Pitágoras dijo que el Creador
Universal había hecho dos cosas a Su propia imagen: la primera, el sistema cósmico con sus miríadas de
soles, lunas y planetas; la segunda, el hombre, en cuya naturaleza existe todo
el universo en miniatura. Mucho antes de la introducción de la idolatría en la
religión, los sacerdotes primitivos, para facilitar el estudio de las ciencias
naturales, trazaban la figura de un hombre y la colocaban en el santuario de
sus templos, pues la figura humana simbolizaba el Poder Divino en todas sus
intrincadas manifestaciones. Es así como los sacerdotes de la antigüedad
tomaban al hombre como libro de texto, y mediante su estudio llegaban a
comprender los mayores y más abstrusos misterios del plan celestial del cual
ellos formaban parte. No es improbable que esa misteriosa figura levantada en
los primitivos altares fuera algo así como un maniquí y que, como ciertas manos
emblemáticas en las Escuelas de Misterios, estuviera cubierta con jeroglíficos,
bien sea grabados en su superficie o pintados con pinturas eternas. La estatua
podía abrirse para mostrar así la relativa posición de los órganos, huesos,
músculos, nervios y demás partes.
La presente generación está
siempre dispuesta a desdeñar los conocimientos anatómicos que poseían las
antiguas razas. Debido a la acción destructiva del tiempo y del vandalismo, los
documentos existentes no pueden revelarnos la sabiduría de la antigüedad. El
profesor James H. Breasted, arqueólogo de la Universidad de Chicago, afirmó
recientemente que sus investigaciones habían demostrado que los sabios médicos
egipcios durante la XVIII dinastía - esto es, unos diecisiete siglos antes de
Cristo - tenían un conocimiento científico comparable al que poseemos en pleno
siglo XX. El profesor Breasted dice textualmente “Por ejemplo, en él (el papiro
de Edwin Smith, un documento científico antiquísimo) aparece por primera vez
registrada en lenguaje humano la palabra “cerebro”, y hay pruebas de que los
egipcios conocían las localizaciones cerebrales que dominan los músculos, cosa
que sólo ha sido redescubierta en la última generación”
El conocimiento de los
sacerdotes-médicos egipcios relativo a las funciones de las diferentes partes
del cuerpo humano no sólo igualaba al de muchos hombres de ciencia modernos,
sino que, con respecto a aquellas funciones y poderes relacionados con la
naturaleza espiritual del hombre y a los órganos y centros por medio de los
cuales las esencias espirituales controlan el cuerpo, excedía al que poseemos
en el mundo actual.
Durante siglos de investigaciones
mucho se contribuyó en favor de los principios fundamentales de los filósofos
primitivos, y cuando Egipto alcanzó la cumbre gloriosa de su civilización, el
maniquí era una masa de intrincados jeroglíficos y figuras simbólicas. Cada una
de sus partes tenía un significado secreto. Las medidas de esta figura de
piedra correspondían a un modelo básico por medio del cual resultaba posible
medir todas las partes del cosmos. Era un glorioso emblema compuesto por el
conocimiento de los sabios y hierofantes de Isis, Osiris y Serapis.
Luego vino el tiempo de la
idolatría. Los Misterios decayeron internamente. Los significados secretos se
perdieron y nadie conocía la identidad del hombre misterioso que se erigía en
el altar. Sólo se recordaba que esa figura era un símbolo sagrado y glorioso
del poder universal. Esta figura llegó a ser considerada un dios, a cuya imagen
había sido creado el hombre. Habiéndose perdido el conocimiento secreto del
objeto para el que había sido construido ese maniquí, los sacerdotes veneraron
la madera y la piedra de las que estaba hecho, hasta que finalmente su falta de
comprensión espiritual derribó el templo, cuyas ruinas cayeron sobre sus
propias cabezas, y la estatua se desmoronó junto con la civilización que había
olvidado su significado.
En nuestros días la gran fe de
nuestra raza - el cristianismo - es profesada por un gran número de hombres y
mujeres sinceros, devotos y honrados. Y aunque todos están dedicados a sus
tareas, sólo en parte son eficientes, porque la mayoría de ellos ignoran
absolutamente el hecho de que el llamado cristianismo bíblico es sólo una
alegoría del verdadero espíritu del cristianismo y de esa doctrina esotérica
creada en el templo por las mentes iniciadas del paganismo y promulgada para
satisfacer las inclinaciones religiosas de la raza humana. Hoy en día esta gran
fe es profesada por millones de almas, y comprendida sólo por un puñado, porque
si bien ya no existen los templos de Misterios como instituciones en las
esquinas de las calles, como ocurría en la antigüedad, la Escuela de Misterios
todavía existe como una estructura filosófica invisible. Sólo confía el
conocimiento de sus secretos a unos pocos, dejando que la gran masa entre
solamente en su recinto externo y haga sus ofrendas sobre el altar de bronce.
El cristianismo es esencialmente una Escuela de Misterios, pero la mayoría de
sus adherentes no lo comprenden lo bastante bien como para darse cuenta de que
hay secretos en sus parábolas y alegorías que constituyen importante parte de
su dogma.
¿Por qué no habría de ser el
cristianismo una Escuela de Misterios? Su fundador fue un iniciado en los
Misterios Esenios. Los esenios fueron discípulos del gran Pitágoras y estaban
también en contacto con las Escuelas Secretas de la India. El Maestro Jesús fue
un hierofante profundamente versado en el antiguo Arcano. San Juan mismo, por
sus escritos, prueba que estaba familiarizado con el ritualismo de los cultos
egipcios, y se sostiene que San Mateo fue el maestro de Basílides, el inmortal
sabio egipcio, fundador, juntamente con Simón el Mago, del Gnosticismo, el
sistema de misticismo cristiano más elaborado que jamás surgiera del tronco
principal de la iglesia de San Pedro. Durante su historia primitiva en Roma, el
cristianismo estuvo en constante contacto con el Mitraísmo, la filosofía del
fuego, en Persia, de la cual extrajo no pequeña parte de sus rituales y
ceremonias.
Si se contemplare al cristianismo
menos como iglesia y más como Escuela de Misterios, el mundo moderno obtendría
rápidamente una comprensión más clara de sus principios. Cada sacerdote del
cristianismo, cada ministro del Evangelio, debería ser un anatomista y un
fisiólogo, un biólogo y un químico, un médico y un astrónomo un matemático y un
músico, y sobre todo un filósofo. Por filósofo entendemos aquél que puede
estudiar inteligentemente todas estas diferentes líneas de pensamiento y
descubrir la relación mutua existente entre ellas, y usar todas las artes y las
ciencias como medios para interpretar la magnífica representación emblemática y
el misterioso drama de la fe cristiana. Si ellos pudieran considerar
inteligentemente los secretos transmitidos por los sacerdotes de la antigüedad
pagana (cuyo estupendo genio se remontó muy por encima de los prejuicios
rutinarios del pensamiento moderno), podrían hacer una serie de importantes
descubrimientos.
En primer término, descubrirían que
en las actuales traducciones del Antiguo y Nuevo Testamento hay numerosos
errores, debido al hecho de que sus traductores no fueron espiritualmente
competentes para interpretar los sagrados misterios de las lenguas hebrea y
griega. Encontrarían innumerables contradicciones debidas a malentendidos, y
descubrirían también que los llamados libros apócrifos (rechazados como no
inspirados) contienen algunas de las claves más importantes que nos haya legado
la antigüedad.
Aprenderían que el Antiguo
Testamento no debió ser considerado literalmente: que entre líneas existen
ciertas enseñanzas ocultas sin cuyo conocimiento no puede descubrirse el
verdadero significado de las escrituras hebreas. No ridiculizarían más a los
paganos por su pluralidad de dioses, pues descubrirían que ellos mismos, si son
fieles a su escritura, son politeístas. La palabra “Elohim” tal como se emplea
en los primeros capítulos del Génesis, y que ha sido traducida como Dios, es
una palabra plural, masculino-femenina, que designa a cierto número de dioses
andróginos y no a una Suprema Deidad. También comprenderían que Adán no fue un
hombre sino una especie, una raza de criaturas, y que el Jardín del Edén no
estaba en el Asia Menor.
Pero, aunque algunos hombres
supieran que estas cosas son verdaderas, una gran parte de la humanidad todavía
las rechazaría, porque no concuerdan con las tradiciones aceptadas y veneradas
no por ciertas, sino por haber sido admitidas durante generaciones. Ellos
coronarían sus descubrimientos al darse cuenta de que la Tierra de Promisión de
todas las naciones es el cuerpo humano, y que ésta es la tierra santa
consagrada a los dioses. Comprenderían que sus propios cuerpos son los Santos
Sepulcros, que tanto tiempo han permanecido en manos de los infieles, y que no
hay infiel de raza alguna la mitad de malvado que el que mora en el corazón del
mismo hombre; que no hay enemigo mayor de la fe que la propia naturaleza inferior individual; ni Judas compararle al
egoísmo, ni traidor como la ignorancia, ni tirano como el orgullo, ni Mar Rojo
que deba ser cruzado como el que comprende la naturaleza emocional del hombre,
que brota de los rojos centros creadores de sangre en el hígado humano.
Si los teólogos modernos pudieran
ver el antiguo maniquí sobre el altar, comprenderían claramente todo esto, pero
como no saben que existe una doctrina secreta, no la buscan. Sin embargo,
¿quién puede leer el Libro de Ezequiel o la Revelación y no darse cuenta de que
el bien amado discípulo Juan, trascendiendo a todos los demás en su visión, fue
indudablemente exaltado o “elevado”, como podría decir el masón moderno, y
contempló el fasto de los Misterios? Las alegorías de San Juan son extraídas de
todas las religiones de la antigüedad. El drama que él desarrolla en la
Revelación es sintético y, por consiguiente, verdaderamente cristiano, porque
incluye las grandes enseñanzas de todas las edades. Algunos creen que Dios no
ha querido que el hombre comprendiera el misterio de su propio destino, pero
permítasenos recordar aquellas inmortales palabras: “No hay nada oculto que no
será revelado, ni nada escondido que no será dado a conocer”. Si esto es
cierto, emprendamos la tarea de resolverlo, revelarlo o reconstruirlo. Tras las
huellas de los iluminados de todas las épocas, nosotros también descubriremos
la verdad si continuamos el ascenso por las escaleras en espiral por las que
han subido los aspirantes de todas las naciones y religiones, dejando marcados
sus pasos en las piedras.
El espíritu del hombre es un pequeño
anillo de fuego invisible del cual emergen corrientes y rayos centelleantes de
fuerza. Por un proceso místico, estos rayos construyen cuerpos en torno de ese
germen central informe, y el hombre mora en el medio de esos cuerpos,
gobernándolos mediante ondas de energía en una forma muy difícil de apreciar a
menos de estar familiarizados con la constitución oculta del hombre. Este
anillo de fuego invisible es el fuego eterno, la chispa de la Rueda Infinita,
sin nacimiento ni muerte, centro eterno que incluye dentro de él mismo todo lo
que ha sido, todo lo que es y todo lo que perpetuamente será. Este germen mora
en el estado llamado Eternidad, porque para esta chispa inmortal el tiempo es
ilusorio, la distancia no existe, la alegría y la tristeza son desconocidas,
porque en lo concerniente a su función y conciencia todo lo que puede decirse
es que ES. Mientras las demás cosas vienen y van ÉL ES.
Este germen de inmortalidad entra en
el embrión en el momento de la vivificación y sale al producirse la muerte. Con
su venida se genera el calor; con su partida, el calor desaparece. Así como la
llameante esfera del Sol se encuentra
en el centro del sistema solar, este flamígero anillo del espíritu está en el
medio de los cuerpos del hombre. Es el fuego del altar que jamás se extingue y
a cuyo servicio se han consagrado los sabios de todas las naciones, porque en
esta llama reside toda perfección y la posibilidad del logro definitivo. Esta llama
se manifiesta en individualidades y personalidades, pero, las esencias
extraídas de la experiencia, inteligencia y actividad acumuladas en dichas
individualidades y personalidades son finalmente absorbidas por esta llama,
suministrándole el combustible con el cual luce y arde más brillantemente. De
este fuego único del altar se encienden todos los fuegos del cuerpo humano,
igual que las innumerables llamas que han sido originadas por los fuegos
sagrados de los Parsis.
Comparad el llameante espíritu del hombre
con la llama de una vela. Primero, en el centro de la vela, junto al pabilo, se
ve un resplandor azul casi incoloro. Alrededor de éste hay un anillo de luz
dorada, y más hacia la periferia, rodeando la parte amarilla, se produce una
llama de color anaranjado oscuro o rojo ladrillo, que despide más o menos humo.
Estas tres luces - azul, amarilla y rojiza - están estrechamente relacionadas
con la llama del hombre, porque hay una azul, que da luz sin combustible, y una
amarilla, alimentada por óleo puro, que arde con firme fulgor sin producir
humo. Después hay una llama roja, que consume combustible más basto. A ésta se
la denomina el fuego aniquilador de los antiguos, porque en el cuerpo humano la
llama azul es el fuego del espíritu aspirante y trascendente. La llama amarilla
es la clara y ardiente luz de la razón que ilumina la mente y alumbra la
oscuridad de la noche, mientras que la llama roja es la falsa luz, el fuego de
la pasión y la lujuria. Ésta es humeante como el campo de batalla, en que los odios
y temores se elevan juntos en un bullir, llama rojo-ladrillo que es una mortaja
espeluznante.
Éstos son los tres fuegos: el fuego
de la divinidad, el fuego de la humanidad, el fuego de los demonios. Los tres
están encerrados dentro de la naturaleza humana, de donde su brillo sale afuera
como la sagrada palabra trisilábica mediante la cual se crearon los cielos, se
formó la Tierra y se destruyeron las obras del mal. Los discípulos de la
Antigua Sabiduría sabían que, en la alborada de este esquema terrestre, ciertas
instrucciones fueron depositadas en lugares seguros por los Hijos de la Aurora,
o como nosotros los llamamos, los Dioses, quienes después de haberse asegurado
de que estas doctrinas quedarían preservadas para la salvación final de la
raza, penetraron en la constitución del hombre y perdieron su identidad. Por
esta razón se dice que el Reino de los Cielos está dentro de nosotros, porque
él incluye al Padre Divino, su Trinidad y sus serafines, querubines, poderes,
dominaciones, principados, tronos, ángeles y arcángeles.
Cada una de estas criaturas
celestiales ha aportado algo a la naturaleza del hombre. Por medio del poder de
uno, siente; por el poder de otro, ve;
a través del poder de un tercero, habla; gracias al poder de un cuarto,
comprende; por el poder del Padre Divino, es inmortal; por el poder de la
Trinidad, es triple en su constitución - espiritual, intelectual y física - por
medio del poder de los serafines, le fueron dados los grandes fuegos, mientras
que por el de los querubines obtuvo su forma compuesta. De ahí que estos
espíritus estén confinados dentro de su propia naturaleza hasta que el hombre
haya logrado elevarla al punto en que libere a esos poderes cósmicos dándoles
una expresión adecuada y dejando de limitarlos o esclavizarlos más con su
propia ignorancia y perversión.
En realidad, el Reino de los Cielos
está dentro del hombre mismo, mucho más de lo que él imagina; y así como el
cielo está en su propia naturaleza, así también la tierra y el infierno se
encuentran en su constitución, porque los mundos superiores circunscriben e
incluyen a los inferiores, y la tierra y el infierno están incluidos dentro de
la naturaleza del cielo. Como hubiera dicho Pitágoras: “Los mundos superiores e inferiores están comprendidos dentro
del área de la Esfera Suprema." Así todos los reinos de la naturaleza
terrestre, minerales, vegetales, animales y su propio espíritu humano, están
incluidos en su cuerpo físico y él mismo ha sido designado espíritu guardián
del reino mineral, siendo responsable ante las jerarquías creadoras del destino
de las piedras y los metales.
El mundo infernal es también una
parte de él mismo, porque dentro de su naturaleza se encuentran Lucifer, la
Bestia de Babilonia, Mammon, Belzebú y todas las otras furias infernales. En la
base de su espina dorsal arde un fuego infernal, y el Sábath de las Brujas, tan
espléndidamente descripto por Eliphas Levi, puede ser seguido hasta su origen
en los centros emocionales inferiores del cuerpo humano.
Así el hombre es en sí mismo cielo,
tierra e infierno, y su salvación es un problema mucho más personal de lo que
él imagina. Sentado que el cuerpo humano es una masa de centros psíquicos, que
durante la vida esa estructura es cruzada por incesantes corrientes de energía
y que a través de toda su constitución se encuentran vórtices de fuerza
eléctrica y poder magnético, el hombre puede ser contemplado, por aquéllos que
saben cómo verlo, como un sistema solar compuesto de estrellas y planetas,
soles y lunas, con cometas que giran en órbitas irregulares a través de ellos.
Y así como se supone que la Vía Láctea es un embrión cósmico gigantesco, así
también el hombre mismo es una galaxia, cada una de cuyas estrellas se
convertirá en constelación algún día.
A dondequiera que dirijamos la
mirada, encontramos la vida. En cualquier lugar que hallemos la vida,
descubrimos la luz, porque en medio de todas estas cosas vivientes hay tenues
chispas de esplendor inmortal. Aquéllos cuyos ojos están encadenados por las
limitaciones, terrenas, sólo ven las formas, pero para los que pueden
trascender la materialidad, cada vida aparece como un destello de inmortal
brillantez. Hasta la misma atmósfera está llena de luces, y el clarividente
cruza a través de esferas de llama. Hay luces de miles de colores y matices irisados que sobrepasan en
brillantez la luminosidad del Sol, luces mil veces más variadas que las del
espectro que conocemos, colores ni siquiera soñados, luces tan brillantes que
no pueden ser vistas sino sentidas como repiques sonoros en la cabeza; unas, luces
que deben ser oídas, y otras, como sólidas columnas de fuego que deben ser
sentidas. A dondequiera el vidente dirija la mirada, contempla fuego. Surge de
la piedra; relampaguea en estrellas geométricas desde los pétalos de las flores
y se irradia en ondas desde la piel de los animales. Rodea al hombre con una
aureola brillante y a la tierra con
el halo de un arco iris cuyas franjas se extienden por millas desde su
superficie. El fuego irradia luz hacia arriba a través de la superficie de la
Tierra; envía luz hacia abajo desde el inmenso espacio; irradia luz hacia
afuera desde el centro de todas las cosas y hacia adentro desde la
circunferencia de cada cosa.
¿Es extraño que este viviente
esplendor universal fuera dorado? Es el símbolo humano más perfecto de Dios,
porque esta luz es la manifestación primaria del Eterno Inmanifestado.
Este fuego eterno, que arde sin
combustible en el alma de todas las cosas, ha sido desde el comienzo de los
tiempos el símbolo más sagrado en todo el mundo, porque si bien las imágenes de
madera o piedra, los cuadros sobre lienzo y
aun los cantos son más o menos expresiones de la forma, el lado físico de
la Naturaleza, esta luz radiante, este esplendor flamígero, simboliza el
espíritu, la vida, el germen inmortal encerrado en el corazón de la forma.
Estaba consagrado a la Deidad Superior y todos lo adoraban y le hacían
ofrendas. Era la causa, y los hombres adoraban la causa, intentando mediante la
secreta cultura legada a través de las edades y basada en las enseñanzas de los
mismos dioses, que la luz brillara más intensamente desde el interior de ellos
mismos. Éste es el origen del simbolismo de la luz y el fuego.
La luz no sólo es sagrada porque
dispersa las tinieblas en las que se esconden todos los enemigos de la vida humana. Es también sagrada porque es el
vehículo de la vida. Esto lo evidencia el efecto de la luz solar sobre la vida
vegetal, animal y humana. La luz es también el vehículo del color, pues el Sol
es quien imparte a toda materia terrestre su color. Es igualmente el vehículo
del calor, y según la antigua sabiduría, lleva consigo el esperma de todas las
cosas, procedente del Sol. A través de la luz también pasan todos los impulsos
del Gran Hombre. De acuerdo con los Misterios, Dios gobierna Su universo por
medio de impulsos de inteligencia que É1 proyecta mediante rayos de luz
visibles o invisibles. Esta luz desempeña en el universo el mismo papel que el
sistema nervioso en el cuerpo.
Pitágoras dijo que “el cuerpo de
Dios está compuesto por la substancia de la luz”. Donde hay luz está Dios. El
que adora a la luz, adora a Dios. El que sirve a la luz, sirve a Dios. ¿Qué
símbolo más adecuado podría concebir el hombre del eterno y latente Padre
Divino que el viviente, vibrante y radiante fuego? El fuego es el más sagrado
de todos los elementos y el más remoto de todos los símbolos. Siendo así, los
antiguos no dejaban de tener razón cuando adoptaron el fuego, o la luz, como su
símbolo supremo y eligieron como emblema de la luz universal la gloria central
del Sol. Al hacerlo así, se convirtieron no en adoradores del Sol, sino en
adoradores de Dios tal como Él se manifiesta mediante la luz de la verdad.
Los filósofos del fuego adoraban
tres luces - la luz del sol, de la Tierra y la del alma -, siendo esta última
la luz que hay en el hombre y que ellos creían sería finalmente reabsorbida en
la Divina luz, de la que se encontraba temporalmente separada por los muros de
la prisión de la naturaleza inferior del hombre. Los Misterios de todas las
épocas estuvieron dedicados a facilitar la reunión de esa pequeña luz con la
Gran Luz, su Padre y Fuente. Para los Gnósticos, Cristo fue la incolora Luz
Divina que asumió la forma de un radiante esplendor (la Verdad), atendiendo así
a las necesidades de la pequeña luz que luchaba por expresarse en el alma de
cada criatura humana. Esta Divina luz entraba en la luz de la Naturaleza y,
fortaleciéndola, ayudaba a vitalizar todas las cosas vivientes.
La luz que existe en el hombre, el
Dios en miniatura, era salvada - o mejor dicho, liberada - por medio de un proceso llamado regeneración. El método secreto usado para lograr esta regeneración
sin tener que seguir el largo sendero en espiral del progreso evolutivo, fue el
grande y supremo secreto de los Misterios, revelado únicamente a aquéllos que habían
demostrado ser merecedores de poseer el poder de la vida y de la muerte. Estos
Misterios han sido perpetuados hasta nuestros días por la Francmasonería.
La Orden Masónica está basada en las Escuelas Secretas de la antigüedad
pagana, muchos de cuyos símbolos han sido preservados hasta nuestros días en
los diversos grados de la Logia Azul y del Rito Escocés. Respecto al origen del
termino “Francmasón”, que constituye en sí mismo una clave de las doctrinas de
la Orden, Robert Hewitt Brown, Grado 32, escribe: “Mucho antes de la construcción del Templo del rey Salomón, se conocía a
los masones con el nombre de Hijos de Luz. La Masonería era
practicada por los antiguos bajo el
nombre de Lux (luz), o su equivalente
en los diversos idiomas de la antigüedad.
Hemos sido informados por varios autores
eminentes de que la palabra Masonería es
una corrupción del termino griego Mesouraneo,
que significa “yo estoy en el medio del cielo”, aludiendo al Sol, el cual,
“encontrándose en el medio del cielo”, es la gran fuente de luz. Otros la
derivan directamente del antiguo egipcio Phre,
el Sol, y Mas, un hijo, o sea Phre-Massen - Hijos del Sol o Hijos de
la Luz.”
El verdadero secreto de la
regeneración del fuego en el alma humana es revelado por el ritual del tercer
grado de la Logia Azul, bajo la alegoría de la muerte de Hiram Abiff. El nombre
Hiram está, como ya se ha hecho
notar, estrechamente relacionado con el elemento fuego. Su descendencia directa
de Tubal-Caín, el primer gran artesano en metales mediante el uso del fuego,
relaciona aún más a este diestro operario con la inmortal llama de vida en el
hombre. En su obra Secreta Societies of All Ages (“Las Sociedades Secretas de todas las épocas”), Charles W.
Heckthorne expone una antigua leyenda cabalística referente a la relación de la
primitiva Masonería con la adoración del fuego. Según esta leyenda, Hiram Abiff
no era descendiente de Adán o Jehová, como los hijos de Set, sino de más noble
estirpe, porque por sus venas corría el fuego de Samael, uno de los Elohim. Además,
hay dos clases de hombres en el mundo: los que tienen aspiraciones y los que no
las tienen. Aquéllos sin aspiraciones son los hijos de Set, verdaderos hijos de
la Tierra, que se apegan a su madre con tenacidad, siendo Terrenalidad la palabra clave de su naturaleza.
Hay otra raza, la de los Hijos del
Fuego, descendiente de Samael, el regente del fuego. Estos hijos de la llama
están siempre animados por la ambición y la aspiración. Son los constructores
de ciudades, los que erigen monumentos, los conquistadores de mundos, los
precursores, los que trabajan los metales, verdaderos hijos de la llama eterna.
Sus almas son vehementes y tempestuosas, y la Tierra para ellos es una carga,
Jehová no contesta sus súplicas, porque ellos son hijos de otra estrella. La Aspiración es la nota clave de sus
naturalezas, y muchas veces ellos resurgen como nuevos Fénix, de las cenizas
del fracaso. Jamás descansan, como el elemento del cual forman parte: andan
errantes sobre la faz de la Tierra, con los ojos fijos en la flamígera estrella
de la cual vinieron.
Esta diferencia fundamental es
claramente visible en la vida diaria. Algunos están siempre contentos; otros,
jamás llegan a la meta. Unos son los Hijos del Agua, los guardianes del rebaño;
otros son los Hijos del Fuego, los constructores de ciudades. Un grupo es
conservador, el otro es progresista. Uno es el rey, el otro el sacerdote. Pero
dentro de la naturaleza de todas las cosas vivientes coexisten los Hijos del
Fuego y los Hijos del Agua. En las Sagradas Escrituras, a los nacidos de la
llama se los denomina Hijos de Dios, y los nacidos del agua son llamados Hijos
de los Hombres, porque el nacido de la llama es la divinidad en el hombre y el
nacido del agua es la humanidad en el hombre. Estos dos hermanos son enemigos mortales,
pero en los Misterios se les enseñaba a cooperar el uno con el otro, y están
simbolizados en la Francmasonería por el águila de dos cabezas del Grado 33.
Según la antigua sabiduría, llegará
un tiempo en que el hombre tendrá dos sistemas espinales completos, ambos
igualmente desarrollados, y su vida estará gobernada por dos poderes que
trabajarán juntos y en armonía. Para expresar esto, los antiguos alquimistas
simbolizaron esta realización con una figura bicéfala, una de cuyas cabezas era
masculina y la otra femenina. El hermafrodita Ishwar, el señor planetario de los Brahmanes, tiene la mitad
derecha del cuerpo masculina y la izquierda femenina, para simbolizar así que
él es el arquetipo de la raza humana final. El hombre, una vez que sea positivo
y negativo a la vez, no se reproducirá más como actualmente.
Uno de los antiguos Misterios
enseñaba que el fin de todas las cosas es igual a su principio más la
experiencia del ciclo, y algún día la raza humana dará nacimiento a sus nuevos
cuerpos por propia generación, como lo hacen todavía ciertos animales
primitivos. Entonces, indudablemente, el hombre será su propio padre y su
propia madre, completo en sí mismo. La iniciación hace posible este proceso en
el hombre mucho antes de lo que permitiría el curso natural de la evolución
humana. Tal es el verdadero misterio de Melquisedec, rey de Salem, el rey
sacerdote (sacerdote, agua; rey, fuego), que fue su propio padre y su propia
madre y cuyas huellas siguen todos los iniciados.
Sólo la más elevada de todas las
órdenes ocultas que existen únicamente en el mundo interno puede ser llamada
“Orden de Melquisedec”, aunque en otras naciones tenga otros nombres. Esta
Orden está compuesta internamente por los graduados de otras Escuelas de
Misterios que hayan alcanzado ya ese punto en que les es posible darse
nacimiento a si mismos de sus propias naturalezas, al igual que la misteriosa
ave Fénix, la cual, al morir, deja salir de adentro de sí misma otra ave que
sale volando. El ave Fénix era considerada antes como una verdadera rareza
zoológica, pero ahora se sabe que jamás existió, salvo como símbolo de un
elevado estado de desarrollo del hombre. Además, construía su nido con llamas,
lo que es extraordinariamente significativo.
La secreta Orden de Melquisedec no
podrá jamás aparecer en el mundo físico mientras la humanidad esté constituida
de acuerdo con su presente esquema. Es la suprema Escuela de Misterios, y sólo
unos pocos han alcanzado ese punto en que se han unido sus naturalezas humana y
divina tan perfectamente que han llegado a ser simbólicamente bicéfalos. Hay
que conseguir el perfecto equilibrio del corazón y de la mente antes que el
verdadero pensar o la verdadera espiritualidad puedan ser logrados. La función
más elevada de la mente es la razón; la función más elevada del corazón es la
institución. Un proceso sensitivo no necesita del trabajo normal de la mente.
La razón sola es fría; el sentimiento solo carece de razón, pero ambos juntos
atemperan la justicia con la misericordia y la benevolencia con la fortaleza.
El espíritu no es masculino ni
femenino, sino ambas cosas a la vez: una entidad andrógina. La manifestación
perfecta del espíritu andrógino debe ocurrir a través de un cuerpo andrógino
que se genere a sí mismo. Pero muchos millones de años deberán pasar antes que
la raza humana aprenda las lecciones de polarización suficientemente bien como
para asumir esta nueva naturaleza con inteligencia. Ese día todo estará
completo por sí mismo. El entendimiento estará maduro y será de tal profundidad
y amplitud que no podría manifestarse en un organismo masculino o femenino
aisladamente. Tal es el misterio del rey-sacerdote y tal fue la posición que
Jesús alcanzó cuando fue llamado por siempre sacerdote según la Orden de
Melquisedec. Todo esto se encuentra simbolizado en los emblemas del Grado 33 de
la Francmasonería.
Cuando se lo considera
clarividentemente, el cuerpo del hombre semeja un gran ramo de flores, porque
en toda su forma física se encuentran grupos como pétalos de emanantes rayos de
fuerza de diferentes formas y colores. Hay uno de estos centros misteriosos en
la palma de cada mano y en la planta de cada pie. Casi todos los órganos vitales tienen radiantes vórtices remolineantes de luz como bases espirituales. Estas flores girantes y vibrantes son centros
ocultos extremadamente importantes.
Cada uno de ellos puede, bajo ciertas condiciones
ayudar al hombre a conseguir una mayor amplitud de conciencia.
Es posible ver con la palma de las
manos o la planta de los pies. En realidad, el hombre llegará a ver finalmente
con todas las partes de su cuerpo. Un símbolo de esta condición final fue
preservado en los Misterios Egipcios, en la figura de Osiris, a quien suele
representársele sentado en un trono y con el cuerpo enteramente formado por
ojos. El dios griego Argos fue también famoso por su habilidad para ver con las
diferentes partes de su cuerpo. Los buddhas orientales son simbolizados a
menudo con dibujos geométricos en la palma de las manos y la planta de los
pies. Las famosas huellas de Buddha, marcadas en la piedra, tienen un Sol en
miniatura frente al talón de cada pie. Algunos de los artistas japoneses del
jiu-jitsu dominan la ciencia secreta de estos misteriosos centros nerviosos,
aunque este conocimiento ha sido ocultado por la mayoría de esos luchadores. En
el Japón existen dibujos en los que se muestra la posición exacta de estos
centros sagrados. La más ligera presión sobre alguno de ellos paraliza el
cuerpo entero, tan grande es su dominio sobre el resto del sistema nervioso.
También se enseña a los expertos en
jiu-jitsu cómo se puede resucitar a una persona que esté muerta por medio de
presiones producidas en determinados puntos de las vértebras superiores de la
espina dorsal. Este método da resultado en casi todos los casos, aún después
que otros han fracasado.
Los vórtices de abigarradas luces
del cuerpo constituyen los capullos de los lotos sagrados de la India y de
Egipto, y las rosas de los Rosacruces. Son también las cuentas inmortales del Bhagavad Gitá, ensartadas en un solo
hilo. A través de estos centros entraron los clavos de la crucifixión. La
crucifixión encierra el secreto de como abrir los centros de las manos, pies,
costado y cabeza. Los tres clavos que realizaron esta obra han sido preservados
en la Francmasonería como los tres principales dignatarios de una Logia y como
los tres asesinos de Hiram Abiff.
El Osiris indio-mexicano, llamado
príncipe Coh, murió de tres heridas inflingidas por sus enemigos, y su corazón
fue encontrado en una urna por Augustus Le Plongeon, que pasó muchos años
investigando las antigüedades centroamericanas.
La relación entre estos centros
sagrados y las joyas de la placa pectoral del Sumo Sacerdote de Israel no debe
ser olvidada, porque ambos símbolos tienen un significado similar.
La parte más sagrada del cuerpo
humano es el cerebro y el sistema espinal, reverenciado desde la antigüedad y
simbolizado una y otra vez en todas las religiones del mundo. Mientras otras
partes del cuerpo son de gran interés para el estudiante, la obra misteriosa de
los fuegos espinales, mediante los cuales es lograda la liberación, es tan
formidable, que hay que emplear muchos años aún en comprender los principios
fundamentales. La espina dorsal es la vara que floreció, el Arbol Yggdrazil, la
espada flamígera, el báculo de apoyo, la vara del Mago.
Manly Palmer Hall
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