miércoles, 26 de junio de 2019

LAS ENSEÑANZAS SECRETAS DE TODOS LOS TIEMPOS - LA TEORÍA PITAGÓRICA DE LA MÚSICA Y EL COLOR




La armonía es un estado que los grandes filósofos reconocen como requisito esencial e inmediato de la belleza. Algo compuesto solo se denomina «bello» cuando sus partes forman una combinación armoniosa. El mundo se llama «bello» y a su Creador se lo llama «bueno», porque lo bueno forzosamente debe actuar de conformidad con su propia naturaleza y actuar bien según su propia naturaleza es la armonía, porque lo bueno que se consigue armoniza con lo bueno que se es. Por consiguiente, la belleza es armonía que manifiesta su propia naturaleza intrínseca en el mundo de la forma. El universo está compuesto por grados sucesivos del bien, que ascienden desde lo material (el grado más bajo del bien) hasta lo espiritual (el grado más alto del bien). 

En el hombre, su naturaleza superior es el summum bonum. Por consiguiente, se deduce que su naturaleza superior conoce enseguida el bien, porque el bien exterior a él en el mundo está en proporción armónica con el bien presente en su alma. Lo que el hombre denomina «mal» no es, por lo tanto —al igual que la materia—, más que el grado mínimo de su propio opuesto. El grado mínimo del bien presupone, asimismo, el grado mínimo de armonía y belleza; por eso, la deformidad (el mal) en realidad es la combinación menos armoniosa de elementos naturalmente armónicos como unidades individuales. La deformidad es antinatural, porque, al ser el Bien la suma de todo, es natural que todas las cosas sean partícipes del Bien y estén dispuestas en combinaciones que sean armoniosas. La armonía es la manifestación de la voluntad del Bien eterno. 

La Filosofía de la música 

Es sumamente probable que los iniciados griegos obtuvieran su conocimiento de los aspectos filosóficos y terapéuticos de la música de los egipcios, quienes, a su vez, consideraban fundador de esta arte a Hermes. Según una leyenda, este dios fabricó la primera lira tensando cuerdas por encima de la concavidad del caparazón de una tortuga. Tanto Isis como Osiris eran patronos de la música y la poesía. Al describir lo antiguas que eran estas artes entre los egipcios, Platón declaró que las canciones y la poesía existían en Egipto como mínimo desde hacía diez mil años y que eran tan exaltadas e inspiradas que solo podían haber sido compuestas por los dioses o por hombres que fueran como los dioses. 

En los Misterios, la lira se consideraba el símbolo secreto de la constitución humana: el cuerpo del instrumento representa la forma física, las cuerdas son los nervios y el músico es el espíritu. Tocando los nervios, el espíritu creaba las armonías del funcionamiento normal, que, sin embargo, se convertían en acordes disonantes, si la naturaleza del hombre se corrompía. Aunque los chinos, los hindúes, los persas, los egipcios, los israelitas y los griegos primitivos empleaban tanto música vocal como instrumental en sus ceremonias religiosas y también como complemento de la poesía y el teatro, fue Pitágoras quien elevó el arte a su auténtica dignidad, mediante la demostración de su base matemática. Si bien se dice que él no era músico, en general se atribuye a Pitágoras el descubrimiento de la escala diatónica. Después de aprender la teoría divina de la música de los sacerdotes de los diversos Misterios en los que había sido aceptado, Pitágoras reflexionó durante varios años sobre las leyes que regían la consonancia y la disonancia. No se sabe cómo resolvió realmente el problema, pero se ha inventado la explicación siguiente.




LOS INTERVALOS Y LAS ARMONÍAS DE LAS ESFERAS 
Thomas Stanley: The History of Philosophy 

Según la concepción pitagórica de la música de las esferas, el intervalo entre la tierra y la esfera de las estrellas fijas se consideraba un diapasón: el intervalo armónico más perfecto. 
La disposición siguiente es la más aceptada para los intervalos musicales de los planetas comprendidos entre la tierra y la esfera de las estrellas fijas: de la esfera de la tierra a la de la luna, un tono; de la esfera de la luna a la de Mercurio, un semitono; de Mercurio a venus, un semitono; de Venus al Sol, un tono y medio; del Sol a Marte, un tono;  un tono; de Marte a Júpiter, un semitono; de Júpiter a Saturno, un semitono; de Saturno a las estrellas fijas, un semitono. 
La suma de estos intervalos equivale a los seis tonos completos de la octava.



Un día, mientras meditaba sobre el problema de la armonía, Pitágoras pasó por casualidad delante del taller de un metalista, en cuyo interior los obreros golpeaban un trozo de metal sobre un yunque. Observando las variaciones de tono entre los sonidos producidos por los martillos grandes y los producidos por implementos más pequeños y calculando meticulosamente las armonías y las discordancias resultantes de las combinaciones de aquellos sonidos, dio con la primera clave de los intervalos musicales de la escala diatónica. Entró en el taller y, tras observar cuidadosamente las herramientas y tomar nota mentalmente de su peso, regresó a su casa y construyó un brazo de madera que sobresalía de la pared de su habitación: a intervalos regulares, le sujetó cuatro cuerdas, todas de la misma composición, tamaño y peso. Ató a la primera un peso de doce libras {cinco kilos y medio}; a la segunda, uno de nueve libras {cuatro kilos}; a la tercera, uno de ocho libras {tres kilos y medio}, y a la cuarta, uno de seis libras {algo más de dos kilos y medio}. 

Los distintos pesos correspondían al tamaño de los martillos de los metalistas. A continuación, Pitágoras descubrió que cuando sonaban juntas la primera y la cuarta cuerda, producían el intervalo armónico de una octava, porque duplicar el peso producía el mismo efecto que dividir la cuerda por la mitad. Como la tensión de la primera cuerda era el doble que la de la cuarta, se decía que la proporción entre ellas era de 2 a 1, o sea, el doble. Mediante una experimentación similar, determinó que la primera y la tercera cuerdas producían la armonía del diapente o intervalo de quinta. Como la tensión de la primera cuerda era una vez y media la de la tercera, se decía que la proporción entre ellas era de 3 a 2, o sesquiáltero. Asimismo, como la segunda y la cuarta cuerdas tenían la misma proporción que la primera y la tercera, daban una armonía de diapente. 

Pitágoras continuó su investigación y descubrió que la primera y la segunda cuerda producían la armonía de diatesarón, o intervalo de cuarta, y, como la tensión de la primera cuerda era un tercio más grande que la de la segunda, se decía que su proporción era de 4 a 3, o un sesquitercio. Como la tercera y la cuarta cuerdas guardaban la misma proporción que la primera y la segunda, producían otra armonía de diatesarón. Según Jámblico, la segunda y la tercera cuerdas guardaban una proporción de 8 a 9. La clave de las proporciones armoniosas está oculta en la famosa tetractys pitagórica, o pirámide de puntos. La tetractys está compuesta por los cuatro primeros números —1, 2, 3 y 4—, que, en sus proporciones, revelan los intervalos de octava, el diapente y el diatesarón. Aunque la ley de los intervalos armónicos, tal como se acaba de exponer, es cierta, posteriormente se ha demostrado que unos martillos que golpeen el metal de la manera descrita no producen los diversos tonos que se les atribuyen. Por consiguiente, es muy probable que Pitágoras elaborara su teoría de la armonía a partir del monocordio, un instrumento con una sola cuerda tendida entre dos clavijas y provisto de trastes móviles. 

Para Pitágoras, la música era uno de los dominios de la ciencia divina de la matemática y sus armonías eran controladas de forma inflexible por proporciones matemáticas. Según los pitagóricos, la matemática demostraba el método exacto que empleaba el Bien para establecer y mantener su universo. Por consiguiente, el número precede a la armonía, porque la ley inmutable es lo que gobierna todas las proporciones amónicas. Tras descubrir estas proporciones armónicas, Pitágoras fue iniciando poco a poco a sus discípulos en aquello que constituía el arcano supremo de sus Misterios. Dividió las innumerables partes de la creación en una cantidad enorme de planos o esferas y asignó a cada uno de ellos un tono, un intervalo armónico, un número, un nombre, un color y una forma. A continuación, procedió a comprobar la precisión de sus deducciones haciendo demostraciones en los diferentes planos de la inteligencia y la sustancia, pasando de la premisa lógica más abstracta al sólido geométrico más concreto. Partiendo del común acuerdo de estos métodos diversos de demostración, estableció la existencia incuestionable de determinadas leyes naturales. Una vez establecida la música como ciencia exacta, Pitágoras aplicó su ley recién hallada de los intervalos armónicos a todos los fenómenos de la naturaleza y llegó incluso a demostrar la relación amónica de los planetas, las constelaciones y los elementos entre sí. 

Un ejemplo notable de corroboración moderna de las antiguas enseñanzas filosóficas es la de la progresión de los elementos según proporciones amónicas. Mientras confeccionaba una lista de los elementos en orden creciente de sus pesos atómicos, John A. Newlands descubrió que el octavo elemento a partir de cualquier otro tenía unas propiedades muy similares al primero. Este descubrimiento se conoce, en la química moderna, como la ley de las octavas. Porque afirmaban que la armonía no se debe determinar según las percepciones de los sentidos, sino mediante la razón y la matemática, los pitagóricos se llamaban a sí mismos canónicos, para diferenciarse de los músicos de la Escuela Armónica, que sostenían que el gusto y el instinto eran los auténticos principios normativos de la armonía. Sin embargo, Pitágoras reconoció la profunda impresión que producía la música en los sentidos y las emociones y no dudó en influir en la mente y el cuerpo mediante lo que él denominaba «medicina musical». Pitágoras mostraba una preferencia tan marcada por los instrumentos de cuerda que llegó incluso a advertir a sus discípulos que no permitieran que les profanara los oídos el sonido de flautas o platillos. 

Declaró también que el alma se podía purificar de sus influencias irracionales mediante cantos solemnes entonados con el acompañamiento de una lira. En su investigación sobre el valor terapéutico de la armonía, Pitágoras descubrió que los siete modos o claves del sistema musical griego tenían la capacidad de instigar o aplacar las diversas emociones. Cuentan que una noche, mientras observaba las estrellas, encontró a un joven aturdido por el alcohol y enloquecido por los celos que estaba amontonando haces de leña alrededor de la puerta de su amada con la intención de quemar la casa. Acentuaba el frenesí del joven un flautista que, a corta distancia, interpretaba una melodía según el enardecedor modo frigio. Pitágoras indujo al músico a pasar al modo espondaico, lento y rítmico, con lo cual el joven obnubilado recuperó de inmediato la compostura, recogió los manojos de leña y regresó tranquilamente a su casa. Cuentan también que Empédocles, discípulo de Pitágoras, al cambiar rápidamente el modo de una composición musical que estaba interpretando, salvó la vida de su anfitrión, Anquito, cuando este se vio amenazado de muerte por la espada de una persona a cuyo padre había condenado a ser ejecutado públicamente. 

También se sabe que Esculapio, el médico griego, curaba la ciática y otras enfermedades nerviosas haciendo sonar con fuerza una trompeta en presencia del paciente. Pitágoras curaba numerosas dolencias del espíritu, el alma y el cuerpo haciendo tocar en presencia del enfermo ciertas composiciones musicales preparadas especialmente o recitando en persona breves selecciones de algunos de los primeros poetas, como Hesíodo y Homero. En su universidad de Crotona, era habitual que los pitagóricos comenzaran y acabaran la jornada con canciones: las de la mañana estaban calculadas para aclarar la mente después del sueño e inspirarla para las actividades del día que comenzaba y las de la noche eran tranquilizadoras, relajantes y propicias para el descanso. En el equinoccio vernal, Pitágoras hacía que sus discípulos se reunieran en un círculo en torno a uno de ellos que dirigía el canto y los acompañaba con una lira. 

Jámblico describe la música terapéutica de Pitágoras con estas palabras: «Y hay determinadas melodías, concebidas como remedios contra las pasiones del alma y también contra el abatimiento y la lamentación, que Pitágoras inventó como cosas que proporcionan la máxima ayuda para estos males Además, utilizaba otras melodías contra la cólera y el enojo y contra todas las anomalías del alma. También existe otro tipo de modulación, que se inventó como remedio contra los deseos».[71] Es probable que, para los pitagóricos, los siete modos griegos y los planetas estuvieran relacionados. Por ejemplo, Plinio declara que Saturno se mueve según el modo dórico y Júpiter, según el frigio. Parece también que los temperamentos se adaptan a los distintos modos y que lo mismo ocurre con las pasiones. Por consiguiente, el enfado, que es una pasión fogosa, se puede acentuar mediante un modo fogoso o se puede neutralizar mediante un modo acuoso. 

Emil Naumann resume con estas palabras el efecto trascendental que ejercía la música en la cultura griega: «Platón despreciaba la noción de que la única intención de la música fuese crear emociones alegres y agradables y mantenía, más bien, que debía inculcar amor a todo lo noble y desprecio a todo lo mezquino y que nada podía Muir más poderosamente en los sentimientos más íntimos del hombre que la melodía y el ritmo. De esto estaba firmemente convencido y coincidía con Damón de Atenas, el maestro de música de Sócrates, en que introducir una escala nueva y supuestamente debilitante pondría en peligro el futuro de toda una nación y en que era imposible alterar una tonalidad sin sacudir hasta los cimientos mismos del Estado. 

Platón afirmaba que la música que ennoblecía la mente era mucho más elevada que la que se limitaba a apelar a los sentidos e insistía con firmeza en que la Asamblea Legislativa tenía la obligación primordial de reprimir cualquier música que tuviera un carácter afeminado y lascivo y de fomentar solo la que fuera pura y digna, y también en que las melodías atrevidas y enardecedoras eran para los hombres y las suaves y tranquilizadoras para las mujeres, con lo cual resulta evidente que la música desempeñaba un papel importante en la educación de la juventud griega. También había que poner muchísimo cuidado en la elección de la música instrumental, porque la falta de palabras hacía dudoso su significado y costaba prever si tendría en las personas una influencia benévola o funesta. Había que tratar el gusto popular, al que siempre hacían gracia los efectos sensuales y rimbombantes, con el desprecio que se merecía». Incluso hoy, la música militar que se utiliza en tiempos de guerra tiene un efecto certero y la música religiosa, aunque ya no se componga de acuerdo con la teoría antigua, sigue ejerciendo una influencia profunda en las emociones de los laicos.

La música de las esferas


La más sublime y, sin embargo, la menos conocida de todas las especulaciones pitagóricas era la de la armonía sideral. Decían que Pitágoras era el único hombre que oía la música de las esferas. 
Parece que los caldeos fueron el primer pueblo que concibió que los cuerpos celestes se unían en un canto cósmico mientras se desplazaban majestuosamente por el cielo. Job describe una época en la que «las estrellas matutinas cantaban juntas» y, en El mercader de Venecia, el autor de las obras de Shakespeare escribe lo siguiente: «Ni el astro más pequeño que veas en el cielo deja de imitar al moverse el canto de los ángeles». Sin embargo, es tan poco lo que se conserva del sistema pitagórico de música celestial que solo se puede conocer una aproximación a su teoría. Pitágoras concebía el universo como un monocordio inmenso, con su única cuerda conectada por el extremo superior con el espíritu puro y por el inferior con la materia pura; en otras palabras, una cuerda extendida entre el cielo y la tierra. Contando hacia dentro a partir de la circunferencia de los cielos, Pitágoras, según algunos expertos, dividía el universo en nueve partes y, según otros, en doce partes. A continuación, damos una explicación de este último sistema. 

La primera división era la empírea, o la esfera de las estrellas fijas, el lugar donde moraban los inmortales. De la segunda a la duodécima eran (por este orden) las esferas de Saturno, Júpiter, Marte, el sol, Venus, Mercurio y la luna y el fuego, el aire, el agua y la tierra. Esta distribución de los siete planetas —en la astronomía antigua, el sol y la luna se consideraban planetas— es idéntica al simbolismo del candelabro de los judíos: el sol en el centro como brazo principal, con tres planetas a cada lado. Los nombres que Pitágoras puso a las distintas notas de la escala diatónica derivaban —según Macrobio— del cálculo de la velocidad y la magnitud de los cuerpos planetarios. 
Se creía que, a su paso apresurado e interminable por el espacio, cada una de aquellas esferas gigantescas producía un tono determinado, provocado por su desplazamiento constante de la difusión etérea. 

Como aquellos tonos eran una manifestación del orden y el movimiento divinos se deducía, necesariamente, que participaban de la armonía de su propia fuente. «Era común entre los griegos afirmar que los planetas, al girar en torno a la tierra, producían ciertos sonidos, que diferían en función de su respectiva “magnitud, celeridad y distancia local”. Por ejemplo, decían que Saturno, el planeta más lejano, producía la nota más grave, mientras que la Luna, el más próximo, daba la más aguda. “Estos sonidos de los siete planetas y la esfera de las estrellas fijas, junto con la que está por encima de nosotros [Antichton], son las nueve Musas y su sinfonía conjunta se llama Mnemósine”».[73] Esta cita contiene una referencia oscura a la división del universo en nueve partes que se mencionaba anteriormente. 

Los iniciados griegos también reconocían una relación fundamental entre cada uno de los cielos o esferas de los siete planetas y las siete vocales sagradas. El primer cielo emitía el sonido de la vocal sagrada Α (Alpha); el segundo cielo, la vocal sagrada Ε (Epsilon); el tercero, Η (Eta); el cuarto, Ι (Iota); el quinto, Ο (Omicron); el sexto, Υ (Ipsilon); y el séptimo cielo, la vocal sagrada Ω (Omega). Cuando estos siete cielos cantan juntos, producen una armonía perfecta que se eleva en una alabanza eterna hasta el trono del creador.
Aunque nunca se manifieste así, es probable que haya que plantearse que los cielos planetarios ascienden en el orden pitagórico, comenzando por la esfera de la luna, que sería el primer cielo.





EL MONOCORDIO TERRENAL CON SUS PROPORCIONES E INTERVALOS
Robert Fludd: De Musica Mundana

En este diagrama se expone un resumen de la teoría de Fludd sobre la música universal. 
El intervalo entre el elemento Tierra y el más alto cielo se considera una doble octava, mostrando de esta forma los dos extremos de la existencia que estarán en una armonía disdiapason. 

Es muy importante señalar que el más alto cielo, el sol y la Tierra tienen la misma sol y la Tierra tienen la misma tonalidad, pero su altura es diferente. El sol es la octava más baja del alto cielo. 
La octava más baja (Fa Mayor a Sol Mayor) la comprende aquella parte del universo en donde la substancia predomina sobre la energía. Por lo tanto, sus armonías son más notorias que aquellas de la octava más alta (Sol Mayor a sol menor), donde la energía predomina sobre la substancia. 
“Si se queda en la parte más espiritual”, escribe Fludd, «el monocordio dará vida eterna; si se queda en la parte más material, dará vida transitoria». Se señalará que ciertos elementos, planetas y esferas celestiales sostienen una proporción armónica entre sí. Fludd propone esto como una clave hacia las simpatías y antipatías que existen entre los antipatías que existen entre los diversos departamentos de la Naturaleza. 

Muchos instrumentos primitivos tenían siete cuerdas y en general se reconoce que fue Pitágoras quien añadió la octava cuerda a la lira de Terpandro. Las siete cuerdas siempre se relacionaban tanto con sus correspondencias en el cuerpo humano como con los planetas. También se pensaba que los nombres de Dios se formaban a partir de combinaciones de las siete armonías planetarias. Los egipcios restringían sus cantos sagrados a los siete sonidos primarios y los demás estaban prohibidos en sus templos. Uno de sus himnos contenía la siguiente invocación: «Los siete tonos que suenan Te alaban, Gran Dios y Padre incansable de todo el universo». 

En otro, la divinidad se describe a sí misma con estas palabras: «Soy la gran lira indestructible del mundo entero, en sintonía con las canciones de los cielos».[75] Los pitagóricos creían que todo lo que existía tenía voz y que todas las criaturas estaban alabando constantemente al Creador. El hombre no puede oír estas melodías divinas, porque su alma está enredada en la ilusión de la existencia material, pero cuando se libere de la esclavitud del mundo inferior, con sus limitaciones sensoriales, la música de las esferas volverá a ser audible como lo era en la época dorada. La armonía reconoce la armonía y cuando el alma humana recupere su verdadero estado, no solo escuchará el coro celestial, sino que se sumará a él en un cántico perdurable de alabanza al Bien eterno que controla la infinidad de partes y condiciones del Ser.



TEORÍA DE LA MÚSICA ELEMENTAL Robert Fludd: De Musica Mundana 

En este diagrama, nuevamente se emplean dos pirámides compenetradas; una de ellas representa el fuego, y la otra, la tierra. Según la ley de la armonía elemental, se demuestra que el fuego no entra en la composición de la tierra; y que la tierra no entra en la composición del fuego. Las figuras en el diagrama desglosan las relaciones armonices existentes entre los cuatro elementos principales, según lo dispusieron tanto Fludd como los pitagóricos. La tierra consiste de cuatro partes de su propia naturaleza; el agua consiste de tres partes de tierra y una parte de fuego. 

La esfera de la igualdad es un punto hipotético en el cual hay un equilibrio de dos partes de tierra y dos de fuego. El aire se compone de tres partes de fuego y una de tierra; el fuego, de cuatro partes de su propia naturaleza. Así que la tierra y el agua tienen en igual proporción el porcentaje de 4 a 3, o la armonía del diatesarón, y el agua y la esfera de la igualdad el porcentaje de 3 a 2, o la armonía de la diapente. El fuego y el aire también tienen en igual proporción el porcentaje de 4 a 3 (armonía de diatesarón), y el aire y la esfera de la igualdad el porcentaje de 3 a 2 (armonía de diapente). 
Como la suma de una diatesarón y una diapente equivale a una diapasón, u octava, es evidente que tanto la esfera del fuego como la de la tierra están en armonía de diapasón con la esfera de la igualdad, y también que el fuego y la tierra están en armonía de y la tierra están en armonía de disdiapason entre si. 

Los Misterios griegos incluían en sus doctrinas un concepto magnífico de la relación existente entre música y forma. Por ejemplo, se consideraba que los elementos arquitectónicos eran comparables con modos y notas musicales o que tenían un equivalente musical. Por consiguiente, cuando se levantaba un edificio en el cual se combinaban una cantidad de estos elementos, se lo comparaba con un acorde musical, que solo era armonioso cuando cumplía todos los requisitos matemáticos de los intervalos armónicos. Consciente de esta analogía entre el sonido y la forma, Goethe decía que «la arquitectura es música cristalizada». En la construcción de sus templos de iniciación, los sacerdotes primitivos con frecuencia demostraron su conocimiento superior de los principios básicos de los fenómenos conocidos como vibración. Una parte considerable de los rituales mistéricos consistía en invocaciones y salmodias, para lo cual se construían cámaras acústicas especiales: una palabra que se susurrase en una de aquellas salas se intensificaba tanto que las reverberaciones hacían oscilar todo el edificio y lo llenaban con un rugido ensordecedor. 

Hasta la madera y la piedra utilizadas en la construcción de aquellos edificios sagrados acababan por impregnarse tanto de las vibraciones sonoras de las ceremonias religiosas que, cuando las golpeaban, reproducían los tonos que los rituales habían impreso repetidas veces en su sustancia. Cada elemento de la naturaleza tiene su propia tónica. Si estos elementos se combinan en una estructura compuesta, el resultado es un acorde que, al sonar, descompone el conjunto en las partes que lo componen. Asimismo, cada individuo tiene una tónica que, si suena, lo destruye. La alegoría de la destrucción de las murallas de Jericó cuando sonaron las trompetas de Israel pretendía —sin duda— plantear la importancia arcana de cada tónica o vibración.


La Filosofía del color 


«La luz —escribe Edwin D. Babbit— revela la magnificencia del mundo exterior y, sin embargo, es lo más magnífico. Aporta belleza, revela belleza y es, en sí misma, lo más bello. Analiza, revela la verdad y pone al descubierto la simulación, porque muestra las cosas como son. Sus corrientes infinitas miden el universo y fluyen hacia nuestros telescopios desde estrellas situadas a trillones de kilómetros de distancia. Por otra parte, desciende hasta objetos increíblemente pequeños y revela en el microscopio objetos cincuenta millones de veces más pequeños que los que se pueden ver a simple vista. Como todas las demás fuerzas y sus movimientos son maravillosamente delicados, aunque penetrantes y poderosos. Sin su influencia vivificante, la vida vegetal, animal y humana debe desaparecer de la tierra de inmediato y todo se arruina. Nos vendrá bien, pues, tener en cuenta este principio potencial y hermoso de la luz y los colores que la componen, porque cuanto más penetremos en sus leyes internas, más se presentará como un depósito maravilloso de poder para vitalizar, curar, mejorar y deleitar a la humanidad».

Como la luz es la manifestación física básica de la vida y baña con su resplandor toda la creación, es sumamente importante comprender, al menos en parte, la naturaleza sutil de esta sustancia divina.
Lo que se llama luz en realidad es una velocidad de vibración que provoca reacciones determinadas en el nervio óptico. Pocos se dan cuenta de que están emparedados por las limitaciones de las percepciones sensoriales. La luz no solo es mucho más de lo que nadie haya visto nunca, sino que también hay formas desconocidas de luz que ningún equipo óptico registrará jamás. Existen innumerables colores que no se pueden ver, así como hay sonidos que no se pueden oír, olores que no se pueden oler, sabores que no se pueden degustar y sustancias que no se pueden sentir. El hombre está rodeado por un universo supersensible del cual no sabe nada, porque sus centros de percepción sensorial no se han desarrollado lo suficiente para reaccionar a las velocidades de vibración más sutiles que constituyen dicho universo. Tanto entre los pueblos civilizados como entre los salvajes se acepta el color como un lenguaje natural para expresar doctrinas religiosas y filosóficas.

La antigua ciudad de Ecbatana, como la describe Heródoto, con sus siete murallas pintadas según los siete planetas, revelaba el conocimiento que poseían los magos persas sobre este tema.
El famoso zigurat o torre astronómica del dios Nabo en Borsippa ascendía en siete grandes escalones o fases, cada uno de los cuales estaba pintado del color fundamental de uno de los cuerpos planetarios. Por ende, resulta evidente que los babilonios estaban familiarizados con el concepto del espectro en su relación con los siete dioses o poderes creativos. En India, uno de los emperadores mogoles hizo construir una fuente con siete niveles. El agua que caía a los lados por unos canales distribuidos especialmente cambiaba de color al descender e iba pasando sucesivamente por cada uno de los colores del espectro. En el Tíbet, los artistas locales utilizan el color para expresar distintos estados de ánimo.

L. Austine Waddell, al escribir acerca del arte budista septentrional, destaca que, en la mitología tibetana, «la tez blanca y la amarilla suelen ser típicas de los temperamentos afables, mientras que la roja, la azul y la negra corresponden a formas furibundas, aunque a veces el azul claro, que indica el cielo, simplemente significa celestial. Por lo general, a los dioses se los representa blancos; a los trasgos, rojos, y a los diablos, negros, como a sus parientes europeos».
En Menón, Platón, hablando a través de Sócrates, describe el color como «una emanación de la forma, acorde con la visión y perceptible». En el Teeteto se explaya más sobre el tema, con estas palabras: «Si aplicamos el principio que acabamos de afirmar de que nada existe por sí mismo, veremos que cada color —el blanco, el negro y cualquier otro— se produce cuando el ojo encuentra el movimiento adecuado y que lo que llamamos la sustancia de cada color no es el elemento activo ni el pasivo, sino algo que pasa entre ellos y es peculiar de cada perceptor.
¿Está seguro de que todos los animales —por ejemplo, un perro— ven los distintos colores igual que usted?».

En la tetractys pitagórica —el símbolo supremo de las fuerzas y los procesos universales— se exponen las teorías de los griegos con respecto al color y la música. Los tres primeros puntos representan la Luz Blanca triple, que es la Divinidad que contiene la posibilidad de todos los sonidos y los colores. Los otros siete puntos son los colores del espectro y las notas de la escala musical. Los colores y los tonos son los poderes creativos activos que surgen de la primera causa y establecen el universo. Los siete se dividen en dos grupos —uno contiene tres poderes y el otro, cuatro—, una relación que también aparece en la tetractys. El grupo superior —el de tres— se conviene en la naturaleza espiritual del universo creado y el grupo inferior —el de cuatro — se manifiesta como la esfera irracional o el mundo inferior. En los Misterios, los siete Logi, o Señores Creativos aparecen como corrientes de fuerza que salen de la boca del Uno Eterno, lo cual significa que el espectro se extrae de la luz blanca de la Divinidad Suprema.

Los judíos llamaban Elohim a los siete Creadores o Inventores de las esferas inferiores. Para los egipcios eran los Constructores (algunas veces, los Gobernadores) y los representaban con grandes cuchillos en la mano, con los que esculpieron el universo a partir de su sustancia primordial. La adoración de los planetas se basa en su aceptación de las personificaciones cósmicas de los siete atributos creativos de Dios. Se decía que los Señores de los planetas vivían dentro del cuerpo del sol, porque la verdadera naturaleza del sol, análoga a la luz blanca, contiene las semillas de todas las potencias de tono y color que manifiesta. Hay numerosas disposiciones arbitrarias que expresan las relaciones mutuas entre los planetas, los colores y las notas musicales. El sistema más satisfactorio es el que se basa en la ley de las octavas. El sentido del oído tiene un alcance mucho más amplio que el de la vista, porque, mientras que el oído puede registrar entre nueve y once octavas de sonido, el ojo se limita a conocer apenas siete colores fundamentales, un tono menos que la octava. El rojo, cuando se sitúa como el color más bajo en la escala cromática, corresponde al do, la primera nota de la escala musical. Si continuamos la analogía, el anaranjado corresponde al re, el amarillo al mi, el verde al fa, el azul al sol, el índigo al la y el violeta al si.

El octavo color necesario para completar la escala debería ser la octava superior del rojo, el primer color. La precisión de esta disposición se demuestra mediante dos hechos sorprendentes: 1) las tres notas fundamentales de la escala musical —la primera, la tercera y la quinta— corresponden a los tres colores primarios: el rojo, el amarillo y el azul; 2) la séptima nota de la escala musical, la menos perfecta, corresponde al morado, el color menos perfecto de la escala cromática. En Los principios de la luz y el color, Edwin D. Babbit confirma la correspondencia entre la escala cromática y la musical: «Así como el do está en la parte inferior de la escala musical y se hace con las ondas de aire más bastas, el rojo está en la parte inferior de la escala cromática y se hace con las ondas más bastas del éter luminoso.

Mientras que la nota musical si [la séptima nota de la escala] requiere cada vez cuarenta y cinco vibraciones de aire, la nota do, en el extremo inferior de la escala, requiere veinticuatro, es decir, poco más de la mitad, y el violeta extremo requiere alrededor de ochocientos billones de vibraciones de éter por segundo, mientras que el rojo extremo requiere tan solo alrededor de cuatrocientos cincuenta billones, que también es poco más de la mitad. Cuando una octava musical acaba, otra comienza y continúa con apenas el doble de vibraciones que las que se usaban en la primera octava y así se repiten las mismas notas en una escala mejor. Asimismo, cuando la escala de los colores visibles al ojo común acaba con el violeta, otra octava con colores invisibles mejores, con casi el doble de vibraciones, comienza y avanza precisamente en base a la misma ley».

Cuando los colores se relacionan con los doce signos del Zodiaco, se distribuyen como los rayos de una rueda. A Aries le corresponde el rojo puro; a Tauro, el rojo anaranjado; a Géminis, el anaranjado puro; a Cáncer, el amarillo anaranjado; a Leo, el amarillo puro; a Virgo, el verde amarillento; a Libra, el verde puro; a Escorpio, el azul verdoso; a Sagitario, el azul puro: a Capricornio, el violeta azulado; a Acuario, el violeta puro, y a Piscis, el rojo violáceo. En su presentación del sistema oriental de filosofía esotérica, H. P. Blavatsky relaciona los colores con la constitución septenaria del hombre y los siete estados de la materia de la siguiente forma:


Para mantener las analogías adecuadas de tono y color, en esta distribución de los colores del espectro y las notas musicales de la octava es necesario agrupar los planetas de otra forma. De este modo, do se convierte en Marte; re en el sol; mi en Mercurio: fa en Saturno; sol en Júpiter; la en Venus, y si en la luna.

Manly Palmer Hall

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