Quedó dicho que el fenómeno de la luz física se opera y se realiza únicamente en
los ojos que la ven. Es decir, que la visibilidad no existiría para nosotros sin la facultad de
la visión.
Lo mismo acontece con la luz intelectual: ella sólo existe para las inteligencias que
son capaces de verla. Es la luz interior fuera de la cual nada existe sino las tinieblas
exteriores donde, según la palabra del Cristo, no existen más que “llantos y crujir de
dientes”.
Los enemigos de la verdad se asemejan a los niños miedosos, que derriban y apagan
las luces para gritar y llorar mejor en las tinieblas.
La verdad es tan indispensable del bien que toda mala acción, libremente consentida
y realizada, sin que la conciencia proteste, apaga la luz de nuestra alma y nos lanza hacia
las tinieblas exteriores.
En esto radica la esencia del pecado mortal. El pecador está representado por el
mítico Edipo, (1) quien después de matar a su padre y ultrajar a su madre acabó por cegar
sus propios ojos.
El padre de la inteligencia es el saber y su madre es la creencia.
Había dos árboles en el Edén, el árbol de la Ciencia y el árbol de la Vida.
El saber debe y puede fecundar la Fe; sin él, ella se gasta en abortos monstruosos y
sólo produce fantasmas.
La Fe debe ser la recompensa del saber y el fin de todos sus esfuerzos; sin ella,
dicho saber acaba por dudar de sí mismo y cae en un desaliento profundo que luego se
cambia en desesperación.
Así, de un lado los creyentes que desprecian la ciencia y que desconocen la
Naturaleza, y del otro, los sabios que ultrajan, repelen y quieren aniquilar la Fe, son
igualmente enemigos de la Luz y se precipitan, cada cual más deprisa, en las tinieblas
exteriores en que Proudhon y Veuillot hacen oír su voz más triste que el sollozo y el crujir
de sus dientes.
La verdadera fe no puede estar en contradicción con la verdadera ciencia. Toda
explicación de dogma cuya falsedad demostrase la ciencia debe ser reprobada por la fe.
No estamos en el tiempo en que se decía: “creo porque es absurdo”. Debemos decir
ahora: “Creo, porque sería absurdo no creer”: Credo quia absurdum non credere.
La ciencia y la fe ya no son dos máquinas de guerra prontas a chocar, sino las dos
columnas destinadas a sostener el frontispicio del templo en la paz. Es preciso limpiar el
oro del Santuario, ordinariamente tan deslucido por la inmundicia sacerdotal.
El Cristo dice: “Las palabras del dogma son Espíritu y Vida”, y para El la materia
nada vale. Añade también: “No juzguéis para no ser juzgados, pues el juicio que hagáis os
será aplicado y seréis medidos con la misma medida que uséis”. ¡Qué espléndido elogio de la sabiduría y de la duda!. ¡Y qué proclamación de la libertad de conciencia!. De hecho, una
cosa es evidente para quien presta atención al buen sentido: que si existiese una ley rigurosa
aplicable a todos, y sin cuya observancia fuese imposible la salvación, sería preciso que esa
ley promulgara de manera tal que nadie pudiese discutirla o dudar de ella.
La duda posible
equivaldría a una negación formal y el desconocimiento de dicha ley por parte de un solo
hombre anularía de por sí, la divinidad de dicha ley.
No hay dos maneras de ser hombre de bien. ¿Será la religión menos importante que
la probidad?. Sin duda que no, y es por eso que jamás hubo más que una religión en el
mundo. Las disidencias son apenas aparentes. Pero lo que siempre hubo de irreligioso y
horrible es el fanatismo de los ignorantes, que se dañan mutuamente.
La religión verdadera es la religión universal, y es por esto que solamente la que se
llama católica trae la verdad. Esta religión posee y conserva la ortodoxia del dogma, la
jerarquía de los poderes, la eficacia del culto y la magia verdadera de la ceremonia.
Sustentando esto, a pesar del Papa si fuere necesario, seremos tal vez más católicos que el
Papa y más protestantes que Lutero.
La verdadera religión es, principalmente, la Luz Interna; las formas religiosas se
multiplican a menudo y se esclarecen por el fósforo espectral en las tinieblas exteriores;
pero es preciso respetar la individualidad de las almas que no comprenden el espíritu. La
ciencia no puede y no debe emplear represalias contra la ignorancia.
El fanatismo no sabe por qué la Fe tiene razón y la razón, al mismo tiempo que
reconoce que la religión es necesaria, sabe perfectamente en qué y por qué la superstición
se engaña.
Toda la religión católica y cristiana está basada en el dogma de la gracia, esto es, de
la gratitud. “Recibiréis liberalmente, dad también con libertad”, dice San Pablo.
La religión
es, esencialmente, una institución de beneficencia. La iglesia es una casa de auxilio para los
desheredados de la filosofía. Se puede dispensarla, pero no conviene atacarla.
Los pobres
que se abstienen de acudir a la Asistencia Pública no tienen por eso, el derecho de
difamarla. El hombre que vive honestamente sin religión se priva a sí mismo de un gran
auxilio, aunque pro ello no hace ningún agravio a Dios.
Los dones gratuitos no se
sustituyen por castigos cuando alguien los rehúsa, y Dios no es un usurero que haga pagar a
los hombres intereses de lo que no le adeudan. Los hombres tienen necesidad de la religión,
pero la religión no tiene necesidad de los hombres. Aquellos que no reconocen la ley, dice
San Pablo, serán juzgados fuera de la ley. No habla aquí de la ley natural sino de la ley
religiosa, o para ser más exactos, de las prescripciones sacerdotales.
Fuera de estas verdades, tan dulces y tan puras, sólo hay tinieblas exteriores, donde
lloran aquellos que la religión mal comprendida no podría consolar y donde los sectarios
que toman el odio por el amor hacen rechinar sus dientes.
Santa Teresa tuvo una visión formidable en cierta oportunidad. Le pareció estar en
el infierno encerrada entre dos paredes vivientes que constantemente se acercaban sin llegar
nunca a aplastarla. Esta prisión, hecha de paredes palpables, podría hacernos pensar en
aquella palabra amenazadora de Cristo: “¡Las tinieblas exteriores!. Imaginemos un alma
que por odio a la Luz se vuelve ciega como Edipo; que resiste todas las atracciones de la
vida y que huye de la vida como de la luz.
Lanzada fuera de la atracción de los mundos y
de la claridad de los soles, deambula sola en la inmensidad oscura para toda la eternidad y
únicamente existe para ella misma y para los ciegos voluntarios que se le asemejan.
Inmóvil en la sombra, sufre la tortura eterna de la noche. Le parece que todo está
aniquilado, excepto su propio sufrimiento capaz de llenar el infinito. ¡Oh dolor!. ¡Haber
podido comprende y sin embargo haberse obstinado en el idiotismo de una fe insensata!.
¡Haber podido amar y tener atrofiado el corazón!. ¡Una hora solamente, o al menos un
minuto de las alegrías más imperfectas y de los más fugitivos amores!. ¡Un poco de aire!
¡Un poco de sol!. ¡Siquiera un poco de claridad y un tablado para saltar!. ¡Una gota de vida,
o aun menos que una gota, una lágrima!. Y la eternidad implacable le responde: ¡Qué
hablas tú de lágrimas, si tú misma no puedes llorar!. Las lágrimas son el rocío de la vida y
la destilación de la savia del amor; tú misma te aislaste en el egoísmo y te encerraste en la
Muerte.
¡Ah!. ¡Quisiste ser más santa que Dios!. ¡Escupiste en el rostro de nuestra señora
madre, la casta y la divina Naturaleza!. ¡Has maldecido a la
Ciencia, la Inteligencia y el
Progreso!. ¡Creíste que para vivir eternamente era preciso asemejarse a un cadáver y
disecarse como una momia!.
No eres más que tu propia obra: ¡goza en paz de la eternidad que has escogido! Sin
embargo, aquellas pobres gentes a quienes llamabais pecadores y malditos irán a salvaros.
Aumentaremos la luz, voltearemos tu pared para arrancaros de vuestra inercia. Un enjambre
de amores, o si queréis una legión de ángeles (amores y ángeles han sido creados de la
misma manera), lo rodearán y llevarán con guirnaldas de flores y lucharás con el
Mefistófeles del bello drama filosófico de Goethe. A pesar tuyo, a pesar de tus disciplinas y
tu rostro pálido, revivirás, amarás, sabrás y sobre los restos del último convento verás
también danzar con nosotros la rueda infernal de Fausto!.
¡Felices aquellos que lloraban en el tiempo de Jesús! ¡Felices, ahora, los que saben
reír, porque reír es propio del hombre, como dice el gran profeta Rabelais, (2) el Mesías del
Renacimiento. La risa es la indulgencia, la risa es la filosofía. El cielo se calma cuando ríe,
y el Gran Arcano de la omnipotencia divina no es más que una sonrisa eterna.
Eliphas LÉVI
NOTAS DEL TRADUCTOR
(1) Edipo. Mitología: Rey de Tebas.
Hijo de Layo, rey de Tebas y de Yocasta.
El Oráculo de Apolo predijo a Layo que moriría a manos de su hijo. Apenas nacido Edipo,
su padre, para que no se cumpliera la predicción, le hizo llevar al monte Citerón y ordenó
que fuera suspendido de los pies a la rama de un árbol. Lo encontraron unos pastores, y por
la hinchazón que había producido en sus pies la ligadura lo llamaron Edipo (pies
hinchados). Más tarde fue el “vencedor de la Esfinge” lo cual no es más que una alegoría
iniciática.
(2) Rabelais, Francisco. Sacerdote católico, filósofo, médico y escritor francés,
autor de las célebres obras “Gargantúa” y “Pantagruel”. Durante su permanencia en el
convento franciscano de Fontenayle-Comte, donde hizo su noviciado y recibió las órdenes
sacerdotales, despertaron en él dos grandes sentimientos que arraigaron profundamente: el
amor a las letras y el odio a los frailes. Tuvo que huir del convento por haberse vuelto
sospechoso al Capítulo de la Orden.
En 1511 fue nombrado cura párroco de Meudon. Dice de él Colletet: “Desempeñó este curato con toda la sinceridad, buena fe y caridad que se
pueden esperar de un hombre que quiere cumplir con su deber. No se ve queja ni contra sus
costumbres ni contra su conducta pastoral”. Rabelais, institutor y moralista de primera línea
para quien lo lee con ánimo sereno, usa mucho de la sátira fina e ingeniosa como la de
Cervantes. Los mediocres consideran sus obras sin valor. El destino de Rabelais fue vivir
siempre perseguido por los religiosos y los teólogos y haber sido siempre aplaudido por los
prelados y los príncipes, pues a estos últimos debió su completa rehabilitación y la
publicación de sus numerosas obras.
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