla creencia original. La
mente primitiva reconocía el poder
benefactor de la esfera solar y la
adoraba como representante de la
Divinidad Suprema. Con respecto al
origen del culto al sol, Albert Pike hace
la siguiente breve exposición en su
Moral y dogma del rito escocés antiguo
y aceptado: «Para ellos [los pueblos
aborígenes], [el sol] era el fuego innato
de los cuerpos, el fuego de la naturaleza;
autor de la vida, el calor y la ignición,
era para ellos la causa eficiente de toda
generación, porque, sin él, no había
movimiento, existencia ni forma. Para
ellos era inmenso, indivisible,
imperecedero y omnipresente. Todos los
hombres sentían la necesidad de la luz y
de su energía creativa y a nada temían
más que a su ausencia. Por sus
influencias benéficas, lo identificaban
con el principio del Bien, de modo que
el Brahma de los hindúes, el Mitra de
los persas, el Atón, Amón, Ptah y Osiris
de los egipcios, el Bel caldeo, el
Adonai fenicio, el Adonis y el Apolo de
los griegos llegaron a ser
personificaciones del Sol, el principio
regenerador, la imagen de la fecundidad
que perpetúa y rejuvenece la existencia
del mundo».
Este símbolo, que aparece sobre
los pilonos o las puertas de
muchos palacios y templos
egipcios, es el emblema de las
tres personas de la trinidad
egipcia. Las alas, las serpientes
y la esfera solar son las insignias
de Amón, Ra y Osiris.
En todas las naciones de la Antigüedad
se dedicaban altares, montículos y
templos al culto a la esfera del día.
Todavía se conservan ruinas de aquellos
lugares sagrados, entre las que destacan
las pirámides de Yucatán y las de
Egipto, los montículos de la serpiente de
los indios americanos, los zigurat de
Babilonia y Caldea, las torres redondas
de Irlanda y los inmensos círculos de
piedras en bruto de Gran Bretaña y
Normandía.
La Torre de Babel, que,
según las Escrituras, se construyó para
que el hombre pudiera llegar hasta Dios,
fue, probablemente, un observatorio
astronómico.
Muchos de los primeros sacerdotes
y profetas, tanto paganos como
cristianos, eran versados en astronomía
y astrología y sus escritos se entienden
mejor cuando se leen a la luz de estas
ciencias antiguas. Al aumentar el
conocimiento del hombre sobre la
constitución y la periodicidad de los
cuerpos celestes, se introdujeron en sus
sistemas religiosos los principios y la
terminología astronómicos. Se
adjudicaron tronos planetarios a los
dioses tutelares y los cuerpos celestes
recibieron los nombres de las
divinidades que se les asignaban. Las
estrellas fijas se dividieron en
constelaciones, a través de las cuales
deambulaban el sol y sus planetas; estos,
con los satélites que los acompañaban.
La trinidad solar
Al sol, como supremo cuerpo celeste
visible para los astrónomos de la
Antigüedad, se le asignó la máxima
divinidad, con lo cual se convirtió en
símbolo de la autoridad suprema del
propio creador.
De la profunda
consideración filosófica de los poderes
y los principios del sol procede el
concepto de la Trinidad, tal como la
comprendemos en el mundo actual. El
principio de una divinidad trina no es
exclusivo de la teología cristiana ni de
la mosaica, sino que constituye una parte
notoria del dogma de las principales
religiones, tanto antiguas como
modernas.
Los persas, los hindúes, los
babilonios y los egipcios tenían sus
propias trinidades, que, en todos los
casos, representaban las tres formas de
la inteligencia suprema. En la masonería
moderna, la divinidad se simboliza
mediante un triángulo equilátero, cuyos
tres lados representan las
manifestaciones primarias del Uno
Eterno, que es Él mismo representado
como una llama diminuta, que los
hebreos llaman yod ( י). Jakob Böhme, el
místico teutón, llama a la trinidad «los
tres testigos» mediante los cuales el
universo visible y tangible puede
conocer lo invisible.
El origen de la trinidad resulta
evidente para quien observe las
manifestaciones cotidianas del sol, cuya
esfera, que es el símbolo de la Luz,
presenta tres fases diferenciadas: la
salida, el mediodía y la puesta. Por
consiguiente, los filósofos dividían la
vida de todas las cosas en tres partes
distintas: el crecimiento, la madurez y la
decadencia. Entre el crepúsculo
matutino y el vespertino está el
esplendor resplandeciente del mediodía.
Dios Padre, el creador del mundo, se
simboliza en el amanecer. Su color es
azul, porque el sol que sale por la
mañana está velado por una niebla azul.
Dios Hijo, el iluminador enviado para
dar testimonio de su Padre ante todos
los mundos es el globo celeste a
mediodía, radiante y magnífico, el león
de Judá con su melena, el salvador del
mundo de dorada cabellera. El amarillo
es Su color y Su poder no tiene fin. Dios
Espíritu Santo es la fase del ocaso,
cuando la esfera del día, envuelta en un
rojo encendido, descansa por un instante
sobre la línea del horizonte, antes de
desvanecerse en la oscuridad de la
noche para vagar por los mundos
inferiores y después volver a salir,
triunfal, del abrazo de la oscuridad.
Para los egipcios, el sol era el
símbolo de la inmortalidad, porque, si
bien moría todas las noches, volvía a
levantarse otra vez al día siguiente.
El
sol no solo tiene esta actividad diurna,
sino que, además tiene su peregrinación
anual, durante la cual pasa
sucesivamente por las doce casas
celestes del firmamento y en cada una
permanece treinta días. A esto hay que
añadir que tiene una tercera trayectoria,
la llamada «precesión de los
equinoccios», por la cual retrocede en el
Zodiaco, pasando por los doce signos a
razón de un grado cada setenta y dos
años. Con respecto al paso anual del sol
por las doce casas celestes, Robert
Hewitt Brown, del grado 32, sostiene lo
siguiente: «Mientras iba siguiendo su
camino entre aquellas criaturas vivas
del Zodiaco, se decía —en lenguaje
alegórico— que el Sol asumía la
naturaleza del signo en el que entraba o,
de lo contrario, que lo derrotaba.
Por
consiguiente, el sol se convertía en toro
en Tauro y era adorado como tal por los
egipcios, con el nombre de Apis, y por
los asirios con el de Bel, Baal o Bul. En
Leo, el sol se transformaba en asesino
de leones, Hércules, y en arquero en
Sagitario: en Piscis, era pez: Dagon o
Vishnu, el dios-pez de los filisteos y los
hindúes».
Mediante un análisis exhaustivo de
los sistemas religiosos del paganismo se
descubren muchas pruebas de que sus
sacerdotes servían a la energía solar y
que su Divinidad Suprema era, en todos
los casos, aquella Luz Divina
personificada.
Después de investigar
durante treinta años sobre el origen de
las creencias religiosas, Godfrey
Higgins opina lo siguiente: «Todos los
dioses de la Antigüedad se
descomponían a sí mismos en el fuego
solar, a veces como el mismo dios y
otras veces como emblema, o shejiná,
de aquel principio superior, conocido
con el nombre de Ser o Dios creativo».
En muchas de sus ceremonias, los
sacerdotes egipcios se vestían con
pieles de león, que eran símbolos de la
esfera solar, porque el sol es ensalzado,
se le dignifica y ocupa un lugar
privilegiado en la constelación de Leo,
que él rige y que en otro tiempo fue la
piedra angular del arco celeste.
Una vez
más, Hércules es la divinidad solar,
porque este poderoso cazador, al
cumplir sus doce trabajos —lo mismo
que el sol cuando atraviesa las doce
casas del Zodiaco—, cumple durante su
peregrinación doce trabajos esenciales y
benéficos para la raza humana y para la
naturaleza en general. Hércules, como
los sacerdotes egipcios, llevaba como
faja la piel de un león. Sansón, el héroe
hebreo, es también —como su nombre
implica— una divinidad solar. Su
combate con el león nubio, sus batallas
contra los filisteos, que representan los
poderes de la oscuridad, y su
memorable hazaña de arrancar las
puertas de Gaza hacen referencia a
aspectos de la actividad solar. Muchos
de los pueblos antiguos tenían más de
una divinidad solar; de hecho, se
suponía que todos los dioses eran
partícipes, al menos en parte, del fulgor
del sol.
Los ornamentos dorados que utiliza
la clase sacerdotal de las distintas
religiones del mundo son, una vez más,
una referencia sutil a la energía solar,
como lo son también las coronas de los
reyes. En tiempos antiguos, las coronas
tenían una cantidad de puntas que se
extendían hacia fuera como los rayos del
sol, pero el convencionalismo moderno
ha suprimido en muchos casos las puntas
o, de lo contrario, las ha doblado hacia
dentro, las ha reunido y ha colocado una
esfera o una cruz en el punto en el que se
encuentran. Muchos de los antiguos
profetas, filósofos y dignatarios
llevaban un cetro, en cuya parte superior
había una representación del globo
solar, del que emanaban rayos. Todos
los reinos de la tierra no eran más que
copias de los reinos del cielo y lo que
mejor simbolizaba los reinos del cielo
era el reino solar, en el cual el sol era el
señor supremo; los planetas, sus
consejeros, y toda la naturaleza, los
súbditos de su imperio.
Muchas divinidades se han asociado
con el sol. Los griegos creían que
Apolo, Baco, Dioniso, Sabazios,
Hércules, Jasón, Ulises, Zeus, Urano y
Vulcano compartían los atributos
visibles o invisibles del sol. Para los
noruegos, Balder el Hermoso era una
divinidad solar y Odín se relaciona a
menudo con la esfera celeste, sobre todo
por su único ojo. Entre los egipcios,
Osiris, Ra, Anubis, Hermes y hasta el
misterioso Amón tenían puntos de
semejanza con el disco solar. Isis era la
madre del sol y hasta Tifón, el
Destructor, se suponía que era una forma
de energía solar.
El mito del sol egipcio
se centró finalmente en tomo a la
persona de una divinidad misteriosa
llamada Serapis. Las dos divinidades de
América Central, Tezcatlipoca y
Quetzalcóatl, si bien a menudo se
asocian con los vientos, eran también,
sin duda, divinidades solares.
En la masonería, el sol tiene muchos
símbolos. Una manifestación de la
energía solar es Salomón {en inglés,
Solomon}, cuyo nombre, Sol-Om-On, es
el nombre de la Luz Suprema en tres
idiomas distintos. Juram Abí, el CJuram
(Juram) de los caldeos, también es una
divinidad solar y en el capítulo titulado
«La leyenda de Juram» el lector
encontrará la historia de cómo lo
atacaron y lo asesinaron los rufianes,
con su interpretación solar.
El doctor en
Teología George Oliver, en su
Dictionary of Symbolical Masonry,
ofrece un ejemplo sorprendente de la
importancia del sol en los símbolos y
los rituales de la masonería: «El sol sale
por el Este y el Este es el lugar del
Maestro Venerable. Como el sol es la
fuente de toda luz y calor, el Maestro
Venerable tiene que dar vida y calor a
sus hermanos para que trabajen. Para los
antiguos egipcios, el sol era el símbolo
de la divina providencia». Los
hierofantes de los Misterios se
adornaban con muchos símbolos que
representaban el poder solar. Los soles
bordados en oro que aparecen en la
parte posterior de las vestiduras del
clero católico significan que el
sacerdote también es un emisario y un
representante del Sol Invictus.
El Cristianismo y el Sol
Por motivos que para ellos resultaban,
sin duda, suficientes, a los cronistas de
la vida y los actos de Jesús les pareció
conveniente convertirlo en una divinidad
solar. El Jesús histórico fue olvidado y
casi todos los episodios destacados que
se registran en los cuatro Evangelios
están relacionados con los movimientos,
las fases o las funciones de los cuerpos
celestes.
Entre otras alegorías que el
cristianismo tomó prestadas de la
Antigüedad pagana figura la historia del
hermoso dios del sol de ojos azules,
cuyo cabello dorado le cae sobre los
hombros, vestido de la cabeza a los pies
de blanco inmaculado y con el cordero
de Dios en los brazos como símbolo del
equinoccio vernal. Este joven bien
parecido es una mezcla de Apolo,
Osiris, Orfeo, Mitra y Baco, porque
tiene determinadas características en
común con cada una de estas
divinidades paganas.
Los filósofos de Grecia y Egipto
dividían la vida del sol durante el año
en cuatro partes, con lo cual
representaban al Hombre Solar con
cuatro figuras diferentes. Cuando nacía
en el solsticio de invierno, la divinidad
solar se representaba como un niño
dependiente que, de alguna manera
misteriosa, había logrado escapar de los
poderes de la oscuridad que pretendían
destruirlo mientras aún estaba en la cuna
del invierno. El sol, débil durante esta
estación del año, no tenía rayos (ni
rizos) dorados, pero la supervivencia de
la luz durante la oscuridad del invierno
se simbolizaba mediante un pelo
diminuto que, en solitario, adornaba la
cabeza del niño celestial. (Como el
nacimiento del sol tenía lugar en
Capricornio, a menudo se lo
representaba amamantado por una
cabra).
En el equinoccio vernal, el sol se
había convertido en un hermoso joven.
Su cabello dorado le colgaba en rizos
sobre los hombros y su luz, como decía
Schiller, se extendía por todo el infinito.
En el solsticio de verano, el sol se
convertía en un hombre fuerte y con
mucha barba, que, en la flor de la
madurez, simbolizaba el hecho de que la
naturaleza, en aquella época del año, se
encuentra en su momento más fuerte y
más fecundo. En el equinoccio de otoño,
se representaba el sol como un anciano
que avanzaba arrastrando los pies, con
la espalda encorvada y los rizos
encanecidos, hacia el olvido de la
oscuridad invernal. De tal modo se
asignaban al sol doce meses de vida.
Durante este período, daba vueltas a los
doce signos del Zodiaco en una
magnífica marcha triunfal. Al llegar el
otoño, ingresaba, como Sansón, en la
casa de Dalila (Virgo), donde le
cortaban los rayos y perdía la fuerza. En
la masonería, los crueles meses de
invierno se representan mediante tres
asesinos que pretenden destruir al Dios
de la Luz y la Verdad.
La llegada del sol era saludada con
alegría; el momento de su partida se
consideraba un período reservado a la
tristeza y la desdicha. Esta esfera del
día, gloriosa y resplandeciente, la
verdadera luz «que ilumina a todos los
hombres del mundo», el supremo
benefactor que levantaba todas las cosas
de entre los muertos, que daba de comer
a las multitudes hambrientas, que
apaciguaba la tempestad y que, después
de morir, resucitaba y devolvía a todas
las cosas a la vida…, este Espíritu
Supremo del humanitarismo y la
filantropía es conocido para el
cristianismo como Cristo, el Redentor
de los mundos, el Hijo único del Padre,
el Verbo hecho carne y la Esperanza de
la Gloria.
El cumpleaños del Sol
Los paganos establecieron el 25 de
diciembre como el día del cumpleaños
del Hombre Solar.
Lo celebraban, daban
banquetes, se reunían en procesiones y
hacían ofrendas en los templos.
Se había
acabado la oscuridad del invierno y el
glorioso hijo de la luz regresaba al
hemisferio norte.
Con un último
esfuerzo, el viejo Dios del Sol había
derribado la casa de los filisteos (los
espíritus de la oscuridad) y había
despejado el camino para el nuevo sol
que nacía aquel día de las profundidades
de la tierra, en medio de las bestias
simbólicas del mundo inferior.
En relación con aquella época de
festejos, un anónimo doctor del Balliol
College de Oxford, en su tratado erudito
On Mankind, Their Origin and Destiny,
dice lo siguiente: «Los romanos también
tenían su fiesta solar y sus juegos en el
circo en honor del nacimiento del dios
del día.
Tenía lugar el octavo día antes
de las calendas de enero, es decir, el 25
de diciembre. Servio, en su comentario
al verso 720 del séptimo libro de la
Eneida, en el que Virgilio habla del
nuevo sol, dice que, para ser exactos, el
sol es nuevo el octavo día de las
calendas de enero, es decir, el 25 de
diciembre. En tiempos de León I (Leo,
Serm. XXI, De Nativ. Dom. pág. 148),
algunos de los Padres de la Iglesia
decían que “lo que volvía venerable la
fiesta (de Navidad) no era tanto el
nacimiento de Jesucristo como el
regreso y —ellos lo expresaban así— el
nuevo nacimiento del sol”. Era el mismo
día en que se celebraba en Roma el
nacimiento del Sol Invencible (Natalis
solis invicti), como se puede ver en los
calendarios romanos publicados durante
el reinado de Constantino y el de Juliano
(Himno al sol, pág. 155).
El epíteto
“Invictus” es el mismo que los persas
daban al mismo dios, al que adoraban
con el nombre de Mitra y al que hacían
nacer en una gruta (Justin. Dial. cum
Tryph, pág. 305), así como los cristianos
lo representan naciendo en un establo,
con el nombre de Cristo».
Con respecto a la fiesta católica de
la Asunción y su analogía astronómica,
el mismo autor añade lo siguiente: «Al
cabo de ocho meses, cuando la
divinidad solar, después de crecer,
atraviesa el octavo signo, absorbe a la
Virgen celestial en su trayectoria
ardiente y ella desaparece en medio de
los rayos luminosos y la gloria de su
hijo.
Este fenómeno, que se produce
todos los años alrededor de mediados
de agosto, dio origen a una fiesta que
sigue existiendo y en la cual se supone
que la madre de Cristo deja de lado su
vida terrenal, se asocia con la gloria de
su hijo y es llevada a su lado, en los
cielos. El calendario romano de
Columella (CoL 1. II, cap. II, pág. 429)
señala la muerte o la desaparición de
Virgo en aquel período. El sol —dice—
entra en Virgo el decimotercer día antes
de las calendas de septiembre, que es
cuando los católicos colocan la fiesta de
la Asunción o el reencuentro de la
Virgen con su hijo. Esta fiesta antes se
llamaba “el Tránsito de María”
(Beausobre, tomo I, pág. 350) y en la
Biblioteca de los Padres (Bibl. Patr.
vol. II, parte II, pág. 212) encontramos
un relato del Tránsito de la Santísima
Virgen. Los antiguos griegos y romanos
fijan en ese día la asunción de Astrea,
que es la misma virgen».
La madre virgen que da a luz a la
divinidad solar y que el cristianismo ha
preservado tan fielmente nos recuerda la
inscripción relativa a su prototipo
egipcio, Isis, que aparecía en el Templo
de Sais: «El fruto que he engendrado es
el Sol».
Aunque los paganos primitivos
asociaban a la Virgen con la luna, no
cabe duda de que también comprendían
su posición como constelación en los
cielos, porque casi todos los pueblos de
la Antigüedad la reconocen como la
madre del sol y se daban cuenta de que,
aunque no se podía atribuir aquel puesto
a la luna, el signo de Virgo podía dar y
de hecho daba a luz al sol de su costado
el vigesimoquinto día de diciembre. San
Alberto Magno afirma lo siguiente:
«Sabemos que el signo de la Virgen
celestial salía por encima del horizonte
en el momento en que fijamos el
nacimiento de Nuestro Señor
Jesucristo».
Algunos astrónomos árabes y persas
daban a las tres estrellas que formaban
el cinturón de la espada de Orión el
nombre de «los tres Reyes Magos» que
acudieron a rendir homenaje a la joven
divinidad solar. El autor de On
Mankind, Their Origin and Destiny
aporta, además, la siguiente
información: «En Cáncer, que había
subido al meridiano a medianoche, están
la constelación del Pesebre y la del
Asno.
Los antiguos la llamaban
Praesepe Jovis. Al norte se ven las
estrellas de la Osa, que los árabes
llamaban Marta y María, y también el
féretro de Lázaro». De este modo, el
esoterismo del paganismo se encarnaba
en el cristianismo, aunque se han
perdido sus claves. La Iglesia cristiana
sigue ciegamente las costumbres
antiguas y, cuando se le pide una razón,
brinda explicaciones superficiales e
insatisfactorias, olvidando o pasando
por alto el hecho indiscutido de que
cada religión se basa en las doctrinas
secretas de su predecesora.
Los tres soles
Para los sabios antiguos la esfera solar,
como la naturaleza humana, se dividía
en tres cuerpos distintos. Según los
místicos en cada sistema solar hay tres
soles, que son análogos a los tres
centros de la vida que aparecen en la
constitución de cada individuo. Los
llaman «las tres luces»: el sol espiritual,
el sol intelectual o sol del alma y el sol
material (que actualmente se simboliza
en la masonería mediante tres velas). El
sol espiritual manifiesta el poder de
Dios Padre; el sol intelectual o del alma
irradia la vida de Dios Hijo, y el sol
material es el vehículo por el cual se
manifiesta el Dios Espíritu Santo. Los
místicos dividían la naturaleza del
hombre en tres partes distintas: espíritu,
alma y cuerpo. Su cuerpo físico se
manifestaba y se vitalizaba gracias al
sol material; su naturaleza espiritual era
iluminada por el sol espiritual, y su
naturaleza intelectual era redimida por
la verdadera luz de la gracia: el sol del
alma. La alineación de estos tres globos
en el cielo era una de las explicaciones
que se ofrecían para el hecho peculiar
de que las órbitas de los planetas no
fueran circulares sino elípticas.
LOS TRES SOLES
William Lilly: An Astrological
Prediction of the Occurrences
in England, 1648
La siguiente descripción de este
fenómeno aparece en una carta
escrita por Jeremiah Shakerley
en Lancashire, el 4 de marzo de
1648: «… El pasado lunes 28 de
febrero, con el Sol salieron dos
Parelii, uno a cada lado; a una
distancia de aproximadamente
diez grados; continuaron
inmóviles a la misma distancia
del cénit, o altura que el Sol
sobre el Horizonte; y de las
partes opuestas al Sol, parecían
salir algunos rayos brillantes, que
no eran diferentes a aquellos que
el Sol envió de la parte de atrás
de una nube, sino que eran más
brillantes. Las partes de estos
Parelii que estaban hacia el Sol,
eran de colores mixtos,
dominando el verde y el rojo;
Había un tenue arcoiris un poco
Había un tenue arcoiris un poco
por encima de ellos; éste apenas
se podía discernir, y era de un
color brillante, con la parte
cóncava hacia el Sol, y los
extremos parecían tocar los
Parelii. Sobre eso, en un aire
diáfano y claro, apareció otro
arcoiris llamativo, embellecido
con diversos colores; era lo más
próximo que pude discernir al
cénit; parecía una curva de
unión menor que el otro, estaban
opuestos y a una distancia
considerable entre ambos. Al
anochecer y con la luna llena,
desaparecieron, dejando terror y
asombro en aquellos que lo
vieron». (Véase William Lilly).
Para los sacerdotes paganos, el sistema
solar siempre fue un Gran Hombre y
basaban su analogía en estos tres centros
de actividad procedentes de los tres
centros principales de la vida que hay en
el cuerpo humano: el cerebro, el corazón
y el aparato reproductor. La
Transfiguración de Jesús describe tres
tabernáculos, de los cuales el mayor está
en el centro (el corazón) y los dos
pequeños a ambos lados (el cerebro y el
aparato reproductor). Es posible que la
hipótesis filosófica de la existencia de
los tres soles se base en un fenómeno
natural peculiar que se ha producido
muchas veces a lo largo de la historia.
En el año 51 después de Cristo se
vieron tres soles en el cielo al mismo
tiempo y lo mismo ocurrió en el año 66.
En el año 69 se vieron dos soles juntos.
Según William Lilly, entre los años 1156
y 1648 se registraron veinte casos
similares
Los herméticos, que reconocían al
sol como máximo benefactor del mundo
material, creían en la existencia de un
sol espiritual que se ocupaba de las
necesidades de la parte invisible y
divina de la Naturaleza, tanto humana
como universal.
Con respecto a este
tema escribió el gran Paracelso: «Hay
un sol terrenal, que es la causa de todo
el calor, y todos los que son capaces de
ver pueden ver el sol y los que son
ciegos y no pueden verlo sienten su
calor. Hay un sol eterno, que es la fuente
de toda la sabiduría y los que tienen los
sentidos espirituales despiertos a la vida
verán este sol y serán conscientes de su
existencia, pero aquellos que no han
alcanzado la conciencia espiritual
también pueden percibir su poder
mediante una facultad interna, llamada
intuición».
Algunos rosacruces eruditos han
dado denominaciones especiales a estas
tres fases del sol: llaman Vulcano al sol
espiritual; al sol del alma y al intelectual
los llaman Cristo y Lucifer,
respectivamente, y al sol material,
Jehová, como el demiurgo judío. En este
caso, Lucifer representa la mente
intelectual sin la iluminación de la mente
espiritual; por consiguiente, es «la luz
falsa». Al final, la luz falsa es vencida y
redimida por la verdadera luz del alma,
llamada «Segundo Logos» o «Cristo».
Los procesos secretos mediante los
cuales el intelecto de Lucifer se
transmuta en el intelecto de Cristo
constituyen uno de los grandes secretos
de la alquimia y se representan mediante
el proceso de convertir metales de baja
ley en oro.
En el singular tratado The Secret
Symbols of The Rusicrucians, Franz
Hartmann define alquímicamente al sol
como «El símbolo de la Sabiduría. El
Centro del poder o el Corazón de las
cosas. El Sol es un centro de energía y
un depósito de poder. Cada ser vivo
contiene en sí mismo un centro de vida,
que puede crecer hasta convertirse en un
Sol. En el corazón de los renovados, el
poder divino, estimulado por la Luz del
Logos, crece hasta convertirse en un Sol
que ilumina su mente».
En una nota, el
mismo autor amplía su descripción y
añade lo siguiente: «El sol terrestre es
la imagen o el reflejo del sol celeste
invisible; aquel se encuentra en el
terreno del espíritu y este, en el de la
materia, pero este recibe su poder de
aquel».
En la mayoría de los casos, las
religiones de la Antigüedad coinciden
en que el sol material y visible era un
reflector, más que el origen del poder.
A
veces se lo representaba como un
escudo que la divinidad solar —por
ejemplo Frey, la divinidad solar
escandinava— llevaba en el brazo.
Aquel sol reflejaba la luz del sol
espiritual invisible, que era la verdadera
fuente de vida, luz y verdad. La
naturaleza física del universo es
receptiva: es un reino de efectos Las
causas invisibles de estos efectos
corresponden al mundo espiritual. Por
consiguiente, el mundo espiritual es la
esfera de la causalidad; el mundo
material es la esfera de los efectos,
mientras que el mundo intelectual o del
alma es la esfera de la mediación. Por
eso, a Cristo, la personificación de la
naturaleza intelectual superior y el alma,
lo llaman «el Mediador», que, en virtud
de Su puesto y Su poder, dice: «Nadie
llega hasta mi Padre, si no es a través de
mí».
Lo que es el sol para el sistema
solar lo es el espíritu para el cuerpo del
hombre, porque su naturaleza, sus
órganos y sus funciones son como
planetas alrededor de la vida central (o
el sol) y viven de sus emanaciones.
El
poder solar en el hombre está dividido
en tres partes que se denominan el triple
espíritu humano del hombre. Dicen que
estas tres naturalezas espirituales son
radiantes y trascendentes y, unidas,
forman lo divino en el hombre. La triple
naturaleza inferior del hombre,
compuesta por su organismo físico, su
naturaleza emocional y sus facultades
mentales, refleja la luz de aquella
divinidad triple y la manifiesta en el
mundo físico. Los tres cuerpos del
hombre se simbolizan mediante un
triángulo vertical y su triple naturaleza
espiritual, mediante un triángulo
invertido. A estos dos triángulos, unidos
para formar una estrella de seis puntas,
los judíos los llamaban «la estrella de
David», «el sello de Salomón», y en la
actualidad se conocen habitualmente
como «la estrella de Sión». Estos
triángulos simbolizan el universo
espiritual y el material unidos para
constituir la criatura humana, que es
partícipe tanto de la naturaleza como de
la divinidad. La naturaleza animal del
hombre es partícipe de la tierra; la
divina, de los cielos, y la humana, del
mediador.
Los rosacruces y los Iluminados, al
describir a los ángeles, los arcángeles y
otras criaturas celestiales, declaraban
que parecían pequeños soles, que eran
centros de energía radiante rodeados de
descargas de Fuerza Vril. De estas
descargas de fuerza deriva la creencia
popular de que los ángeles tienen alas.
Estas alas son abanicos de luz
semejantes a coronas, por medio de los
cuales las criaturas celestiales se
impulsan a través de las esencias sutiles
de los mundos superfísicos.
«La pieza mide casi 23
centímetros de altura y
representa al dios glorioso del
día sujetando los atributos de
Vishnu, sentado sobre una
serpiente de siete cabezas; tira
serpiente de siete cabezas; tira
de su carro un caballo de siete
cabezas, conducido por Arun,
que no tiene piernas, una
personificación del amanecer, o
Aurora».
Los verdaderos místicos niegan de
forma unánime la teoría de que los
ángeles y los arcángeles tengan la forma
humana con la que se los suele
representar. Una figura humana sería
absolutamente inútil en las sustancias
etéreas a través de las cuales se
manifiestan. Hace mucho que la ciencia
debate la probabilidad de que haya
habitantes en otros planetas. Las
objeciones a esta idea se basan en el
argumento de que, en el medio ambiente
de Marte, Júpiter, Urano y Neptuno, no
podrían existir criaturas con un
organismo humano. Este argumento no
tiene en cuenta la ley natural universal
de adaptación al entorno.
Los antiguos
afirmaban que la vida era originaria del
sol y que, bañado con la luz de la esfera
solar, todo era capaz de absorber los
elementos de la vida solar y
posteriormente irradiarlos en forma de
flora y fauna. Un concepto filosófico
consideraba padre al sol y, a los
planetas, embriones conectados aún con
el cuerpo solar mediante cordones
umbilicales etéreos que servían como
canales para transmitir vida y nutrientes
a los planetas.
Algunas órdenes secretas han
enseñado que el sol estaba poblado por
una raza de criaturas con cuerpos
compuestos por un éter radiante y
espiritual, con una constitución no
demasiado diferente de la de la bola
encendida del propio sol.
El calor del
sol no producía en ellas efectos
perniciosos, porque sus organismos eran
bastante refinados y estaban
sensibilizados para armonizar con la
tremenda velocidad de vibración del
sol. Estas criaturas parecen soles en
miniatura y son un poco más grandes que
un plato llano, aunque algunas de las
más poderosas son mucho más grandes.
Su color es la luz blanca dorada del sol,
del cual irradian cuatro descargas de
Vril. Estas descargas suelen ser muy
largas y están en movimiento constante.
Se observa una palpitación peculiar por
toda la estructura del globo y se
comunica en forma de ondas con las
descargas que salen. La más grande y
más luminosa de estas esferas es el
Arcángel Miguel y a todo el orden de la
vida solar, que se le parece y vive sobre
el sol, los cristianos modernos lo llaman
«los arcángeles» o «los espíritus de la
luz».
El Sol en la simbología alquímica
El oro es el metal del sol y muchos lo
consideran la luz del sol cristalizada.
Cuando se lo menciona en los tratados
alquímicos, puede ser tanto el metal en
sí como la esfera celeste, que es la
fuente o el espíritu del oro. Por ser
ardiente, el azufre también se asociaba
con el sol.
ROSTRO SOLAR
Montfaucon: Antiquities
La corona del sol está
representada aquí en forma de
melena de león. Un recordatorio
sutil de cuando hubo un tiempo
en que el solsticio de verano
ocurría en el signo de Leo, el
León Celeste.
Como el oro era el símbolo del espíritu
y los metales de baja ley representaban
la naturaleza inferior del hombre, a
algunos alquimistas los llamaban
«mineros» y los representaban con picos
y palas excavando la tierra en busca del
metal precioso: aquellos rasgos de
carácter más puros, enterrados en la
vulgaridad de la materialidad y la
ignorancia. El diamante escondido en el
corazón del carbón negro ilustraba el
mismo principio. Los Iluminados usaban
una perla escondida en el caparazón de
una ostra en el fondo del mar como
símbolo de los poderes espirituales. De
este modo, quien buscaba la verdad se
convertía en un pescador de perlas: se
sumergía en el mar de la ilusión material
en busca del conocimiento, al que los
iniciados llamaban «la perla
inapreciable».
Cuando los alquimistas afirmaban
que todos los objetos animados e
inanimados del universo contenían las
semillas del oro, querían decir que hasta
los granos de arena poseían una
naturaleza espiritual, porque el oro es el
espíritu de todo. Con respecto a estas
semillas de oro espiritual, tiene
importancia el siguiente axioma
rosacruz: «Toda semilla es inútil e
impotente, a menos que se siembre en la
matriz adecuada». Franz Hartmann
comenta este axioma con las siguientes
palabras esclarecedoras: «El alma no
puede desarrollarse ni avanzar sin un
cuerpo adecuado, porque es el cuerpo
físico lo que le proporciona el material
para su evolución».
La finalidad de la alquimia no era
obtener algo de la nada, sino, más bien,
fertilizar y nutrir la semilla que ya
estaba presente. Sus procesos no
creaban oro, en realidad, sino que
hacían crecer y prosperar la
omnipresente semilla del oro. Todo lo
que existe tiene espíritu —la semilla de
la divinidad en sí misma— y la
regeneración no es el proceso de tratar
de poner algo donde antes no estaba,
sino que en realidad significa la
revelación de la divinidad omnipresente
en el hombre y que esta divinidad brille
como un sol e ilumine todo y a todos los
que entren en contacto con él.
El Sol de medianoche
Apuleyo describía su propia iniciación
(vide ante) con estas palabras: «A
medianoche vi brillar el sol con una luz
espléndida». El sol de medianoche
también formaba parte del misterio de la
alquimia. Simbolizaba el espíritu del
hombre brillando a través de la
oscuridad de sus organismos humanos.
También hacía referencia al sol
espiritual del sistema solar, que los
místicos podían ver tan bien a
medianoche como a mediodía, porque la
tierra material no podía bloquear los
rayos de aquella esfera divina. Según
algunos, las luces misteriosas que
iluminaban los templos de los Misterios
egipcios durante las horas de la noche
eran reflejos del sol espiritual, reunidos
gracias a los poderes mágicos de los
sacerdotes. Es muy posible que la
extraña luz que «Yo soy el hombre» vio
dieciséis kilómetros bajo la superficie
de la tierra en la notable alegoría
masónica titulada Etidorhpa (Afrodita
al revés) fuese el misterioso sol de
medianoche de los ritos antiguos.
Las concepciones primitivas con
respecto a la guerra entre los principios
del Bien y del Mal a menudo se basaban
en la alternancia del día y la noche.
Durante la Edad Media, la práctica de la
magia negra se restringía a las horas de
la noche y aquellos que servían al
espíritu del Mal eran llamados «magos
negros», mientras que los que servían al
espíritu del Bien eran llamados «magos
blancos».
El blanco y el negro se
asociaban, respectivamente, con el día y
la noche y muchas veces se hace alusión
al interminable conflicto entre la luz y la
sombra en las mitologías de diversos
pueblos.
El demonio egipcio, Tifón, se
representaba en parte como cocodrilo y
en parte como cerdo, porque estos
animales son gordos y primitivos, tanto
de aspecto como de temperamento.
Desde que el mundo es mundo, los seres
vivos han temido a la oscuridad y las
pocas criaturas que la usan para
encubrir lo que hacen por lo general se
relacionaban con el espíritu del Mal.
Por consiguiente, los gatos, los
murciélagos, los sapos y los búhos se
asocian con la brujería. En determinadas
partes de Europa siguen creyendo que
por la noche los magos negros se
convierten en lobos y van por ahí
destruyendo cosas. De este concepto
surgieron las historias de los hombres
lobo. Las serpientes, porque vivían en la
tierra, se asociaban con el espíritu de la
oscuridad.
Como la batalla entre el Bien
y el Mal gira en torno al uso de las
fuerzas generadoras de la Naturaleza,
las serpientes aladas representan la
regeneración de la naturaleza animal del
hombre o a aquellos Grandes que se han
regenerado por completo. Entre los
egipcios, a menudo se veían los rayos
del sol acabados en manos humanas. Los
masones encontrarán una relación entre
aquellas manos y la conocida garra del
león que levanta todas las cosas hacia la
vida.
Los colores solares
La teoría, sostenida durante tanto
tiempo, de los tres colores primarios y
los cuatro secundarios es puramente
exotérica, porque desde los tiempos más
remotos se sabe que los colores
primarios son siete, en lugar de tres,
aunque el ojo humano solo es capaz de
apreciar tres de ellos. Por consiguiente,
aunque se puede hacer el verde mediante
la combinación del azul y el amarillo,
también hay un verde auténtico o
primario que no es compuesto. Para
demostrarlo, hay que descomponer el
espectro con un prisma. Helmholtz
descubrió que los llamados colores
secundarios del espectro no se podían
descomponer en sus supuestos colores
primarios; es decir que, si se pasaba el
anaranjado del espectro por un segundo
prisma, no se descomponía en rojo y
amarillo, sino que seguía siendo
anaranjado.
La conciencia, la inteligencia y la
fuerza se simbolizan, adecuadamente,
mediante el azul, el amarillo y el rojo.
Los efectos terapéuticos de los colores,
asimismo, armonizan con este concepto,
porque el azul es un color eléctrico,
agradable y sedante; el amarillo es un
color vitalizador y perfeccionador, y el
rojo es un color agitador, que da calor.
También se ha demostrado que los
minerales y las plantas afectan la
constitución humana según su color. Por
ejemplo, una flor amarilla por lo general
tiene un efecto medicinal que afecta la
constitución de una manera similar a la
luz amarilla o a la nota musical mi. Una
flor anaranjada influirá de manera
similar a la luz anaranjada y, por ser uno
de los llamados colores secundarios,
corresponde a la nota re o bien al
acorde de do y mi.
Para los antiguos, el espíritu del
hombre correspondía al color azul, la
mente, al amarillo y el cuerpo, al rojo.
Por consiguiente, el cielo es azul, la
tierra es amarilla y el infierno, o
inframundo, es rojo.
La condición
abrasadora del infierno simplemente
simboliza la naturaleza de la esfera o el
plano de fuerza que lo compone. En los
Misterios griegos, la esfera irracional
siempre se consideraba roja, porque
representaba el estado en el cual la
conciencia está esclavizada por las
lujurias y las pasiones de la naturaleza
inferior. En India, algunos de los dioses
—por lo general, atributos de Vishnu—
se representan con la piel azul para
representar su constitución divina y
supramundana. Según la filosofía
esotérica, el azul es el color verdadero y
sagrado del sol, mientras que el aparente
tono anaranjado amarillento de esta
esfera se debe a que sus rayos se
sumergen en las sustancias del mundo
ilusorio.
En el simbolismo original de la
Iglesia cristiana, los colores tenían una
importancia primordial y su uso se regía
por normas preparadas con mucho
cuidado. Sin embargo, desde la Edad
Media, como los colores se han
empleado con despreocupación, se han
perdido sus significados emblemáticos
más profundos.
En su aspecto primario,
el blanco o el plateado significaban la
vida, la pureza, la inocencia, la alegría y
la luz; el rojo, el sufrimiento y la muerte
de Cristo y de Sus santos y también el
amor divino, la sangre y la guerra o el
sufrimiento; el azul, la esfera celeste y
los estados de devoción y de
meditación; el amarillo o el oro, la
gloria, la fertilidad y la bondad; el
verde, la fecundidad, la juventud y la
prosperidad; el violeta, la humildad, el
afecto profundo y la tristeza; el negro, la
muerte, la destrucción y la humillación.
En el arte de la Iglesia primitiva, los
colores de las vestiduras y los
ornamentos también revelaban si un
santo había sido martirizado, así como
el carácter de la obra que había
realizado para merecer la canonización.
Además de los colores del espectro,
existen gran cantidad de ondas
cromáticas, algunas demasiado bajas y
otras demasiado altas para ser
registradas por el aparato óptico
humano. Produce consternación
comprobar la descomunal ignorancia
humana con respecto a estas vistas del
espacio abstracto. Así como en el
pasado el hombre ha explorado
continentes desconocidos, en el futuro,
amado con implementos curiosos
concebidos expresamente, explorará
estos refugios apenas conocidos de la
luz, el color, el sonido y la conciencia.
El zodiaco circular más antiguo que se
conoce es el que se encuentra en
Dendera, en Egipto, y que ahora está
bajo posesión del Gobierno Francés.
John Cole describe este notable zodiaco
de la siguiente manera: «El diámetro del
medallón en el cual las constelaciones
están esculpidas, es de cuatro pies con
nueve pulgadas, medida francesa. Esta
rodeado por otro circulo de una
circunferencia mucho mayor, la cual
contiene caracteres jeroglíficos; este
segundo circulo está encerrado en un
cuadrado, cuyos lados miden siete pies
con nueve pulgadas de largo. Los
asterismos, que constituyen las
constelaciones Zodiacales mezcladas
con otros, están representados en un
espiral. Después de una revolución, las
extremidades de este espiral son Leo y
Cáncer.
Sin duda, Leo esta a la cabeza.
Aparenta estar pisando sobre una
serpiente, con su cola sostenida por una
mujer. Inmediatamente después del
León, viene la Virgen sosteniendo una
mazorca de maíz. Más adelante, vemos
dos escalas de una balanza, sobre las
cuales está la figura de Harpocrates en
un medallón. Entonces, le sigue el
Escorpión, y Sagitario, a quien los
egipcios le dieron alas, y dos rostros.
Después de Sagitario, están colocados
en sucesión Capricornio, Acuario,
Piscis, el Carnero, el Toro, y los
Gemelos. Como ya hemos observado,
esta procesión Zodiacal termina con
Cáncer, el Cangrejo». (Véase John
Cole: A Treatise on the Circular Zodiac
of Tentyra, in Egypt).
Manly Palmer Hall
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