La armonía es un estado que los grandes filósofos reconocen como requisito esencial e inmediato de la belleza. Algo compuesto solo se denomina «bello» cuando sus partes forman una combinación armoniosa. El mundo se llama «bello» y a su Creador se lo llama «bueno», porque lo bueno forzosamente debe actuar de conformidad con su propia naturaleza y actuar bien según su propia naturaleza es la armonía, porque lo bueno que se consigue armoniza con lo bueno que se es. Por consiguiente, la belleza es armonía que manifiesta su propia naturaleza intrínseca en el mundo de la forma. El universo está compuesto por grados sucesivos del bien, que ascienden desde lo material (el grado más bajo del bien) hasta lo espiritual (el grado más alto del bien).
En el hombre,
su naturaleza superior es el summum
bonum. Por consiguiente, se deduce que
su naturaleza superior conoce enseguida
el bien, porque el bien exterior a él en el
mundo está en proporción armónica con
el bien presente en su alma. Lo que el
hombre denomina «mal» no es, por lo
tanto —al igual que la materia—, más
que el grado mínimo de su propio
opuesto. El grado mínimo del bien
presupone, asimismo, el grado mínimo
de armonía y belleza; por eso, la
deformidad (el mal) en realidad es la
combinación menos armoniosa de
elementos naturalmente armónicos como
unidades individuales. La deformidad es
antinatural, porque, al ser el Bien la
suma de todo, es natural que todas las
cosas sean partícipes del Bien y estén
dispuestas en combinaciones que sean
armoniosas. La armonía es la
manifestación de la voluntad del Bien
eterno.
La Filosofía de la música
Es sumamente probable que los
iniciados griegos obtuvieran su
conocimiento de los aspectos filosóficos
y terapéuticos de la música de los
egipcios, quienes, a su vez,
consideraban fundador de esta arte a
Hermes. Según una leyenda, este dios
fabricó la primera lira tensando cuerdas
por encima de la concavidad del
caparazón de una tortuga. Tanto Isis
como Osiris eran patronos de la música
y la poesía. Al describir lo antiguas que
eran estas artes entre los egipcios,
Platón declaró que las canciones y la
poesía existían en Egipto como mínimo
desde hacía diez mil años y que eran tan
exaltadas e inspiradas que solo podían
haber sido compuestas por los dioses o
por hombres que fueran como los
dioses.
En los Misterios, la lira se
consideraba el símbolo secreto de la
constitución humana: el cuerpo del
instrumento representa la forma física,
las cuerdas son los nervios y el músico
es el espíritu. Tocando los nervios, el
espíritu creaba las armonías del
funcionamiento normal, que, sin
embargo, se convertían en acordes
disonantes, si la naturaleza del hombre
se corrompía.
Aunque los chinos, los hindúes, los
persas, los egipcios, los israelitas y los
griegos primitivos empleaban tanto
música vocal como instrumental en sus
ceremonias religiosas y también como
complemento de la poesía y el teatro,
fue Pitágoras quien elevó el arte a su
auténtica dignidad, mediante la
demostración de su base matemática. Si
bien se dice que él no era músico, en
general se atribuye a Pitágoras el
descubrimiento de la escala diatónica.
Después de aprender la teoría divina de
la música de los sacerdotes de los
diversos Misterios en los que había sido
aceptado, Pitágoras reflexionó durante
varios años sobre las leyes que regían la
consonancia y la disonancia. No se sabe
cómo resolvió realmente el problema,
pero se ha inventado la explicación
siguiente.
LOS INTERVALOS Y LAS
ARMONÍAS DE LAS
ESFERAS
Thomas Stanley: The History
of Philosophy
Según la concepción pitagórica
de la música de las esferas, el
intervalo entre la tierra y la
esfera de las estrellas fijas se
consideraba un diapasón: el
intervalo armónico más perfecto.
La disposición siguiente es la
más aceptada para los intervalos
musicales de los planetas
comprendidos entre la tierra y la
esfera de las estrellas fijas: de la
esfera de la tierra a la de la luna,
un tono; de la esfera de la luna a
la de Mercurio, un semitono; de
Mercurio a venus, un semitono;
de Venus al Sol, un tono y
medio; del Sol a Marte, un tono; un tono;
de Marte a Júpiter, un semitono;
de Júpiter a Saturno, un
semitono; de Saturno a las
estrellas fijas, un semitono.
La
suma de estos intervalos
equivale a los seis tonos
completos de la octava.
Un día, mientras meditaba sobre el
problema de la armonía, Pitágoras pasó
por casualidad delante del taller de un
metalista, en cuyo interior los obreros
golpeaban un trozo de metal sobre un
yunque. Observando las variaciones de
tono entre los sonidos producidos por
los martillos grandes y los producidos
por implementos más pequeños y
calculando meticulosamente las
armonías y las discordancias resultantes
de las combinaciones de aquellos
sonidos, dio con la primera clave de los
intervalos musicales de la escala
diatónica. Entró en el taller y, tras
observar cuidadosamente las
herramientas y tomar nota mentalmente
de su peso, regresó a su casa y construyó
un brazo de madera que sobresalía de la
pared de su habitación: a intervalos
regulares, le sujetó cuatro cuerdas, todas
de la misma composición, tamaño y
peso. Ató a la primera un peso de doce
libras {cinco kilos y medio}; a la
segunda, uno de nueve libras {cuatro
kilos}; a la tercera, uno de ocho libras
{tres kilos y medio}, y a la cuarta, uno
de seis libras {algo más de dos kilos y
medio}.
Los distintos pesos
correspondían al tamaño de los
martillos de los metalistas.
A continuación, Pitágoras descubrió
que cuando sonaban juntas la primera y
la cuarta cuerda, producían el intervalo
armónico de una octava, porque duplicar
el peso producía el mismo efecto que
dividir la cuerda por la mitad. Como la
tensión de la primera cuerda era el
doble que la de la cuarta, se decía que la
proporción entre ellas era de 2 a 1, o
sea, el doble. Mediante una
experimentación similar, determinó que
la primera y la tercera cuerdas
producían la armonía del diapente o
intervalo de quinta. Como la tensión de
la primera cuerda era una vez y media la
de la tercera, se decía que la proporción
entre ellas era de 3 a 2, o sesquiáltero.
Asimismo, como la segunda y la cuarta
cuerdas tenían la misma proporción que
la primera y la tercera, daban una
armonía de diapente.
Pitágoras continuó
su investigación y descubrió que la
primera y la segunda cuerda producían
la armonía de diatesarón, o intervalo de
cuarta, y, como la tensión de la primera
cuerda era un tercio más grande que la
de la segunda, se decía que su
proporción era de 4 a 3, o un
sesquitercio. Como la tercera y la cuarta
cuerdas guardaban la misma proporción
que la primera y la segunda, producían
otra armonía de diatesarón. Según
Jámblico, la segunda y la tercera
cuerdas guardaban una proporción de 8
a 9.
La clave de las proporciones
armoniosas está oculta en la famosa
tetractys pitagórica, o pirámide de
puntos. La tetractys está compuesta por
los cuatro primeros números —1, 2, 3 y
4—, que, en sus proporciones, revelan
los intervalos de octava, el diapente y el
diatesarón. Aunque la ley de los
intervalos armónicos, tal como se acaba
de exponer, es cierta, posteriormente se
ha demostrado que unos martillos que
golpeen el metal de la manera descrita
no producen los diversos tonos que se
les atribuyen. Por consiguiente, es muy
probable que Pitágoras elaborara su
teoría de la armonía a partir del
monocordio, un instrumento con una sola
cuerda tendida entre dos clavijas y
provisto de trastes móviles.
Para Pitágoras, la música era uno de
los dominios de la ciencia divina de la
matemática y sus armonías eran
controladas de forma inflexible por
proporciones matemáticas. Según los
pitagóricos, la matemática demostraba
el método exacto que empleaba el Bien
para establecer y mantener su universo.
Por consiguiente, el número precede a la
armonía, porque la ley inmutable es lo
que gobierna todas las proporciones
amónicas. Tras descubrir estas
proporciones armónicas, Pitágoras fue
iniciando poco a poco a sus discípulos
en aquello que constituía el arcano
supremo de sus Misterios. Dividió las
innumerables partes de la creación en
una cantidad enorme de planos o esferas
y asignó a cada uno de ellos un tono, un
intervalo armónico, un número, un
nombre, un color y una forma. A
continuación, procedió a comprobar la
precisión de sus deducciones haciendo
demostraciones en los diferentes planos
de la inteligencia y la sustancia, pasando
de la premisa lógica más abstracta al
sólido geométrico más concreto.
Partiendo del común acuerdo de estos
métodos diversos de demostración,
estableció la existencia incuestionable
de determinadas leyes naturales.
Una vez establecida la música como
ciencia exacta, Pitágoras aplicó su ley
recién hallada de los intervalos
armónicos a todos los fenómenos de la
naturaleza y llegó incluso a demostrar la
relación amónica de los planetas, las
constelaciones y los elementos entre sí.
Un ejemplo notable de corroboración
moderna de las antiguas enseñanzas
filosóficas es la de la progresión de los
elementos según proporciones amónicas.
Mientras confeccionaba una lista de los
elementos en orden creciente de sus
pesos atómicos, John A. Newlands
descubrió que el octavo elemento a
partir de cualquier otro tenía unas
propiedades muy similares al primero.
Este descubrimiento se conoce, en la
química moderna, como la ley de las
octavas.
Porque afirmaban que la armonía no
se debe determinar según las
percepciones de los sentidos, sino
mediante la razón y la matemática, los
pitagóricos se llamaban a sí mismos
canónicos, para diferenciarse de los
músicos de la Escuela Armónica, que
sostenían que el gusto y el instinto eran
los auténticos principios normativos de
la armonía. Sin embargo, Pitágoras
reconoció la profunda impresión que
producía la música en los sentidos y las
emociones y no dudó en influir en la
mente y el cuerpo mediante lo que él
denominaba «medicina musical».
Pitágoras mostraba una preferencia
tan marcada por los instrumentos de
cuerda que llegó incluso a advertir a sus
discípulos que no permitieran que les
profanara los oídos el sonido de flautas
o platillos.
Declaró también que el alma
se podía purificar de sus influencias
irracionales mediante cantos solemnes
entonados con el acompañamiento de
una lira. En su investigación sobre el
valor terapéutico de la armonía,
Pitágoras descubrió que los siete modos
o claves del sistema musical griego
tenían la capacidad de instigar o aplacar
las diversas emociones. Cuentan que una
noche, mientras observaba las estrellas,
encontró a un joven aturdido por el
alcohol y enloquecido por los celos que
estaba amontonando haces de leña
alrededor de la puerta de su amada con
la intención de quemar la casa.
Acentuaba el frenesí del joven un
flautista que, a corta distancia,
interpretaba una melodía según el
enardecedor modo frigio. Pitágoras
indujo al músico a pasar al modo
espondaico, lento y rítmico, con lo cual
el joven obnubilado recuperó de
inmediato la compostura, recogió los
manojos de leña y regresó
tranquilamente a su casa.
Cuentan también que Empédocles,
discípulo de Pitágoras, al cambiar
rápidamente el modo de una
composición musical que estaba
interpretando, salvó la vida de su
anfitrión, Anquito, cuando este se vio
amenazado de muerte por la espada de
una persona a cuyo padre había
condenado a ser ejecutado
públicamente.
También se sabe que
Esculapio, el médico griego, curaba la
ciática y otras enfermedades nerviosas
haciendo sonar con fuerza una trompeta
en presencia del paciente.
Pitágoras curaba numerosas
dolencias del espíritu, el alma y el
cuerpo haciendo tocar en presencia del
enfermo ciertas composiciones
musicales preparadas especialmente o
recitando en persona breves selecciones
de algunos de los primeros poetas, como
Hesíodo y Homero. En su universidad
de Crotona, era habitual que los
pitagóricos comenzaran y acabaran la
jornada con canciones: las de la mañana
estaban calculadas para aclarar la mente
después del sueño e inspirarla para las
actividades del día que comenzaba y las
de la noche eran tranquilizadoras,
relajantes y propicias para el descanso.
En el equinoccio vernal, Pitágoras hacía
que sus discípulos se reunieran en un
círculo en torno a uno de ellos que
dirigía el canto y los acompañaba con
una lira.
Jámblico describe la música
terapéutica de Pitágoras con estas
palabras: «Y hay determinadas
melodías, concebidas como remedios
contra las pasiones del alma y también
contra el abatimiento y la lamentación,
que Pitágoras inventó como cosas que
proporcionan la máxima ayuda para
estos males Además, utilizaba otras
melodías contra la cólera y el enojo y
contra todas las anomalías del alma.
También existe otro tipo de modulación,
que se inventó como remedio contra los
deseos».[71]
Es probable que, para los
pitagóricos, los siete modos griegos y
los planetas estuvieran relacionados.
Por ejemplo, Plinio declara que Saturno
se mueve según el modo dórico y
Júpiter, según el frigio. Parece también
que los temperamentos se adaptan a los
distintos modos y que lo mismo ocurre
con las pasiones. Por consiguiente, el
enfado, que es una pasión fogosa, se
puede acentuar mediante un modo
fogoso o se puede neutralizar mediante
un modo acuoso.
Emil Naumann resume con estas
palabras el efecto trascendental que
ejercía la música en la cultura griega:
«Platón despreciaba la noción de que la
única intención de la música fuese crear
emociones alegres y agradables y
mantenía, más bien, que debía inculcar
amor a todo lo noble y desprecio a todo
lo mezquino y que nada podía Muir más
poderosamente en los sentimientos más
íntimos del hombre que la melodía y el
ritmo. De esto estaba firmemente
convencido y coincidía con Damón de
Atenas, el maestro de música de
Sócrates, en que introducir una escala
nueva y supuestamente debilitante
pondría en peligro el futuro de toda una
nación y en que era imposible alterar
una tonalidad sin sacudir hasta los
cimientos mismos del Estado.
Platón
afirmaba que la música que ennoblecía
la mente era mucho más elevada que la
que se limitaba a apelar a los sentidos e
insistía con firmeza en que la Asamblea
Legislativa tenía la obligación
primordial de reprimir cualquier música
que tuviera un carácter afeminado y
lascivo y de fomentar solo la que fuera
pura y digna, y también en que las
melodías atrevidas y enardecedoras eran
para los hombres y las suaves y
tranquilizadoras para las mujeres, con lo
cual resulta evidente que la música
desempeñaba un papel importante en la
educación de la juventud griega.
También había que poner muchísimo
cuidado en la elección de la música
instrumental, porque la falta de palabras
hacía dudoso su significado y costaba
prever si tendría en las personas una
influencia benévola o funesta. Había que
tratar el gusto popular, al que siempre
hacían gracia los efectos sensuales y
rimbombantes, con el desprecio que se
merecía». Incluso hoy, la música militar que se
utiliza en tiempos de guerra tiene un
efecto certero y la música religiosa,
aunque ya no se componga de acuerdo
con la teoría antigua, sigue ejerciendo
una influencia profunda en las
emociones de los laicos.
La música de las esferas
La más sublime y, sin embargo, la menos
conocida de todas las especulaciones
pitagóricas era la de la armonía sideral.
Decían que Pitágoras era el único
hombre que oía la música de las
esferas.
Parece que los caldeos fueron
el primer pueblo que concibió que los
cuerpos celestes se unían en un canto
cósmico mientras se desplazaban
majestuosamente por el cielo. Job
describe una época en la que «las
estrellas matutinas cantaban juntas» y, en
El mercader de Venecia, el autor de las
obras de Shakespeare escribe lo
siguiente: «Ni el astro más pequeño que
veas en el cielo deja de imitar al
moverse el canto de los ángeles». Sin
embargo, es tan poco lo que se conserva
del sistema pitagórico de música
celestial que solo se puede conocer una
aproximación a su teoría.
Pitágoras concebía el universo como
un monocordio inmenso, con su única
cuerda conectada por el extremo
superior con el espíritu puro y por el
inferior con la materia pura; en otras
palabras, una cuerda extendida entre el
cielo y la tierra. Contando hacia dentro a
partir de la circunferencia de los cielos,
Pitágoras, según algunos expertos,
dividía el universo en nueve partes y,
según otros, en doce partes. A
continuación, damos una explicación de
este último sistema.
La primera división
era la empírea, o la esfera de las
estrellas fijas, el lugar donde moraban
los inmortales. De la segunda a la
duodécima eran (por este orden) las
esferas de Saturno, Júpiter, Marte, el
sol, Venus, Mercurio y la luna y el fuego,
el aire, el agua y la tierra. Esta
distribución de los siete planetas —en la
astronomía antigua, el sol y la luna se
consideraban planetas— es idéntica al
simbolismo del candelabro de los
judíos: el sol en el centro como brazo
principal, con tres planetas a cada lado.
Los nombres que Pitágoras puso a
las distintas notas de la escala diatónica
derivaban —según Macrobio— del
cálculo de la velocidad y la magnitud de
los cuerpos planetarios.
Se creía que, a
su paso apresurado e interminable por el
espacio, cada una de aquellas esferas
gigantescas producía un tono
determinado, provocado por su
desplazamiento constante de la difusión
etérea.
Como aquellos tonos eran una
manifestación del orden y el movimiento
divinos se deducía, necesariamente, que
participaban de la armonía de su propia
fuente. «Era común entre los griegos
afirmar que los planetas, al girar en
torno a la tierra, producían ciertos
sonidos, que diferían en función de su
respectiva “magnitud, celeridad y
distancia local”. Por ejemplo, decían
que Saturno, el planeta más lejano,
producía la nota más grave, mientras que
la Luna, el más próximo, daba la más
aguda. “Estos sonidos de los siete
planetas y la esfera de las estrellas fijas,
junto con la que está por encima de
nosotros [Antichton], son las nueve
Musas y su sinfonía conjunta se llama
Mnemósine”».[73] Esta cita contiene una
referencia oscura a la división del
universo en nueve partes que se
mencionaba anteriormente.
Los iniciados griegos también
reconocían una relación fundamental
entre cada uno de los cielos o esferas de
los siete planetas y las siete vocales
sagradas. El primer cielo emitía el
sonido de la vocal sagrada Α (Alpha); el
segundo cielo, la vocal sagrada Ε
(Epsilon); el tercero, Η (Eta); el cuarto,
Ι (Iota); el quinto, Ο (Omicron); el sexto,
Υ (Ipsilon); y el séptimo cielo, la vocal
sagrada Ω (Omega). Cuando estos siete
cielos cantan juntos, producen una
armonía perfecta que se eleva en una
alabanza eterna hasta el trono del
creador.
Aunque nunca se manifieste así, es probable que haya que plantearse que los cielos planetarios ascienden en el orden pitagórico, comenzando por la esfera de la luna, que sería el primer cielo.
EL MONOCORDIO
TERRENAL CON SUS
PROPORCIONES E
INTERVALOSAunque nunca se manifieste así, es probable que haya que plantearse que los cielos planetarios ascienden en el orden pitagórico, comenzando por la esfera de la luna, que sería el primer cielo.
Robert Fludd: De Musica Mundana
En este diagrama se expone un
resumen de la teoría de Fludd
sobre la música universal.
El
intervalo entre el elemento
Tierra y el más alto cielo se
considera una doble octava,
mostrando de esta forma los dos
extremos de la existencia que
estarán en una armonía
disdiapason.
Es muy importante señalar que el más alto cielo, el sol y la Tierra tienen la misma sol y la Tierra tienen la misma tonalidad, pero su altura es diferente. El sol es la octava más baja del alto cielo.
La
octava más baja (Fa Mayor a
Sol Mayor) la comprende
aquella parte del universo en
donde la substancia predomina
sobre la energía. Por lo tanto,
sus armonías son más notorias
que aquellas de la octava más
alta (Sol Mayor a sol menor),
donde la energía predomina
sobre la substancia.
“Si se queda
en la parte más espiritual”,
escribe Fludd, «el monocordio
dará vida eterna; si se queda en
la parte más material, dará vida
transitoria». Se señalará que
ciertos elementos, planetas y
esferas celestiales sostienen una
proporción armónica entre sí.
Fludd propone esto como una
clave hacia las simpatías y
antipatías que existen entre los
antipatías que existen entre los
diversos departamentos de la
Naturaleza.
Muchos instrumentos primitivos tenían
siete cuerdas y en general se reconoce
que fue Pitágoras quien añadió la octava
cuerda a la lira de Terpandro. Las siete
cuerdas siempre se relacionaban tanto
con sus correspondencias en el cuerpo
humano como con los planetas. También
se pensaba que los nombres de Dios se
formaban a partir de combinaciones de
las siete armonías planetarias. Los
egipcios restringían sus cantos sagrados
a los siete sonidos primarios y los
demás estaban prohibidos en sus
templos. Uno de sus himnos contenía la
siguiente invocación: «Los siete tonos
que suenan Te alaban, Gran Dios y
Padre incansable de todo el universo».
En otro, la divinidad se describe a sí
misma con estas palabras: «Soy la gran
lira indestructible del mundo entero, en
sintonía con las canciones de los
cielos».[75]
Los pitagóricos creían que todo lo
que existía tenía voz y que todas las
criaturas estaban alabando
constantemente al Creador. El hombre
no puede oír estas melodías divinas,
porque su alma está enredada en la
ilusión de la existencia material, pero
cuando se libere de la esclavitud del
mundo inferior, con sus limitaciones
sensoriales, la música de las esferas
volverá a ser audible como lo era en la
época dorada. La armonía reconoce la
armonía y cuando el alma humana
recupere su verdadero estado, no solo
escuchará el coro celestial, sino que se
sumará a él en un cántico perdurable de
alabanza al Bien eterno que controla la
infinidad de partes y condiciones del
Ser.
TEORÍA DE LA MÚSICA
ELEMENTAL
Robert Fludd: De Musica Mundana
En este diagrama, nuevamente
se emplean dos pirámides
compenetradas; una de ellas
representa el fuego, y la otra, la
tierra. Según la ley de la armonía
elemental, se demuestra que el
fuego no entra en la composición
de la tierra; y que la tierra no
entra en la composición del
fuego. Las figuras en el
diagrama desglosan las
relaciones armonices existentes
entre los cuatro elementos
principales, según lo dispusieron
tanto Fludd como los pitagóricos.
La tierra consiste de cuatro
partes de su propia naturaleza; el
agua consiste de tres partes de
tierra y una parte de fuego.
La
esfera de la igualdad es un punto
hipotético en el cual hay un
equilibrio de dos partes de tierra y dos de fuego. El aire se
compone de tres partes de fuego
y una de tierra; el fuego, de
cuatro partes de su propia
naturaleza. Así que la tierra y el
agua tienen en igual proporción
el porcentaje de 4 a 3, o la
armonía del diatesarón, y el agua
y la esfera de la igualdad el
porcentaje de 3 a 2, o la armonía
de la diapente. El fuego y el aire
también tienen en igual
proporción el porcentaje de 4 a 3
(armonía de diatesarón), y el aire
y la esfera de la igualdad el
porcentaje de 3 a 2 (armonía de
diapente).
Como la suma de una
diatesarón y una diapente
equivale a una diapasón, u
octava, es evidente que tanto la
esfera del fuego como la de la
tierra están en armonía de
diapasón con la esfera de la
igualdad, y también que el fuego
y la tierra están en armonía de
y la tierra están en armonía de
disdiapason entre si.
Los Misterios griegos incluían en sus
doctrinas un concepto magnífico de la
relación existente entre música y forma.
Por ejemplo, se consideraba que los
elementos arquitectónicos eran
comparables con modos y notas
musicales o que tenían un equivalente
musical. Por consiguiente, cuando se
levantaba un edificio en el cual se
combinaban una cantidad de estos
elementos, se lo comparaba con un
acorde musical, que solo era armonioso
cuando cumplía todos los requisitos
matemáticos de los intervalos
armónicos. Consciente de esta analogía
entre el sonido y la forma, Goethe decía
que «la arquitectura es música
cristalizada».
En la construcción de sus templos de
iniciación, los sacerdotes primitivos con
frecuencia demostraron su conocimiento
superior de los principios básicos de los
fenómenos conocidos como vibración.
Una parte considerable de los rituales
mistéricos consistía en invocaciones y
salmodias, para lo cual se construían
cámaras acústicas especiales: una
palabra que se susurrase en una de
aquellas salas se intensificaba tanto que
las reverberaciones hacían oscilar todo
el edificio y lo llenaban con un rugido
ensordecedor.
Hasta la madera y la
piedra utilizadas en la construcción de
aquellos edificios sagrados acababan
por impregnarse tanto de las vibraciones
sonoras de las ceremonias religiosas
que, cuando las golpeaban, reproducían
los tonos que los rituales habían impreso
repetidas veces en su sustancia.
Cada elemento de la naturaleza tiene
su propia tónica. Si estos elementos se
combinan en una estructura compuesta,
el resultado es un acorde que, al sonar,
descompone el conjunto en las partes
que lo componen. Asimismo, cada
individuo tiene una tónica que, si suena,
lo destruye. La alegoría de la
destrucción de las murallas de Jericó
cuando sonaron las trompetas de Israel
pretendía —sin duda— plantear la
importancia arcana de cada tónica o
vibración.
La Filosofía del color
«La luz —escribe Edwin D. Babbit—
revela la magnificencia del mundo
exterior y, sin embargo, es lo más
magnífico. Aporta belleza, revela
belleza y es, en sí misma, lo más bello.
Analiza, revela la verdad y pone al
descubierto la simulación, porque
muestra las cosas como son. Sus
corrientes infinitas miden el universo y
fluyen hacia nuestros telescopios desde
estrellas situadas a trillones de
kilómetros de distancia. Por otra parte,
desciende hasta objetos increíblemente
pequeños y revela en el microscopio
objetos cincuenta millones de veces más
pequeños que los que se pueden ver a
simple vista. Como todas las demás
fuerzas y sus movimientos son
maravillosamente delicados, aunque
penetrantes y poderosos. Sin su
influencia vivificante, la vida vegetal,
animal y humana debe desaparecer de la
tierra de inmediato y todo se arruina.
Nos vendrá bien, pues, tener en cuenta
este principio potencial y hermoso de la
luz y los colores que la componen,
porque cuanto más penetremos en sus
leyes internas, más se presentará como
un depósito maravilloso de poder para
vitalizar, curar, mejorar y deleitar a la
humanidad».
Como la luz es la manifestación
física básica de la vida y baña con su
resplandor toda la creación, es
sumamente importante comprender, al
menos en parte, la naturaleza sutil de
esta sustancia divina.
Lo que se llama
luz en realidad es una velocidad de
vibración que provoca reacciones
determinadas en el nervio óptico. Pocos
se dan cuenta de que están emparedados
por las limitaciones de las percepciones
sensoriales. La luz no solo es mucho
más de lo que nadie haya visto nunca,
sino que también hay formas
desconocidas de luz que ningún equipo
óptico registrará jamás. Existen
innumerables colores que no se pueden
ver, así como hay sonidos que no se
pueden oír, olores que no se pueden
oler, sabores que no se pueden degustar
y sustancias que no se pueden sentir. El
hombre está rodeado por un universo
supersensible del cual no sabe nada,
porque sus centros de percepción
sensorial no se han desarrollado lo
suficiente para reaccionar a las
velocidades de vibración más sutiles
que constituyen dicho universo.
Tanto entre los pueblos civilizados
como entre los salvajes se acepta el
color como un lenguaje natural para
expresar doctrinas religiosas y
filosóficas.
La antigua ciudad de
Ecbatana, como la describe Heródoto,
con sus siete murallas pintadas según los
siete planetas, revelaba el conocimiento
que poseían los magos persas sobre este
tema.
El famoso zigurat o torre
astronómica del dios Nabo en Borsippa
ascendía en siete grandes escalones o
fases, cada uno de los cuales estaba
pintado del color fundamental de uno de
los cuerpos planetarios. Por ende,
resulta evidente que los babilonios
estaban familiarizados con el concepto
del espectro en su relación con los siete
dioses o poderes creativos. En India,
uno de los emperadores mogoles hizo
construir una fuente con siete niveles. El
agua que caía a los lados por unos
canales distribuidos especialmente
cambiaba de color al descender e iba
pasando sucesivamente por cada uno de
los colores del espectro. En el Tíbet, los
artistas locales utilizan el color para
expresar distintos estados de ánimo.
L.
Austine Waddell, al escribir acerca del
arte budista septentrional, destaca que,
en la mitología tibetana, «la tez blanca y
la amarilla suelen ser típicas de los
temperamentos afables, mientras que la
roja, la azul y la negra corresponden a
formas furibundas, aunque a veces el
azul claro, que indica el cielo,
simplemente significa celestial. Por lo
general, a los dioses se los representa
blancos; a los trasgos, rojos, y a los
diablos, negros, como a sus parientes
europeos».
En Menón, Platón, hablando a través
de Sócrates, describe el color como
«una emanación de la forma, acorde con
la visión y perceptible». En el Teeteto
se explaya más sobre el tema, con estas
palabras: «Si aplicamos el principio que
acabamos de afirmar de que nada existe
por sí mismo, veremos que cada color
—el blanco, el negro y cualquier otro—
se produce cuando el ojo encuentra el
movimiento adecuado y que lo que
llamamos la sustancia de cada color no
es el elemento activo ni el pasivo, sino
algo que pasa entre ellos y es peculiar
de cada perceptor.
¿Está seguro de que
todos los animales —por ejemplo, un
perro— ven los distintos colores igual
que usted?».
En la tetractys pitagórica
—el símbolo supremo de las fuerzas y
los procesos universales— se exponen
las teorías de los griegos con respecto al
color y la música. Los tres primeros
puntos representan la Luz Blanca triple,
que es la Divinidad que contiene la
posibilidad de todos los sonidos y los
colores. Los otros siete puntos son los
colores del espectro y las notas de la
escala musical. Los colores y los tonos
son los poderes creativos activos que
surgen de la primera causa y establecen
el universo. Los siete se dividen en dos
grupos —uno contiene tres poderes y el
otro, cuatro—, una relación que también
aparece en la tetractys. El grupo
superior —el de tres— se conviene en
la naturaleza espiritual del universo
creado y el grupo inferior —el de cuatro
— se manifiesta como la esfera
irracional o el mundo inferior.
En los Misterios, los siete Logi, o
Señores Creativos aparecen como
corrientes de fuerza que salen de la boca
del Uno Eterno, lo cual significa que el
espectro se extrae de la luz blanca de la
Divinidad Suprema.
Los judíos
llamaban Elohim a los siete Creadores o
Inventores de las esferas inferiores. Para
los egipcios eran los Constructores
(algunas veces, los Gobernadores) y los
representaban con grandes cuchillos en
la mano, con los que esculpieron el
universo a partir de su sustancia
primordial. La adoración de los planetas
se basa en su aceptación de las
personificaciones cósmicas de los siete
atributos creativos de Dios. Se decía
que los Señores de los planetas vivían
dentro del cuerpo del sol, porque la
verdadera naturaleza del sol, análoga a
la luz blanca, contiene las semillas de
todas las potencias de tono y color que
manifiesta.
Hay numerosas disposiciones
arbitrarias que expresan las relaciones
mutuas entre los planetas, los colores y
las notas musicales. El sistema más
satisfactorio es el que se basa en la ley
de las octavas. El sentido del oído tiene
un alcance mucho más amplio que el de
la vista, porque, mientras que el oído
puede registrar entre nueve y once
octavas de sonido, el ojo se limita a
conocer apenas siete colores
fundamentales, un tono menos que la
octava. El rojo, cuando se sitúa como el
color más bajo en la escala cromática,
corresponde al do, la primera nota de la
escala musical. Si continuamos la
analogía, el anaranjado corresponde al
re, el amarillo al mi, el verde al fa, el
azul al sol, el índigo al la y el violeta al
si.
El octavo color necesario para
completar la escala debería ser la
octava superior del rojo, el primer
color. La precisión de esta disposición
se demuestra mediante dos hechos
sorprendentes: 1) las tres notas
fundamentales de la escala musical —la
primera, la tercera y la quinta—
corresponden a los tres colores
primarios: el rojo, el amarillo y el azul;
2) la séptima nota de la escala musical,
la menos perfecta, corresponde al
morado, el color menos perfecto de la
escala cromática.
En Los principios de la luz y el
color, Edwin D. Babbit confirma la
correspondencia entre la escala
cromática y la musical: «Así como el do
está en la parte inferior de la escala
musical y se hace con las ondas de aire
más bastas, el rojo está en la parte
inferior de la escala cromática y se hace
con las ondas más bastas del éter
luminoso.
Mientras que la nota musical
si [la séptima nota de la escala] requiere
cada vez cuarenta y cinco vibraciones
de aire, la nota do, en el extremo
inferior de la escala, requiere
veinticuatro, es decir, poco más de la
mitad, y el violeta extremo requiere
alrededor de ochocientos billones de
vibraciones de éter por segundo,
mientras que el rojo extremo requiere
tan solo alrededor de cuatrocientos
cincuenta billones, que también es poco
más de la mitad. Cuando una octava
musical acaba, otra comienza y continúa
con apenas el doble de vibraciones que
las que se usaban en la primera octava y
así se repiten las mismas notas en una
escala mejor. Asimismo, cuando la
escala de los colores visibles al ojo
común acaba con el violeta, otra octava
con colores invisibles mejores, con casi
el doble de vibraciones, comienza y
avanza precisamente en base a la misma
ley».
Cuando los colores se relacionan
con los doce signos del Zodiaco, se
distribuyen como los rayos de una rueda.
A Aries le corresponde el rojo puro; a
Tauro, el rojo anaranjado; a Géminis, el
anaranjado puro; a Cáncer, el amarillo
anaranjado; a Leo, el amarillo puro; a
Virgo, el verde amarillento; a Libra, el
verde puro; a Escorpio, el azul verdoso;
a Sagitario, el azul puro: a Capricornio,
el violeta azulado; a Acuario, el violeta
puro, y a Piscis, el rojo violáceo.
En su presentación del sistema
oriental de filosofía esotérica, H. P.
Blavatsky relaciona los colores con la
constitución septenaria del hombre y los
siete estados de la materia de la
siguiente forma:
Para mantener las analogías adecuadas de tono y color, en esta distribución de los colores del espectro y las notas musicales de la octava es necesario agrupar los planetas de otra forma. De este modo, do se convierte en Marte; re en el sol; mi en Mercurio: fa en Saturno; sol en Júpiter; la en Venus, y si en la luna.
Manly Palmer Hall
No hay comentarios:
Publicar un comentario