El más antiguo, el más profundo y el más universal de todos los símbolos es el cuerpo humano. Según los griegos, los persas, los egipcios y los hindúes, el análisis filosófico de la naturaleza trina del hombre era una parte indispensable de la formación ética y religiosa. Los Misterios de todas las naciones enseñaban que las leyes, los elementos y los poderes del universo estaban representados en la constitución humana y que todo lo que existía fuera del hombre tenía su analogía dentro de él. Como el cosmos era de una inmensidad inconmensurable y de una profundidad inconcebible, escapaba a toda estimación mortal. Ni siquiera los propios dioses podían comprender más que una parte de la gloria inaccesible que los originaba.
Cuando se impregna,
transitoriamente, de entusiasmo divino,
el hombre puede trascender por un
instante las limitaciones de su propia
personalidad y contemplar en parte el
resplandor celestial que baña toda la
creación. Sin embargo, ni siquiera en
sus etapas de máxima iluminación puede
imprimir en la sustancia de su alma
racional una imagen perfecta de la
expresión multiforme de la actividad
celestial.
Reconociendo la inutilidad de tratar
de enfrentarse intelectualmente a algo
que trasciende la comprensión racional,
los primeros filósofos desviaron su
atención de la divinidad inconcebible
para concentrarse en el propio hombre y
vieron que, dentro de los estrechos
confines de su naturaleza, se
manifestaban todos los misterios de las
esferas externas.
Como consecuencia
natural de aquella práctica, surgió un
sistema teológico secreto según el cual
Dios se consideraba el Gran Hombre
mientras que el hombre era el pequeño
dios. Para seguir con la analogía, el
cosmos se consideraba un hombre y, a la
inversa, el hombre se consideraba un
universo en miniatura. Al universo
mayor se lo denominó «macrocosmos»
—el gran mundo o cuerpo— y la vida
divina o el ser espiritual que controlaba
sus funciones recibió el nombre de
Macroprosopo.
El cuerpo del hombre o
el universo humano individual fue
llamado «microcosmos» y la vida divina
o el ser espiritual que controlaba sus
funciones recibió el nombre de
Microprosopo. Los Misterios paganos
se ocupaban fundamentalmente de
enseñar a los neófitos la verdadera
relación entre el macrocosmos y el
microcosmos o, en otras palabras, entre
Dios y el hombre. Por consiguiente, la
clave de estas analogías entre los
órganos y las funciones del hombre
microcósmico y las del Hombre
macrocósmico constituían la posesión
más preciada de los primeros iniciados.
EL TETRAGRÁMMATON
EN EL CORAZÓN
HUMANO
Jakob Böhme: Libri
Apologetici
El Tetragammaton, o el nombre
de Dios de cuatro letras,
aparece aquí dispuesto en forma
de tetractys dentro del corazón
humano invertido. Debajo se ve
el nombre de Jehová,
transformado en «Jehoshua» por
la interpolación de la radiante
la interpolación de la radiante
letra hebrea (shin).
El dibujo
en general representa el trono de
Dios y Sus jerarquías dentro del
corazón del hombre. En el
primero de sus Libri
Apologetici, Jakob Böhme
describe el significado del
símbolo con las siguientes
palabras: «Porque los hombres
tenemos en común un solo libro
que apunta a Dios. Cada uno lo
lleva en su interior, que es el
inestimable nombre de Dios. Sus
letras son las llamas de Su amor,
que Él nos ha revelado con Su
corazón en el inestimable
nombre de Jesús. Quien lea
estas letras en su corazón y su
espíritu tendrá suficientes libros.
Todos los escritos de los hijos de
Dios nos dirigen hacia ese libro
Único, porque allí residen todos
los tesoros de la sabiduría. […]
Este libro es Cristo en cada uno
de nosotros».
En Isis Sin Velo, H. P. Blavatsky
sintetiza el concepto pagano de hombre
con las siguientes palabras: «El hombre
es un pequeño mundo, un microcosmos
dentro del gran universo. Como un feto,
está suspendido, con sus tres espíritus,
en la matriz del macrocosmos y mientras
que su cuerpo terrenal guarda una
afinidad constante con su madre tierra,
su alma astral vive al unísono con el
anima mundi sideral. Él está en ella,
como ella está en él, porque el elemento
que invade el mundo llena todo el
espacio y es el propio espacio, solo que
ilimitado e infinito. En cuanto al tercer
espíritu, el divino, ¿qué es sino un rayo
infinitesimal, una de las innumerables
radiaciones que proceden directamente
de la Causa Máxima, la luz espiritual
del mundo?
Esta es la trinidad de
naturaleza orgánica e inorgánica, lo
espiritual y lo físico, que son tres en
uno, y de la cual afirma Proclo lo
siguiente: “La primera mónada es el
Dios eterno; la segunda, la eternidad; la
tercera, el paradigma o patrón del
universo”, y las tres constituyen la
Tríada Inteligible».
Mucho antes de que la idolatría se
introdujera en la religión, los primeros
sacerdotes colocaron la estatua de un
hombre en el santuario del templo.
Aquella figura humana simbolizaba el
poder divino con todas sus
manifestaciones complejas. Por
consiguiente, los sacerdotes de la
Antigüedad aceptaron al hombre como
canon y, al estudiarlo, aprendieron a
comprender los misterios más grandes y
más abstrusos del plan celestial del cual
formaban parte.
No es improbable que
aquella figura misteriosa que había
encima de los altares primitivos fuera
una especie de maniquí y que, como
algunas manos emblemáticas de las
escuelas mistéricas, estuviese cubierta
por jeroglíficos, ya sea pintados o en
relieve. Es posible que la estatua se
abriera para mostrar la posición relativa
de los órganos, los huesos, los
músculos, los nervios y las demás
partes. Al cabo de siglos de
investigación, el maniquí se convirtió en
una masa de jeroglíficos complejos y de
figuras simbólicas. Cada parte tiene un
significado secreto. Las medidas
formaban un modelo básico, mediante el
cual se podían medir todas las partes del
cosmos.
Era un espléndido emblema
complejo de todo el conocimiento que
poseían los sabios y los hierofantes.
Entonces comenzó la época de la
idolatría. Los Misterios decayeron
desde dentro.
Los secretos se perdieron
y ya nadie conocía la identidad del
hombre misterioso suspendido encima
del altar. Lo único que se recordaba era
que la figura era un símbolo sagrado y
glorioso del Poder Universal, hasta que
finalmente empezaron a considerarlo un
dios, el Uno a cuya imagen fue creado el
hombre. Cuando se perdió el
conocimiento de la finalidad para la
cual se había construido el maniquí, los
sacerdotes adoraron a aquella efigie
hasta que, al final, su desconocimiento
espiritual hizo que el templo se
derrumbara sobre sus cabezas y la
estatua se vino abajo, junto con la
civilización que había olvidado su
sentido.
A partir de aquella suposición de los
primeros teólogos de que el hombre
había sido creado a imagen de Dios las
mentes iniciadas de otros tiempos
erigieron la magnífica estructura de la
teología sobre la base del cuerpo
humano. El mundo religioso de la
actualidad ignora casi por completo que
la ciencia de la biología constituye el
origen de sus doctrinas y sus principios.
Muchos de los códigos y las leyes que
los teólogos actuales creen que han sido
revelaciones directas de la divinidad en
realidad son fruto de siglos de ahondar
pacientemente en las complejidades de
la constitución humana y en las
maravillas infinitas reveladas por
semejante estudio.
En casi todos los libros sagrados del
mundo se puede rastrear una analogía
anatómica, que resulta más evidente en
sus mitos de la creación. Quien sepa
algo de embriología y obstetricia no
tendrá ninguna dificultad en reconocer la
base de la alegoría con respecto a Adán
y Eva y el Jardín del Edén, los nueve
grados de los Misterios eleusinos y la
leyenda brahmánica de las
encarnaciones de Vishnu.
La historia del
Huevo Universal, el mito escandinavo
de Ginnungagap (la grieta oscura del
espacio en la cual se siembra la semilla
del mundo) y el uso del pez como
emblema del poder generador paternal
muestran el verdadero origen de la
especulación teológica. Los filósofos de
la Antigüedad se daban cuenta de que el
propio hombre era la clave del misterio
de la vida, porque era la imagen viva
del Plan Divino, y en los siglos
venideros la humanidad también llegará
a comprender más plenamente la
solemne trascendencia de aquellas
palabras antiguas: «Lo que en realidad
debe estudiar el hombre es a sí mismo».
Tanto Dios como el hombre tienen
una constitución doble, con una parte
superior invisible y una inferior visible.
También hay en los dos una esfera
intermedia, que marca el punto de
encuentro de la naturaleza visible y la
invisible. Del mismo modo que la
naturaleza espiritual de Dios controla Su
forma universal objetiva —que en
realidad es una idea cristalizada—, la
naturaleza espiritual del hombre es la
causa invisible y el poder controlador
de su personalidad material visible. Por
lo tanto, resulta evidente que el espíritu
del hombre guarda la misma relación
con su cuerpo material que la que guarda
Dios con el universo objetivo.
Los
Misterios enseñaban que el espíritu, o la
vida, era anterior a la forma y que lo que
es anterior incluye todo lo que es
posterior a sí mismo. Como el espíritu
es anterior a la forma, la forma queda
incluida dentro del ámbito del espíritu.
Además, es una afirmación o creencia
popular que el espíritu del hombre está
dentro de su cuerpo. Según las
conclusiones de la filosofía y la
teología, sin embargo, esta creencia es
errónea, porque el espíritu primero
circunscribe una zona y después se
manifiesta en ella. En términos
filosóficos, la forma, al ser parte del
espíritu, está dentro del espíritu, aunque
el espíritu es más que la suma de la
forma. Así como la naturaleza material
del hombre queda dentro de la suma del
espíritu, la Naturaleza Universal, que
incluye la totalidad del sistema, queda
comprendida dentro de la esencia
omnipresente de Dios: el Espíritu
Universal.
Según otro concepto de la Sabiduría
Antigua, todos los cuerpos —ya sean
espirituales o materiales— tienen tres
centros, que los griegos llaman el centro
superior, el centro intermedio y el centro
inferior. Aquí se observa una
ambigüedad aparente. Hacer un
diagrama o representar simbólicamente
de forma adecuada las verdades
mentales abstractas resulta imposible,
porque la representación diagramática
de uno de los aspectos de las relaciones
metafísicas en realidad puede
contradecir algún otro. Si bien lo que
está por encima en general se considera
superior en cuanto a dignidad y poder,
en realidad lo que está en el centro es
superior y anterior tanto con respecto a
lo que se dice que está por encima como
con respecto a lo que se dice que está
por debajo. Por consiguiente, se debe
decir que lo primero —que se considera
que está por encima— en realidad está
en el centro, mientras que los otros dos
(de los que se dice que están por encima
o bien por debajo) en realidad están por
debajo. Para simplificar más esta
cuestión, se ruega al lector que
considere «por encima» una indicación
del grado de proximidad al origen y
«por debajo» una indicación del grado
de distancia del origen, que está situado
justamente en el centro, y la distancia
relativa son los distintos puntos a lo
largo de los radios desde el centro hacia
la circunferencia.
En cuestiones
relacionadas con la filosofía y la
teología, «arriba» se puede entender
como «hacia el centro» y «abajo», como
«hacia la circunferencia». El centro es
el espíritu y la circunferencia es la
materia. Por consiguiente, «arriba»
quiere decir «hacia el espíritu siguiendo
una escala ascendente de espiritualidad»
y «abajo» quiere decir «hacia la materia
siguiendo una escala ascendente de
materialidad». Este último concepto se
expresa en parte mediante el vértice de
un cono que, visto desde arriba, aparece
como un punto en el centro exacto de la
circunferencia formada por la base del
cono.
Estos tres centros universales —el
que está arriba, el que está abajo y el
vínculo que los une— representan tres
soles o tres aspectos del mismo sol: son
centros de resplandor. También tienen su
analogía en los tres grandes centros del
cuerpo humano, que, al igual que el
universo físico, es una creación del
demiurgo. «El primero de estos [soles]
—afirma Thomas Taylor— es análogo a
la luz cuando se la ve subsistir en su
fuente, el sol; el segundo, a la luz que
procede directamente del sol, y el
tercero, al esplendor que esta luz
transmite a otras naturalezas».
Como el centro superior (o
espiritual) está en el medio de los otros
dos, su análogo en el cuerpo físico es el
corazón: el órgano más espiritual y
misterioso del cuerpo humano.
El
segundo centro (o el vínculo entre el
mundo superior y el inferior) se eleva a
la posición de máxima dignidad física:
el cerebro. El tercer centro (el inferior)
queda relegado a la posición de menos
dignidad física, pero de mayor
importancia física: el aparato
reproductor. De este modo, el corazón
es, simbólicamente, la fuente de la vida;
el cerebro es el vínculo que, mediante la
inteligencia racional, une la vida con la
forma, y el aparato reproductor (o
creador infernal) es la fuente del poder
gracias al cual se producen los
organismos físicos. Los ideales y las
aspiraciones de cada persona dependen
en gran medida de cuál de estos tres
centros de poder predomine en cuanto al
alcance y la actividad de la expresión.
En los materialistas, el más fuerte es el
centro inferior; en los intelectuales, el
superior; en cambio, en los iniciados, el
medio —al bañar los dos extremos en un
torrente de resplandor espiritual—
controla sanamente tanto la mente como
el cuerpo.
Así como la luz da fe de que hay
vida —que es lo que la origina—, la
mente demuestra la existencia del
espíritu y la actividad, en un plano más
inferior aún, demuestra que existe la
inteligencia. Por consiguiente, la mente
pone de manifiesto al corazón, mientras
que el aparato reproductor, a su vez,
pone de manifiesto a la mente. En
consecuencia, el símbolo más común de
la naturaleza espiritual es un corazón; el
de la capacidad intelectual es un ojo
abierto, que representa la glándula
pineal o el ojo ciclópeo, que es el Jano
de dos caras de los Misterios paganos, y
el del aparato reproductor es una flor, un
bastón, una copa o una mano.
Aunque todos los Misterios
reconocían el corazón como centro de la
conciencia espiritual, a menudo pasaban
por alto deliberadamente este concepto
y utilizaban el corazón en su sentido
exotérico como símbolo de la naturaleza
emocional.
En este caso, el aparato
reproductor representaba el cuerpo
físico; el corazón, el cuerpo emocional,
y el cerebro, el cuerpo mental. El
cerebro representaba la esfera superior,
pero cuando los iniciados habían
superado los grados inferiores, les
enseñaban que el cerebro representaba
la llama espiritual que moraba en los
lugares más recónditos del corazón. El
estudioso del esoterismo descubre poco
después que los antiguos recurrían a
menudo a diversos subterfugios para
ocultar las verdaderas interpretaciones
de sus Misterios. Sustituir el corazón
por el cerebro era uno de aquellos
subterfugios.
Los tres grados de los Misterios
antiguos se otorgaban, salvo contadas
excepciones, en cámaras que
representaban los tres grandes centros
del cuerpo humano y el universal. Si era
posible, se construía el propio templo en
forma de cuerpo humano.
El candidato
entraba por entre los pies y recibía el
máximo honor en el punto
correspondiente al cerebro. El primer
grado era el misterio material y su
símbolo era el aparato reproductor: el
candidato tenía que pasar por los
distintos grados del pensamiento
concreto. El segundo grado se otorgaba
en la cámara correspondiente al
corazón, aunque representaba el poder
intermedio, que era el vínculo mental.
Allí se iniciaba al candidato en los
misterios del pensamiento abstracto y
era llevado hasta lo más alto que la
mente podía penetrar. A continuación,
pasaba a la tercera cámara, que, al igual
que el cerebro, ocupaba la posición más
elevada del templo, pero, al igual que el
corazón, tenía la máxima dignidad. En la
cámara del cerebro se otorgaba el
misterio del corazón.
Allí, el iniciado
comprendía de verdad por primera vez
el significado de aquellas palabras
inmortales: «Como un hombre piensa,
así es su vida». Como hay siete
corazones en el cerebro, hay siete
cerebros en el corazón, pero esta es una
cuestión superfísica, acerca de la cual
no se puede decir gran cosa en este
momento.
Proclo escribe sobre este tema en el
primero de los Six Books of Proclus on
the Theology of Plato: «De hecho,
Sócrates en el (primer) Alcibíades
observa correctamente que el alma,
cuando penetra en sí misma, contempla
todas las demás cosas y a la divinidad
misma, porque, al acercarse a la unión
consigo misma y al centro de toda la
vida y al dejar de lado la multitud y la
variedad de todos los poderes múltiples
que contiene, asciende a la atalaya más
alta de los seres. Y así como en el más
sagrado de los misterios —dicen— los
místicos se encuentran en primer lugar
con los géneros multiformes, que se
arrojan ante los dioses, pero, al entrar
en el templo, impasibles y protegidos
por los ritos místicos, reciben
verdaderamente en su pecho [corazón]
la iluminación divina y, despojados de
sus vestiduras —como lo dirían ellos—,
participan de una naturaleza divina, lo
mismo ocurre —me da la impresión—
con la especulación de la totalidad.
Porque el alma, cuando observa las
cosas que son posteriores a ella,
contempla las sombras y las imágenes
de los seres, pero
Cuando se vuelve
hacia sí misma desarrolla su propia
esencia y las razones que contiene.
Y al
principio, efectivamente, solo se
contempla —digamos— a sí misma,
pero, cuando profundiza más en su
propio conocimiento, descubre que
posee tanto un intelecto como los
órdenes de los seres. Sin embargo,
cuando se interna en sus recovecos
interiores y —digamos— en el adytum
del alma, percibe con su ojo cerrado
[sin la ayuda de la mente inferior] el
género de los dioses y las unidades de
los seres. Porque todas las cosas están
en nuestra psique y a través de esta
somos capaces por naturaleza de
conocerlo todo, despertando los poderes
y las imágenes de las totalidades que
contenemos».
Los antiguos iniciados advertían a
sus discípulos que una imagen no es una
realidad, sino simplemente la
objetivación de una idea subjetiva. Las
imágenes de los dioses no estaban
diseñadas para ser objetos de culto, sino
que solo había que considerarlas
emblemas o recordatorios de poderes y
principios invisibles. Asimismo, el
cuerpo humano no se debe considerar la
persona, sino solo la morada de la
persona, del mismo modo que el templo
era la Casa de Dios.
En un estado de
ordinariez y perversión, el cuerpo
humano es la tumba o la prisión de un
principio divino: en un estado de
evolución y regeneración, es la Casa o
el Santuario de la divinidad, cuyos
poderes creativos le dieron forma. «La
personalidad está colgada de un hilo de
la naturaleza del Ser», declara la obra
secreta. El hombre es, en esencia, un
principio permanente e inmortal y solo
su cuerpo atraviesa el ciclo del
nacimiento y la muerte. Lo inmortal es la
realidad; lo mortal es la irrealidad.
Durante cada período de la vida
terrenal, la realidad vive en la
irrealidad y se libera de ella
temporalmente mediante la muerte y
permanentemente mediante la
iluminación.
Aunque en general se consideraban
politeístas, los paganos no adquirieron
tal reputación por adorar a más de un
dios, sino por personificar los atributos
de aquel dios, con lo cual crearon un
panteón de divinidades posteriores,
cada una de las cuales manifestaba una
parte de lo que el Único Dios
manifestaba como un todo. Por
consiguiente, los diversos panteones de
las religiones antiguas en realidad
representan los atributos catalogados y
personificados de la divinidad y, en tal
sentido, corresponden a las jerarquías
de los cabalistas hebreos.
Por lo tanto,
todos los dioses de la Antigüedad tienen
sus analogías en el cuerpo humano,
como ocurre también con los elementos,
los planetas y las constelaciones, que se
asignaban como vehículos adecuados
para aquellos celestiales. Los cuatro
centros del cuerpo se asignan a los
elementos; los siete órganos vitales, a
los planetas; las doce partes y miembros
principales, al Zodiaco; las partes
invisibles de la naturaleza divina del
hombre, a diversas divinidades
supramundanas, mientras que el Dios
oculto —según decían— se manifiesta a
través de la médula de los huesos.
A muchos les cuesta concebirse
como verdaderos cosmos, darse cuenta
de que su cuerpo físico es una naturaleza
visible y de que, a través de su
estructura, innumerables olas de vida en
evolución desarrollan sus
potencialidades latentes. Sin embargo, a
través del cuerpo físico del hombre no
solo se desarrollan un reino mineral, uno
vegetal y uno animal, sino también
clasificaciones y divisiones
desconocidas de vida espiritual
invisible. Así como las células son
unidades infinitesimales de la estructura
del hombre, el hombre es una unidad
infinitesimal de la estructura del
universo. Una teología basada en el
conocimiento y la apreciación de estas
relaciones es tan profundamente justa
como profundamente verdadera.
EL ÁRBOL DIVINO EN EL
HOMBRE
Law: Figures of Jakob Böhme
De la misma forma que el
diagrama que representa la vista
frontal del hombre ilustra sus
principios divinos en su estado
regenerado, así también la vista
posterior de la misma figura
establece la condición inferior o
“nocturna” del alma. Desde la
Esfera de la Mente Astral
asciende una línea a través de la
Esfera de la Razón hasta la de
los Sentidos. Las Esferas de la
Mente Astral y de los Sentidos
están llenas de estrellas que
representan la condición
nocturna de sus naturalezas.
En
la esfera de la razón se
reconcilian lo superior y lo
reconcilian lo superior y lo
inferior.
La Razón en el hombre
mortal corresponde al
Entendimiento Iluminado en el
hombre espiritual.
Un árbol, con sus raíces en el
corazón, sale del Espejo de la
Deidad a través de la Esfera del
Entendimiento para ramificarse
en la Esfera de los Sentidos.
Las
raíces y el tronco de este árbol
representan la naturaleza divina
del hombre y pueden
denominarse como su
espiritualidad; las ramas del
árbol son las partes separadas
de la constitución divina y
pueden ser comparadas a la
individualidad; y las hojas —
debido a su naturaleza efímera
— corresponden a la
personalidad, que no forma parte
de la permanencia de su fuente
divina.
Como el cuerpo físico del hombre tiene
cinco extremidades definidas e
importantes (dos piernas, dos brazos y
una cabeza que gobierna a las cuatro
primeras), el número cinco ha sido
aceptado como símbolo del hombre.
Con sus cuatro esquinas, la pirámide
simboliza los brazos y las piernas y, con
el vértice, la cabeza, con lo cual indica
que un solo poder racional controla
cuatro esquinas irracionales.
Las manos
y los pies se usan para representar los
cuatro elementos, de los cuales los dos
pies son la tierra y el agua y las dos
manos, el fuego y el aire. Por lo tanto, el
cerebro simboliza el quinto elemento
sagrado, el éter, que controla y une a los
otros cuatro. Si los pies están juntos y
los brazos están abiertos, el hombre
simboliza la cruz, con el intelecto
racional como cabeza o extremidad
superior.
Los dedos de las manos y de los pies
también tienen un significado especial.
Los dedos de los pies representan los
Diez Mandamientos de la ley física y los
de las manos representan los Diez
Mandamientos de la ley espiritual. Los
cuatro dedos de cada mano (sin contar
los pulgares) representan los cuatro
elementos y las tres falanges de cada
dedo representan las divisiones del
elemento, de modo que los dedos de
cada mano están divididos en doce
partes, que son análogas a los signos del
Zodiaco, mientras que las dos falanges y
la base de los dos pulgares representan
la divinidad trina.
La primera falange
corresponde al aspecto creativo; la
segunda, al aspecto preservador, y la
base, al aspecto generador y al
destructivo. Cuando se unen las dos
manos, el resultado son los veinticuatro
Ancianos y los seis días de la creación.
Para el simbolismo, el cuerpo está
dividido verticalmente en dos mitades:
la derecha se considera luz y la
izquierda, oscuridad. Aquellos que no
estaban familiarizados con el verdadero
significado de la luz y la oscuridad
llamaban espiritual a la parte luminosa y
material a la parte izquierda. La luz es el
símbolo de la objetividad y la
oscuridad, el de la subjetividad. La luz
es una manifestación de la vida y, por
consiguiente, es posterior a la vida. Lo
que precede a la luz es la oscuridad, en
la cual la luz existe de forma temporal,
pero la oscuridad existe de forma
permanente. Así como la vida precede a
la luz, su único símbolo es la oscuridad
y la oscuridad se considera el velo que
debe ocultar eternamente la verdadera
naturaleza del Ser abstracto y no
diferenciado.
Antiguamente, los hombres luchaban
con el brazo derecho y defendían sus
centros vitales con el brazo izquierdo,
en el cual llevaban el escudo protector.
Por consiguiente, la mitad derecha del
cuerpo se consideraba ofensiva y la
mitad izquierda, defensiva, y también
por este motivo el lado derecho del
cuerpo se consideraba masculino y el
lado izquierdo, femenino. Varios
expertos opinan que el hecho de que
actualmente predomine el uso de la
mano derecha se debe a la costumbre de
reservar la mano izquierda para fines
defensivos. Además, así como la fuente
del Ser está en la oscuridad primaria
que precedía a la luz, la naturaleza
espiritual del hombre está en la parte
oscura de su ser, porque el corazón está
del lado izquierdo.
Entre las curiosas ideas falsas que
surgen de la mala costumbre de asociar
la oscuridad con el mal hay una según la
cual varias naciones primitivas usaban
la mano derecha para todas las labores
constructivas y la mano izquierda solo
para aquellas tareas consideradas
impuras e indignas de ser vistas por los
dioses.
Por el mismo motivo, a menudo
se hacía referencia a la magia negra
como el camino de la mano izquierda o
siniestro y se decía que el cielo estaba a
la derecha y el infierno a la izquierda.
Además, algunos filósofos decían que se
podía escribir de dos maneras: de
izquierda a derecha se consideraba el
método exotérico y de derecha a
izquierda se consideraba esotérico. La
escritura exotérica era la que se hacía
hacia fuera o lejos del corazón, mientras
que la esotérica era la que —como el
hebreo antiguo— se escribía hacia el
corazón.
Según la doctrina secreta, cada una
de las partes y los miembros del cuerpo
están representados en el cerebro y, a su
vez, todo lo que hay en el cerebro está
representado en el corazón.
Simbólicamente, se suele utilizar la
cabeza humana para representar la
inteligencia y el conocimiento de uno
mismo.
Como el cuerpo humano en su
totalidad es el producto más perfecto
conocido de la evolución terrestre, se
empleaba para representar la Divinidad:
el máximo estado o condición
apreciable. Los artistas, cuando intentan
retratar a la divinidad, a menudo
muestran solo una mano que surge de
una nube impenetrable. La nube
representa la Divinidad Incognoscible,
oculta al hombre por la limitación
humana. La mano representa la actividad
divina, la única parte de Dios que
pueden conocer los sentidos inferiores.
El rostro está compuesto por una
trinidad natural: los ojos representan el
poder espiritual que comprende; las
fosas nasales representan el poder
preservador y vivificador, y la boca y
las orejas representan el poder
demiúrgico material del mundo inferior.
La primera esfera existe eternamente y
es creativa; la segunda esfera pertenece
al misterio del aliento creativo, y la
tercera esfera, a la palabra creativa.
Mediante la Palabra de Dios se creó el
universo material y los siete poderes
creativos, o sonidos vocálicos —que
han comenzado a existir al pronunciarse
la Palabra—, se convirtieron en los
siete Elohim o divinidades, con cuyo
poder y mediación se organizó el mundo
inferior. De vez en cuando, la Divinidad
se simboliza mediante un ojo, una oreja,
una nariz o una boca. El primero
simboliza la conciencia divina; la
segunda, el interés divino; la tercera, la
vitalidad divina y la cuarta, la orden
divina.
Los antiguos no creían que, gracias a
la espiritualidad, los hombres se
volvieran honrados o racionales, sino,
más bien, que la honradez y la
racionalidad los volvían espirituales.
Los Misterios enseñaban que la
iluminación espiritual solo se alcanzaba
elevando la naturaleza inferior hasta un
nivel determinado de eficiencia y
pureza.
Por consiguiente, los Misterios
se establecieron con la finalidad de
desarrollar la naturaleza del hombre
según determinadas reglas fijas que,
cuando se observaban religiosamente,
elevaban la conciencia humana hasta un
punto en el que era capaz de conocer su
propia constitución y la verdadera
finalidad de su existencia. Este
conocimiento de la manera de regenerar
más rápida y completamente la
constitución múltiple del hombre hasta
alcanzar la iluminación espiritual
constituía la doctrina secreta o esotérica
de la Antigüedad. Algunos órganos y
centros aparentemente físicos son en
realidad los velos o las fundas de los
centros espirituales.
Lo que eran y la
manera de desarrollarlos no se revelaba
jamás a los impenitentes, porque los
filósofos sabían que cuando alguien
comprende el funcionamiento de todo un
sistema, puede conseguir un fin
establecido, aunque no esté cualificado
para manipular y controlar las
consecuencias que haya producido. Por
este motivo, se imponían períodos de
prueba prolongados, de modo que el
conocimiento de cómo llegar a ser como
los dioses siguiera siendo posesión
exclusiva de quienes eran dignos de él.
Sin embargo, para que el
conocimiento no desapareciera, se
ocultó en alegorías y mitos que no tenían
ningún sentido para los profanos, aunque
resultaban evidentes para quienes
conocían la teoría de la redención
personal que era la base de la teología
filosófica. Se puede poner como
ejemplo el propio cristianismo.
En
realidad, todo el Nuevo Testamento es
una exposición cuidadosamente oculta
de los procesos secretos de la
regeneración humana. Los personajes
que durante tanto tiempo se han
considerado hombres y mujeres
históricos en realidad son
personificaciones de determinados
procesos que tienen lugar en el cuerpo
humano cuando el hombre empieza la
tarea de liberarse a sí mismo
conscientemente de la esclavitud de la
ignorancia y la muerte.
Las prendas y los adornos que
supuestamente llevaban los dioses
también son claves, porque en los
Misterios la vestimenta se consideraba
sinónimo de la forma. El grado de
espiritualidad o materialidad de los
organismos se representaba por medio
de la calidad, la belleza y el valor de las
prendas que llevaban. El cuerpo físico
del hombre se consideraba la vestidura
que cubría su naturaleza espiritual; en
consecuencia, cuanto más desarrollados
estuvieran sus poderes
supersustanciales, más espléndido sería
su atuendo. Desde luego, al principio la
ropa se llevaba más como adorno que
como protección y muchos pueblos
primitivos conservan esta costumbre.
Los Misterios enseñaban que los únicos
adornos duraderos del hombre eran sus
virtudes y sus características respetables
y que iba vestido con sus propios logros
y adornado con sus conquistas. Por eso,
la toga blanca era símbolo de pureza: la
roja, de sacrificio y amor, y la azul, de
altruismo e integridad. Como se decía
que el cuerpo era la toga del espíritu, las
deformidades mentales o morales se
representaban como deformidades del
cuerpo.
Tomando el cuerpo del hombre como
la regla para medir el universo, los
filósofos afirmaban que todas las cosas
se parecen, por su constitución —si no
por su forma—, al cuerpo humano.
Por
ejemplo, los griegos decían que Delfos
era el ombligo de la tierra, porque para
ellos el planeta físico era como un ser
humano gigante, que era retorcido para
darle la forma de una pelota.
En
contraposición a la creencia del
cristianismo de que la tierra era un
objeto inanimado, para los paganos no
solo la tierra sino también todos los
cuerpos siderales eran criaturas
individuales, dotadas de inteligencia
propia. Incluso llegaban a tratar los
distintos reinos de la naturaleza como
entidades separadas. Por ejemplo, para
ellos el reino animal era un solo ser
compuesto por todas las criaturas que
constituyen dicho reino. Aquella bestia
prototípica era un mosaico que
encarnaba todas las propensiones
animales y dentro de su naturaleza
existía todo el mundo animal, así como
la especie humana existe dentro de la
constitución del Adán prototípico.
Las razas, las naciones, las tribus,
las religiones, los estados, las
comunidades y las ciudades se veían,
asimismo, como entidades, compuesta
cada una de ellas por cantidades
diversas de individuos
Cada comunidad
tiene una individualidad, que es la suma
de las actitudes de cada uno de sus
habitantes. Cada religión es un individuo
cuyo cuerpo está compuesto por una
jerarquía y una gran cantidad de
adoradores individuales. La
organización de cualquier religión
representa su cuerpo físico y cada uno
de sus miembros es una de las células
que componen este organismo. Por
consiguiente, las religiones, las razas y
las comunidades —al igual que los
individuos— atraviesan las «siete
edades» de Shakespeare, porque la vida
del hombre sirve como referencia para
calcular la perpetuidad de todas las
cosas.
Según la doctrina secreta, el hombre,
mediante la mejora paulatina de sus
medios y la sensibilidad cada vez mayor
que produce dicha mejora, va superando
poco a poco las limitaciones de la
materia y se va desprendiendo de su
maraña mortal. Cuando la humanidad
haya acabado su evolución física, la
cáscara vacía de la materialidad que ha
dejado atrás será utilizada por otras
oleadas de vida como peldaños para su
propia liberación.
El desarrollo
evolutivo del hombre tiende siempre
hacia su propia Individualidad. Por
consiguiente, en el punto de máximo
materialismo, el hombre se encuentra
más lejos de sí mismo. Según las
enseñanzas de los Misterios, no toda la
naturaleza espiritual del hombre se
encama en la materia.
El espíritu del
hombre se manifiesta esquemáticamente
como un triángulo equilátero con un
vértice hacia abajo. Este punto inferior,
que es un tercio de la naturaleza
espiritual, pero que, en comparación con
la dignidad de los otros dos, es mucho
menos que un tercio, desciende hacia la
ilusión de la existencia material por un
período breve. Lo que no se envuelve
jamás en la cubierta de la materia es el
anthropos hermético, el Superhombre,
análogo a los cíclopes o al daemon
protector de los griegos, el «ángel» de
Jakob Böhme y la Superalma de
Emerson, «esa unidad, esa Superalma,
que contiene en su interior las
particularidades de cada persona para
unificarla con todo lo demás».
Al nacer, apenas una tercera parte de
la naturaleza divina del hombre se
disocia temporalmente de su propia
inmortalidad y asume el sueño del
nacimiento y la existencia físicos y
anima con su propio entusiasmo
celestial a un medio compuesto por
elementos materiales, que pertenece a la
esfera material y está limitado por ella.
Al morir, aquella parte encarnada
despierta del sueño de la existencia
física y se vuelve a reunir con su
condición eterna. Este descenso
periódico del espíritu a la materia se
denomina «la rueda de la vida y la
muerte» y los filósofos han tratado
extensamente los principios
relacionados con ella en la cuestión de
la metempsicosis. Mediante la
iniciación en los Misterios y un proceso
determinado conocido como teología
operativa, se trasciende esta ley de
nacimiento y muerte y, en el transcurso
de la existencia física, a la parte del
espíritu que está dormida en su forma se
le abren los ojos sin intervención de la
muerte —el Iniciador inevitable— y
entonces se reúne conscientemente con
el anthropos, o la sustancia dominante.
En esto consiste tanto la finalidad
principal como la consumación de los
Misterios: en que el hombre tome
conciencia de su propio origen divino y
vuelva conscientemente a él, sin tener
que pasar por la disolución física.
Manly Plamer Hall
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