Según enseñaban los primeros filósofos, cada uno de los cuatro elementos primarios tiene su análogo en la cuádruple constitución terrestre del hombre. Las piedras y la tierra corresponden a los huesos y la carne; el agua, a los distintos fluidos; el aire, a los gases, y el fuego, al calor del cuerpo. Como los huesos son el marco que sostiene la estructura corporal, se pueden considerar un emblema adecuado del espíritu: el fundamento divino que sostiene el tejido complejo formado por la mente, el alma y el cuerpo. Para el iniciado, el esqueleto de la muerte que sujeta la guadaña con sus dedos huesudos representa a Saturno (Cronos), el padre de los dioses, que lleva la hoz con la que mutiló a Ouranos, su propio padre. En la lengua de los Misterios, los espíritus de los hombres son los huesos de Saturno reducidos a polvo. Este dios siempre se adoraba con el símbolo de la base o el pie, puesto que se lo consideraba la infraestructura que sostenía la creación.
El mito de Saturno
tiene su sustento histórico en los
registros fragmentarios conservados por
los antiguos griegos y fenicios con
respecto a un rey de este nombre que
gobernaba el antiguo continente de
Hiperbórea. Como Polaris, Hiperbórea
y la Atlántida están enterradas debajo de
los continentes y los océanos del mundo
moderno, a menudo se representan como
rocas que mantienen sobre su extensa
superficie nuevas tierras, razas e
imperios. Según los Misterios
escandinavos, las piedras y los
acantilados se formaron a partir de los
huesos de Ymir, el gigante primigenio de
arcilla ardiente, mientras que, para los
místicos helenos, las rocas eran los
huesos de la Gran Madre, Gæa.
Después del diluvio enviado por los
dioses para destruir a la humanidad al
final de la Edad de Hierro, los únicos
que quedaron con vida fueron Deucalión
y Pirra.
Al entrar en un santuario en
ruinas para orar, un oráculo les dijo que
se marcharan del templo y, con la cabeza
velada y la ropa suelta, echaran a sus
espaldas los huesos de su madre.
Deucalión entendió que el mensaje
críptico del dios quería decir que la
tierra era la Gran Madre de todas las
criaturas, de modo que recogió unas
piedras sueltas, le pidió a Pirra que
hiciera lo mismo y las arrojó a sus
espaldas De aquellas piedras surgió una
raza nueva y fornida de seres humanos:
las piedras que arrojó Deucalión se
convirtieron en hombres y las que arrojó
Pirra, en mujeres. Esta alegoría
representa el misterio de la evolución
humana, porque el espíritu, al infundir
alma en la materia, se convierte en el
poder interno que, poco a poco pero
siguiendo un orden, eleva el mineral al
estado vegetal, la planta al plano animal,
el animal a la dignidad humana y el
hombre al estado de los dioses.
El sistema solar se organizaba
mediante fuerzas que actuaban hacia
dentro a partir del gran anillo de la
esfera de Saturno y, puesto que Saturno
controlaba el comienzo de todas las
cosas, lo más lógico es deducir que las
primeras formas de culto estaban
dedicadas a él y a su símbolo peculiar:
la piedra. Por consiguiente, la naturaleza
intrínseca de Saturno es sinónimo de la
roca espiritual que es el fundamento
imperecedero del templo solar y tiene
como antitipo u octava inferior a la roca
terrestre —el planeta Tierra—, que
sostiene sobre su superficie irregular los
diversos géneros de la vida terrenal.
A pesar de lo incierto de su origen,
no cabe duda de que la litolatría
constituye una de las primeras formas de
expresión religiosa. «En todo el mundo
—escribe Godfrey Higgins—, parece
que el primer objeto de idolatría fue una
piedra simple, sin trabajar, puesta en el
suelo, como emblema del poder
generador o procreador de la
naturaleza.»[95] Existen restos del culto a
las piedras distribuidos por la mayor
parte de la superficie terrestre; un
ejemplo notable son los menhires de
Carnac, en Bretaña: varios miles de
piedras gigantescas y sin cortar,
dispuestas en once hileras. Muchos de
estos monolitos sobresalen más de seis
metros de la arena en la que están
clavados y, según los cálculos, algunos
de los más grandes pueden pesar más de
cien toneladas.
Hay quienes creen que
determinados menhires marcan el lugar
donde hay un tesoro escondido, aunque
lo más plausible es que Camac sea un
monumento al conocimiento astronómico
de la Antigüedad. Los túmulos de piedra
(cairn), los dólmenes, los menhires y las
cistvaen o cámaras funerarias que hay
dispersas por todas las islas británicas y
en Europa se levantan como testimonios
mudos, pero elocuentes, de la existencia
y los logros de unas razas que ya se han
extinguido.
Tienen particular interés las «rocas
balancín», que ponen de manifiesto la
habilidad mecánica de aquellos pueblos
primitivos. Estas reliquias consisten en
rocas enormes, apoyadas en uno o dos
puntos pequeños, de tal manera que se
balancean al ejercer una presión mínima
y, sin embargo, el mayor esfuerzo no
basta para hacerlas caer. Los griegos y
los romanos las llamaban «piedras
vivas»; la más famosa es la «Gygorian
stone», situada en el estrecho de
Gibraltar, que, aunque tenía un
equilibrio tan perfecto que se la podía
mover con el tallo de un narciso, ni el
peso de muchos hombres podía hacerla
caer. Cuenta la leyenda que Hércules
puso una roca balancín sobre las tumbas
de los dos hijos de Bóreas, a los que
había matado en combate, y la piedra
estaba tan bien colocada que, si bien se
mecía con el viento, no se caía por más
fuerza que se le aplicara.
Se han
encontrado numerosas rocas balancín en
Gran Bretaña y en Stonehenge se han
hallado rastros de una que ya no existe.
[96] Interesa destacar la posibilidad de
que las piedras verdes que forman el
círculo interior de Stonehenge procedan
de África.
En muchos casos, los monolitos no
llevan ninguna talla ni inscripción,
porque sin duda son anteriores tanto al
uso de herramientas como al arte de la
escritura. Algunas veces se han cortado
las piedras para darles forma de
columnas u obeliscos, como en los
monumentos rúnicos y en las piedras de
lingam y sakti; en otras ocasiones se les
ha dado una forma más o menos
parecida a la del cuerpo humano, como
en el caso de las estatuas de la isla de
Pascua, o se han convertido en figuras
esculpidas con primor, como las de los
indios centroamericanos y los khmer de
Camboya.
Las primeras imágenes de
piedra tosca apenas se pueden
considerar efigies de una divinidad en
particular, sino, más bien, un intento
rudimentario del hombre primitivo de
representar, en las cualidades duraderas
de la piedra, los atributos procreadores
de la divinidad abstracta. En todas las
etapas intermedias entre el hombre
primitivo y la civilización moderna ha
persistido el reconocimiento instintivo
de la estabilidad de la divinidad.
Algunas pruebas más que suficientes de
la supervivencia de la litolatría en la fe
cristiana son las alusiones a la «roca del
refugio», la roca sobre la cual se
edificará la iglesia de Cristo, la «piedra
que los constructores desecharon», la
piedra que Jacob se había puesto por
cabezal y después erigió como estela y
sobre la cual derramó aceite, la piedra
que David lanzó con su honda, la roca
del monte Moña en la que se erigió el
altar del templo del rey Salomón, la
piedra blanca del Apocalipsis y la roca
eterna.
Los pueblos prehistóricos veneraban
mucho las piedras, fundamentalmente
porque eran útiles.
Es probable que unos
trocitos irregulares de piedra fueran las
primeras armas del hombre; los
acantilados y los riscos constituyeron
sus primeras fortificaciones y desde
aquellas posiciones estratégicas
arrojaba rocas contra los merodeadores.
En cavernas o en cabañas rudimentarias
construidas con placas de piedra, los
primeros seres humanos se protegían del
rigor de los elementos. Se levantaban
piedras como indicadores y como
monumentos a los logros primitivos;
también se colocaban sobre las tumbas
de los muertos, probablemente como
medida de precaución, para evitar la
depredación de los animales salvajes.
Durante las migraciones, aparentemente
era habitual que los pueblos primitivos
transportasen consigo piedras
procedentes de su hábitat original. Como
la tierra natal o el lugar de nacimiento
de una raza se consideraba sagrado,
aquellas piedras eran símbolos del
aprecio universal que todas las naciones
compartían con respecto a su lugar de
origen. Descubrir que el fuego se podía
obtener frotando dos piedras aumentó la
reverencia que el hombre sentía por
ellas, aunque con el tiempo el mundo de
maravillas hasta entonces insospechado
que abrió el elemento del fuego, recién
descubierto, hizo que la pirolatría
sustituyera al culto a las piedras.
El
Padre oscuro y frío —la piedra— dio
origen al Sol brillante —el fuego— y la
llama recién nacida desplazó a su padre
y se convirtió en el más impresionante y
misterioso de los símbolos religiosos
filosóficos extendido y perdurable a lo
largo de los siglos.
El cuerpo de todas las cosas se
comparaba con una roca, ya fuera
cortada en forma de cubo o labrada con
más cuidado para hacer un pedestal,
mientras que el espíritu de las cosas se
comparaba con la figura tallada con
cuidado que se le ponía encima. Por
consiguiente, se erigieron altares como
símbolo del mundo inferior y se
mantenía encendido el fuego en ellos
para representar la esencia espiritual
que iluminaba el cuerpo que los
coronaba. En realidad, el cuadrado es
una de las caras de un cubo, la figura
correspondiente en geometría plana y su
símbolo filosófico. En consecuencia,
cuando consideraban la tierra como un
elemento y no como un cuerpo, los
griegos, los brahmanes y los egipcios
siempre hacían referencia a sus cuatro
esquinas, aunque eran totalmente
conscientes de que el planeta en sí era
una esfera.
Como sus doctrinas eran la base
firme de todo conocimiento y el primer
paso para alcanzar la inmortalidad
consciente, los Misterios se
representaban a menudo como piedras
cúbicas o piramidales. Por su parte,
estas historias se convirtieron en el
emblema de la condición de la divinidad
alcanzada por uno mismo. La
inalterabilidad de la piedra la convirtió
en emblema adecuado de Dios —la
fuente inamovible e inalterable de la
existencia— y también de las ciencias
divinas: la relevación eterna de Sí
mismo a la humanidad.
Como
personificación del intelecto racional,
que es la verdadera base de la vida
humana, Mercurio, o Hermes, se
simbolizaba de manera similar. Se
instalaban en lugares públicos pilares
cuadrados o cilíndricos, coronados por
una cabeza de Hermes con barba y
llamados «hermas». Término, una forma
de Júpiter y dios de los límites y las
fronteras, de cuyo nombre deriva la
palabra moderna «terminal», también se
representaba mediante una piedra
vertical, a veces adornada con la cabeza
del dios, que se colocaba en el límite de
las provincias y en las intersecciones de
los caminos importantes.
La piedra filosofal en realidad es la piedra del filósofo, porque la filosofía se compara con una joya mágica, cuyo contacto convierte las sustancias de baja ley en piedras invalorables como ella misma. La sabiduría es el poder de proyección del alquimista, que transforma muchas veces su propio peso de ignorancia grosera en la sustancia preciosa de la iluminación.
Las tablas de la Ley
Cuando estaba en lo alto del monte
Sinaí, Moisés recibió de Jehová dos
tablas en las que se inscribían los
caracteres del Decálogo, trazados por el
propio dedo del Dios de Israel.
Aquellas tablas estaban hechas del
zafiro divino, Schethiyâ, que el
Altísimo, tras arrancarlo de su propio
trono, había lanzado al abismo para que
se convirtiera en el fundamento y el
generador de los mundos.
El aliento
divino rompió aquella piedra sagrada,
hecha de rocío celestial, y en cada una
de las dos partes el fuego negro dibujó
las figuras de la Ley. Aquellas
inscripciones preciosas,
resplandecientes de esplendor celestial,
fueron entregadas por el Señor el día del
sabbat en las manos de Moisés, que
pudo leer las letras iluminadas del lado
del revés por la transparencia de la gran
joya.
Los Diez Mandamientos son las diez
piedras preciosas brillantes que el Uno
Santo puso en el mar de zafiro del Ser, y
en las profundidades de la materia los
reflejos de estas joyas se ven como las
leyes que rigen las esferas sublunares.
Son los diez sagrados, mediante los
cuales la Divinidad Suprema ha
estampado Su voluntad sobre la faz de la
Naturaleza. Es la misma década a la
cual los pitagóricos rendían homenaje
bajo la forma de la tetractys, el
triángulo de puntos espermáticos que
revela a los iniciados todo el
funcionamiento del plan cósmico;
porque el diez es el número de la
perfección, la llave de la creación y el
símbolo adecuado de Dios, el hombre y
el universo.
Por su idolatría, Moisés pensó que
los israelitas no eran dignos de recibir
las tablas de zafiro y, por consiguiente,
las destruyó, para que los Misterios de
Jehová no fueran violados. En lugar del
original, Moisés utilizó dos tablas de
piedra tosca, en cuya superficie grabó
diez letras antiguas.
Mientras que en las
primeras tablas —partícipes de la
divinidad del árbol de la Vida—
resplandecían las verdades eternas, las
segundas —partícipes de la naturaleza
del árbol del Bien y del Mal— solo
revelaban verdades temporales, de
modo que la antigua tradición de Israel
regresó una vez más al cielo y no dejó
más que su sombra entre los hijos de las
doce tribus.
Una de las dos tablas de piedra que
el Legislador entregó a sus seguidores
representaba las tradiciones orales y la
otra, las tradiciones escritas en las que
se fundaba la Escuela Rabínica. Los
distintos expertos no se ponen de
acuerdo sobre el tamaño ni sobre el
contenido de las tablas inferiores.
Algunos dicen que eran tan pequeñas
que cabían en el hueco de una mano;
otros declaran que cada tabla medía diez
o doce codos de largo y tenía un peso
enorme. Unos cuantos niegan incluso que
fueran de piedra y sostienen que eran de
una madera llamada sedr, que, según los
musulmanes, abunda en el Paraíso.
Las dos tablas significan el mundo
superior y el inferior, respectivamente:
el principio formativo paterno y el
materno. En su estado individual
presentan lo andrógino cósmico. La
rotura de las tablas significa vagamente
la separación de la esfera superior de la
inferior y también la división de los
sexos. En las procesiones religiosas de
los griegos y los egipcios se
transportaba un arca o una embarcación
que contenía tablas, conos y recipientes
de piedra de diversas formas que
representaban los procesos de
procreación. El arca de los israelitas —
construida según el modelo de los
arcones sagrados de los Misterios
isíacos— contenía tres objetos
sagrados, cada uno de los cuales tenía
una importante interpretación fálica: el
cuenco de maná, la vara que reverdeció
y las tablas de la ley, que son el
primero, el segundo y el tercer principio
de la tríada creativa.
El maná, la vara
que reverdeció y las tablas de piedra
son también imágenes adecuadas de la
Cábala, la Mishná y la ley escrita,
respectivamente, o sea, el espíritu, el
alma y el cuerpo del judaísmo. Cuando
la llevaron a la Casa Eterna del rey
Salomón, el Arca de la Alianza solo
contenía las tablas de la ley. ¿Querrá
decir esto que, incluso en épocas tan
tempranas, la tradición secreta ya se
había perdido y solo quedaba la letra de
la revelación?
Como representación del poder que
creó la esfera inferior o demiúrgica, las
tablas de piedra eran sagradas para
Jehová, en contraposición a las tablas de
zafiro, que representaban la potencia
que establecía la esfera superior o
celestial. No cabe duda de que las tablas
mosaicas tienen su prototipo en los
pilares u obeliscos de piedra colocados
a ambos lados de la entrada de los
templos paganos.
Es posible que estas
columnas pertenezcan a aquella época
remota en la que los hombres adoraban
al Creador a través de Su signo zodiacal
de Géminis, cuyo símbolo siguen siendo
los pilares fálicos de los gemelos
celestes. «Los Diez Mandamientos —
escribe Hargrave Jennings— están
inscritos en dos grupos de cinco cada
uno, en forma columnar. Los cinco que
están a la derecha (mirando desde el
altar) significan la Ley; los cinco que
están a la izquierda significan los
Profetas. La piedra de la derecha es
masculina y la de la izquierda, femenina.
Corresponden a los dos pilares (o
torres) de piedra separados que hay
delante de todas las catedrales y de
todos los templos de las épocas
paganas».[98] El mismo autor afirma que
la Ley es masculina, porque procede
directamente de la divinidad, mientras
que los Profetas, o los Evangelios, eran
femeninos, porque nacieron a través de
la naturaleza humana.
La tabla de la ley derecha simboliza
también a Jachin, el pilar blanco de la
luz, y la izquierda, a Boaz, el pilar
sombrío de la oscuridad. Así se
llamaban los dos pilares de bronce
situados en el porche del templo del rey
Salomón.
Tenían dieciocho codos de
altura y estaban decorados con hermosas
coronas de cadenas, redes y granadas.
En lo alto de cada pilar había un gran
cuenco —en la actualidad dicen,
erróneamente, que era una bola o un
globo—: es probable que uno de ellos
tuviera fuego y el otro, agua. El globo
celeste —al principio era el cuenco que
contenía fuego— que coronaba la
columna de la derecha (Jachin) era el
símbolo del hombre divino; el globo
terrestre (el cuenco de agua) que
coronaba la columna de la izquierda
(Boaz) era el símbolo del hombre
terrenal.
Estos dos pilares connotan
también, respectivamente, la expresión
activa y la pasiva de la energía divina,
el sol y la luna, el azufre y la sal, el bien
y el mal, la luz y la oscuridad. Entre
ellos está la puerta que conduce a la
Casa de Dios y, al encontrarse a la
entrada del santuario, son un
recordatorio de que Jehová es una
divinidad tanto andrógina como
antropomorfa. Como dos columnas
paralelas, denotan los signos zodiacales
de Cáncer y Capricornio, que
antiguamente se ponían en la cámara de
iniciación para representar el
nacimiento y la muerte: los extremos de
la vida física. Por consiguiente,
representan el solsticio de verano y el
de invierno, que los masones conocen
actualmente con la denominación
relativamente moderna de «los dos san
Juan».
En el misterioso árbol sefirótico de los judíos, estos dos pilares representan la misericordia y el rigor. Estas columnas que se alzaban delante de la entrada del templo del rey Salomón tenían la misma importancia simbólica que los obeliscos que había delante de los santuarios en Egipto. Según su interpretación cabalística, los nombres de los dos pilares significan: «en la fortaleza se establecerá Mi Casa». En el esplendor de la iluminación mental y espiritual, el Sumo Sacerdote se situaba entre los dos pilares como testigo mudo de la virtud perfecta del equilibrio: ese punto hipotético equidistante de todos los extremos. Personificaba así la naturaleza divina del hombre en medio de su constitución compleja: la misteriosa mónada pitagórica ante la presencia de la díada.
A un lado se elevaba la columna formidable del intelecto y, al otro, el pilar de bronce de la carne.
A mitad de camino entre los dos se alza el hombre sabio glorificado, aunque no puede alcanzar el estado elevado sin haber sufrido antes sobre la cruz que surge de la unión de aquellos dos pilares. Algunas veces, los judíos primitivos representaban a los dos pilares, Jachin y Boaz, como las piernas de Jehová, con lo cual querían decir al filósofo moderno que la Sabiduría y el Amor, en su sentido de máxima exaltación, soportan todo el orden de la creación, tanto el mundano como el supramundano.
El santo Grial
Igual que el zafiro Schethiyâ, el Lapis
Exilis, la joya de la corona del arcángel
Lucifer, cayó del cielo. Miguel, arcángel
del sol y dios oculto de Israel, a la
cabeza de los ejércitos angélicos, se
abatió sobre Lucifer y sus legiones de
espíritus rebeldes. Durante el conflicto,
Miguel, con su espada flamígera,
arrancó de un golpe el brillante Lapis
Exilis deja corona de su adversario y la
piedra verde atravesó los anillos
celestiales y cayó en el abismo oscuro e
inconmensurable. De la gema radiante
de Lucifer se formó el sangreal, o Santo
Grial, del cual dicen que bebió Cristo en
la última cena.
Aunque sigue siendo objeto de
controversia si el Grial era una copa o
una fuente, por lo general se representa
como un cáliz de considerable tamaño y
belleza poco corriente. Según la
leyenda, José de Arimatea llevó la copa
o Grial al lugar de la crucifixión y
recogió en ella la sangre que manaba de
las heridas del nazareno moribundo.
Posteriormente, José, que se había
convertido en custodio de las reliquias
sagradas —el sangreal y la lanza de
Longino—, se las llevó a un país lejano.
Según una versión, sus descendientes al
final depositaron aquellas reliquias en la
abadía de Glastonbury, en Inglaterra;
según otra, las llevaron a un hermoso
castillo en Montsalvat, en España,
construido por los ángeles en una sola
noche. Con el nombre de Preste Juan,
Parsifal, el último de los reyes del
Grial, llevó consigo a India la copa
sagrada, que así desapareció para
siempre del mundo occidental. La
búsqueda posterior del sangreal
constituyó el motivo de la mayor parte
de las historias de caballería andante de
las leyendas artúricas y las ceremonias
de la mesa redonda. Jamás se ha dado una interpretación
adecuada de los Misterios del Grial.
Algunos creen que los Caballeros del
Santo Grial eran una organización
poderosa de místicos cristianos que
perpetuó la Sabiduría Antigua mediante
los rituales y los sacramentos de la copa
oracular.
La búsqueda del Santo Grial es
la búsqueda eterna de la verdad y Albert
G. Mackey encuentra en ella una
variación de la leyenda masónica de la
Palabra Perdida, buscada durante tanto
tiempo por los miembros de la
Hermandad. También hay pruebas que
demuestran que la historia del Grial es
una ampliación de un antiguo mito
pagano de la naturaleza, que se ha
conservado por la sutileza con que
estaba injertado en el culto del
cristianismo. Desde este punto de vista
en particular, el Santo Grial es, sin duda,
un tipo de arca o recipiente en el cual se
preserva la vida del mundo y, por
consiguiente, representa el cuerpo de la
Gran Madre: la Naturaleza. Su color
verde lo asocia con Venus y con el
misterio de la generación y también con
la fe islámica, cuyo color sagrado es el
verde y cuyo sabbat es el viernes, el día
de Venus.
El Santo Grial es un símbolo tanto
del mundo inferior (o irracional) como
de la naturaleza física del hombre,
porque los dos son receptáculos de las
esencias vivas de los mundos superiores
Este es el misterio de la sangre
redentora que, al descender sobre el
estado de la muerte, vence al último
enemigo, animando a toda la sustancia
con su propia inmortalidad.
Para el
cristiano, cuya fe mística destaca en
particular el elemento del amor, el Santo
Grial representa el corazón, en el cual
se arremolina constantemente el agua
viva de la vida eterna. Además, para el
cristiano, la búsqueda del Santo Grial es
la búsqueda del Yo verdadero que, una
vez hallado, constituye la consumación
de la magnum opus.
Los únicos que pueden encontrar la
copa sagrada son los que se han elevado
por encima de las limitaciones de la
sensualidad. En su poema místico The
Vision of Sir Launfal, James Russel
Lowell revela la verdadera naturaleza
del Santo Grial, al demostrar que solo
es visible para un estado determinado de
conciencia espiritual. Únicamente al
regresar de la búsqueda vana de la
ambición exaltada, el caballero anciano
y arruinado reconoció en la copa
transformada del leproso el cáliz
resplandeciente con el que había soñado
toda su vida. Algunos autores encuentran
similitudes entre la leyenda del Grial y
las historias de las divinidades solares
mártires cuya sangre, al descender de
los cielos a la tierra, caía en la copa de
la materia, de la cual era liberada
mediante los ritos iniciáticos.
El Santo
Cirial también podía ser la vaina
utilizada con tanta frecuencia en los
Misterios antiguos como emblema de
germinación y resurrección y, si la forma
de cáliz del Grial deriva de la flor,
significa la regeneración y la
espiritualización de las fuerzas
generadoras del hombre.
Hay muchos relatos de imágenes de
piedra que, por las sustancias que
entraban en su composición y el
ceremonial que se siguió en su
construcción, fueron dotadas de alma
por las divinidades a semejanza de las
cuales habían sido creadas. A dichas
imágenes se atribuían diversas
facultades humanas y poderes, como el
habla, el pensamiento e incluso el
movimiento. Si bien no cabe duda de
que los sacerdotes renegados recurrían a
artimañas —se relata un ejemplo de
ellas en un fragmento apócrifo curioso
titulado Bel and the Dragon, que,
supuestamente, se suprimió del final del
Libro de Daniel—, muchos de los
fenómenos registrados en relación con
estatuas y reliquias consagradas resultan
muy difíciles de explicar, a menos que
se admita la intervención de medios
sobrenaturales.
La historia registra la existencia de
piedras que sumían en estado de éxtasis
a todos aquellos que oían el sonido que
producían al ser golpeadas. También ha
habido imágenes que seguían resonando
durante horas después de que la propia
sala hubiese quedado en silencio y
piedras musicales que producían las
armonías más dulces En reconocimiento
de la santidad que atribuían a las
piedras, los griegos y los romanos
apoyaban la mano sobre determinados
pilares consagrados cuando hacían un
juramento. En la Antigüedad, las piedras
desempeñaban un papel para determinar
el destino de los acusados, porque era
habitual que los jurados, para alcanzar
su veredicto, echaran guijarros en una
bolsa.
Los griegos recurrían a menudo a las
piedras para adivinar el futuro y dicen
que Helena predijo la destrucción de
Troya mediante la litomancia. Muchas
supersticiones populares sobre las
piedras sobreviven durante la llamada
edad de las tinieblas; destaca entre ellas
la relacionada con la famosa piedra
negra del asiento del trono de la
coronación de la abadía de Westminster,
de la cual se dice que es la misma roca
que Jacob usó como cabezal. La piedra
negra también aparece varias veces en
el simbolismo religioso. La llamaban
Heliogábalo, una palabra que se supone
deriva de Elagabal, la divinidad solar
sirio-fenicia. La piedra estaba
consagrada al sol y se le atribuían
propiedades grandes y diversas. La
piedra negra de la Kaaba, en La Meca,
se sigue venerando en todo el mundo
musulmán. Dicen que al principio era
blanca y brillaba tanto que se podía ver
desde varios días de distancia de La
Meca, pero que, con el paso de los
siglos, se fue ennegreciendo por las
lágrimas de los peregrinos y los pecados
del mundo.
La magia de los metales y las piedras
preciosas
Según las enseñanzas de los Misterios,
los rayos de los cuerpos celestes, al
chocar contra las influencias
cristalizadoras del mundo inferior, se
convierten en los distintos elementos.
Como son partícipes de las virtudes
astrales de su origen, estos elementos
neutralizan determinadas formas
desequilibradas de la actividad celestial
y, cuando se combinan adecuadamente,
contribuyen en gran medida al bienestar
humano. Poco sabemos en la actualidad
acerca de estas propiedades mágicas,
pero es posible que al mundo moderno
le resulte provechoso analizar los
descubrimientos de los filósofos
antiguos que determinaron aquellas
relaciones mediante una
experimentación exhaustiva. De dicha
investigación surgió la costumbre de
identificar los metales con los huesos de
las diversas divinidades. Por ejemplo,
según Manetón, los egipcios
consideraban que el hierro era el hueso
de Marte y la piedra imán, el de Horus.
Por analogía, el plomo sería el
esqueleto físico de Saturno; el cobre, el
de Venus; el azogue, el de Mercurio; el
oro, el del sol; la plata, el de la luna, y
el antimonio, el de la tierra. Tal vez se
demuestre que el uranio es el metal de
Urano y el radio, el de Neptuno.
Las cuatro edades de los místicos
griegos —la Edad de Oro, la Edad de
Plata, la Edad de Bronce y la Edad de
Hierro— son expresiones metafóricas
que hacen referencia a los cuatro
períodos principales de la vida de todas
las cosas. En las divisiones del día,
representan el amanecer, el mediodía, el
crepúsculo y la medianoche; en la vida
de los dioses, los hombres y el universo,
denotan los períodos del nacimiento, el
crecimiento, la madurez y la decadencia.
Las edades griegas también guardan una
correspondencia estrecha con las cuatro
yugas de los hindúes: Krita-yuga,
Treta-yuga, Dvapara-yuga y Kali-yugu.
Ullamudeian describe de esta manera la
forma de calcularlas: «En cada uno de
los doce signos hay 1800 minutos; si
multiplicamos esta cifra por 12, el
resultado es 21 600; es decir, 1800 x 12
= 21 600. Si multiplicamos 21 600 por
80, el resultado es 1728 000, que es la
duración de la primera edad, llamada
Krita-yuga.
Si multiplicamos el mismo
número por 60, el resultado será
1296 000, que son los años de la
segunda edad, Treta-yuga. Si se
multiplica esta cantidad por 40, el
resultado es 864 000, la duración de la
tercera edad: Dvapara-yuga. La misma
cantidad, multiplicada por 20, da
432 000, la cuarta edad, Kali-yuga».
(Obsérvese que estos múltiplos
disminuyen de forma inversamente
proporcional a la tetractys pitagórica:
1, 2, 3 y 4.)
Según H. P. Blavatsky, Orfeo
enseñaba a sus seguidores a influir en el
público mediante una piedra imán y
Pitágoras prestaba especial atención al
color y la naturaleza de las piedras
preciosas; añade también lo siguiente:
«Los budistas afirman que el zafiro
produce serenidad y ecuanimidad y
expulsa los malos pensamientos, al
establecer una circulación sana en el
hombre. Lo mismo hace una batería
eléctrica, con su corriente bien dirigida,
según nuestros electricistas. Los
budistas sostienen que “el zafiro puede
abrir (al espíritu del hombre) puertas y
viviendas, aunque tengan barrotes;
produce el deseo de orar y aporta más
paz que ninguna otra piedra preciosa,
pero quien lo use debe llevar una vida
pura y santa”».
EL SELLO PITAGÓRICO
Vincenzo Cartari: Le Imagini
degli dei Antichi
Los pitagóricos asociaban en
particular el número cinco con el
arte de curar y el pentáculo, o
estrella de cinco puntas, era,
para ellos, el símbolo de la salud.
para ellos, el símbolo de la salud.
Esta figura representa un anillo
mágico que lleva engastada una
gema talismánica con la
pentalfa: una estrella formada
por cinco posiciones diferentes
de la letra griega alfa. Sobre
este tema, Albert Mackey
escribe lo siguiente: «Los
discípulos de Pitágoras, que en
realidad fueron los que la
inventaron, colocaban en cada
uno de sus ángulos interiores una
de las letras de la palabra griega
YTEIA, o de la latina salus —
las dos significan “salud”—, con
lo cual se convirtió en el talismán
de la salud, y la ponían al
principio de sus epístolas, como
un saludo para desearle buena
salud al destinatario. Sin
embargo, no eran los discípulos
de Pitágoras los únicos que la
usaban, sino que, como talismán,
fue utilizada en todo Oriente
como amuleto contra los malos
espíritus».
Abundan en la mitología los relatos
sobre anillos mágicos y joyas
talismánicas. En el segundo libro de la
República, Platón describe un anillo
que, cuando el engaste estaba vuelto
hacia dentro, volvía invisible a su
portador. Gracias a él, el pastor Giges
llegó al trono de Lidia. Flavio Josefo
también describe los anillos mágicos
diseñados por Moisés y el rey Salomón
y Aristóteles menciona uno que
proporcionaba amor y honor a su
poseedor. En su capítulo sobre este
tema, Enrique Cornelio Agripa no solo
menciona los mismos anillos, sino que
además afirma, basándose en la
autoridad de Filóstrato, que Apolonio de
Tiana prolongó su vida durante más de
ciento treinta años con la ayuda de siete
anillos mágicos que le obsequió un
príncipe de las Indias Orientales.
Cada
uno de aquellos siete anillos llevaba
engastada una piedra preciosa que
poseía la naturaleza de uno de los siete
planetas dominantes de la semana y, al
cambiar a diario los anillos, Apolonio
se protegía de la enfermedad y de la
muerte, gracias a la intervención de las
influencias planetarias
El filósofo
también enseñó a sus discípulos las
virtudes de aquellas joyas talismánicas y
consideraba aquella información
imprescindible para el teúrgo. Agripa
describe la preparación de anillos
mágicos con las siguientes palabras:
«Cuando cualquier estrella [planeta]
asciende afortunadamente, con el
aspecto o conjunción favorable de la
luna, debemos tomar una piedra y una
planta que estén bajo aquella estrella y
hacer un anillo del metal que sea
adecuado para ella y engastar en él la
piedra y poner la planta o la raíz debajo,
sin omitir las inscripciones de imágenes,
nombres y caracteres, así como también
las sufumigaciones correspondientes».
Hace tiempo que se toma el anillo
como símbolo de consecución,
perfección e inmortalidad; esto último
se debe a que el aro de metal precioso
no tiene principio ni final. En los
Misterios, los iniciados llevaban anillos
cincelados para parecer una serpiente
con la cola en la boca, como prueba
material de la posición que habían
alcanzado en la orden. Los hierofantes
llevaban sellos en los que se grababan
determinados emblemas secretos y no
era extraño que un mensajero, para
demostrar que era el representante
oficial de un príncipe o de algún otro
dignatario, portara junto con el mensaje
una impresión del anillo de su amo o el
propio sello. La intención original del
anillo de boda era implicar que en la
naturaleza de su portador se había
alcanzado el estado de equilibrio y
totalidad.
Por consiguiente, aquella
banda sencilla de oro daba fe de la
unión del Ser Superior (Dios) con el ser
inferior (la Naturaleza) y la ceremonia
que consumaba aquella unión
indisoluble de la Divinidad y la
humanidad en la naturaleza única del
místico iniciado constituía el
matrimonio hermético de los Misterios.
Al describir las insignias del mago,
Éliphas Lévi declara que el domingo (el
día del sol) debe llevar en la mano
derecha una varita dorada con un rubí o
un crisólito engarzado; el lunes (el día
de la luna) debe llevar un collar de tres
vueltas compuesto por perlas, cristales y
selenitas; el martes (el día de Marte)
debe llevar una varita de acero
magnetizado y un anillo del mismo metal
con una amatista engarzada; el miércoles
(el día de Mercurio) debe llevar un
collar de perlas o cuentas de vidrio que
contengan mercurio y un anillo con una
ágata engarzada; el jueves (el día de
Júpiter) debe llevar una varita de vidrio
o resina y ponerse un anillo con una
esmeralda o un zafiro engarzados; el
viernes (el día de Venus) debe llevar
una varita de cobre pulido y ponerse un
anillo con una turquesa y una corona o
una diadema adornada con lapislázuli y
berilo, y el sábado (el día de Saturno)
debe llevar una varita adornada con un
ónice y una cadena en tomo al cuello
hecha de plomo.
Paracelso, Agripa, Kircher, Lilly y
muchos otros magos y astrólogos han
hecho tablas con las gemas y las piedras
correspondientes a los distintos planetas
y signos del Zodiaco. A partir de sus
escritos se ha elaborado la lista que
aparece a continuación. Se atribuyen al
sol el carbúnculo, el rubí, el granate —
sobre todo el piropo— y otras piedras
ardientes y a veces el diamante; a la
luna, la perla, la selenita y otras formas
de cristal; a Saturno, el ónice, el jaspe,
el topacio y algunas veces el lapislázuli;
a Júpiter, el zafiro, la esmeralda y el
mármol; a Marte, la amatista, el jacinto,
la piedra imán y en ocasiones el
diamante; a Venus, la turquesa, el berilo,
la esmeralda y a veces la perla, el
alabastro, el coral y la cornalina; a
Mercurio, el crisólito, el ágata y el
mármol de muchos colores.
Al Zodiaco, los mismos expertos le
asignaron las siguientes gemas y
piedras: a Aries, la sardónica, la
sanguinaria, la amatista y el diamante; a
Tauro, la cornalina, la turquesa, el
jacinto, el zafiro, el ágata musgosa y la
esmeralda; a Géminis, el topacio, el
ágata, la crisoprasa, el cristal y el
aguamarina; a Cáncer, el topacio, la
calcedonia, el ónice negro, la piedra de
la luna, la perla, el ojo de gato, el cristal
y a veces la esmeralda; a Leo, el jaspe,
la sardónica, el berilo, el rubí, el
crisólito, el ámbar, la turmalina y a
veces el diamante; a Virgo, la
esmeralda, la cornalina, el jade, el
crisólito y a veces el jaspe rosado y el
jacinto; a Libra, el berilo, el sardo, el
coral, el lapislázuli, el ópalo y a veces
el diamante; a Escorpio, la amatista, el
berilo, la sardónica, el aguamarina, el
carbúnculo, la piedra imán, el topacio y
la malaquita; a Sagitario, el jacinto, el
topacio, el crisólito, la esmeralda, el
carbúnculo y la turquesa; a Capricornio,
la crisoprasa, el rubí, la malaquita, el
ónice negro, el ónice blanco, el
azabache y la piedra de la luna; a
Acuario, el cristal, el zafiro, el granate,
el circón y el ópalo: a Piscis, el zafiro,
el jaspe, el crisólito, la piedra de la luna
y la amatista.
Tanto el espejo mágico como la bola
de cristal son símbolos poco
comprendidos. ¡Ay del mortal ignorante
que crea al pie de la letra las historias
que circulan sobre ellos! Descubrirá —a
menudo a costa de su cordura y su salud
— que, aunque muchas veces se
confundan, la hechicería y la filosofía no
tienen nada en común. Los magos persas
llevaban espejos como símbolo de la
esfera material que refleja la divinidad
desde cada una de sus partes. La bola de
cristal, de la que tanto se ha abusado
como medio para cultivar los poderes
parapsicológicos, es un símbolo triple:
l) representa el Huevo Universal
cristalino, en cuyas profundidades
transparentes existe la creación; 2) es un
modelo adecuado de la divinidad antes
de que se sumerja en la materia, y 3)
representa la esfera etérica del mundo,
en cuyas esencias traslúcidas se estampa
y se preserva la imagen perfecta de toda
la actividad terrestre.
EJEMPLOS DE HERMÆ
James Christie: Disquisitions
upon the Painted Greek Vases
La primitiva costumbre de
adorar a los dioses en forma de
piedras amontonadas dio lugar a
la práctica de erigir pilares o
conos fálicos en su honor. Estas
columnas tenían amplias diferencias de tamaño y aspecto.
Algunas eran de proporciones
gigantescas y estaban ricamente
adornadas con inscripciones o
semejanzas de los dioses y
héroes; otras —como las
ofrendas votivas de los
babilonios— medían solo unas
pocas pulgadas, no tenían
adornos y solamente tenían una
breve declaración del propósito
para el cual habían sido
preparadas o un himno para el
dios del templo en el cual fueron
colocadas.
Esos pequeños conos
de barro horneados eran
idénticos en su significado
simbólico con el hermæ más
grande colocado al borde del
camino y en otros lugares
públicos. Más tarde, el extremo
superior de la columna fue
coronado con una cabeza
humana. En muchas ocasiones dos proyecciones, o espigas,
correspondientes a los hombros
fueron colocadas, una a cada
lado, para sostener las coronas
de flores que adornaban las
columnas. Las ofrendas, que
usualmente consistían en
comida, eran colocadas cerca
del hermæ. En muchas
ocasiones, estas columnas se
utilizaban para sostener techos y
eran enumeradas entre los
objetos de arte que adornaban
las villas de los romanos
pudientes.
Los meteoros, o rocas del espacio, se
consideraban muestras del favor divino
y se conservaban como prueba de un
pacto entre los dioses y la comunidad en
la que caían.
De vez en cuando se
encuentran piedras naturales con marcas
o cortes curiosos. En China hay una
placa de mármol cuya veta es un retrato
perfecto del dragón chino. La piedra de
Oberammergau, tallada por la naturaleza
en una notable semejanza con el rostro
de Cristo, según se lo concibe
popularmente, es tan extraordinaria que
hasta los monarcas europeos solicitaban
el privilegio de contemplarla. Este tipo
de piedras eran objeto de muy alta
estimación por parte de los pueblos
primitivos e incluso en la actualidad
ejercen una influencia enorme sobre las
personas con mentalidad religiosa.
Manly Palmer Hall