Cuando nuestro Señor llegó a la edad de dieciocho años, ordenó el Rey que se
construyesen tres casas magníficas, una de vigas pulidas, cubierta de madera de cedro,
caliente para los días de invierno; otra de mármoles veteados, fresca para el verano; la
tercera de ladrillos, cubierta de tejas azules, agradable para el tiempo de las siembras,
cuando los champaks22 están cubiertos de renuevos. Subha, Suramma y Ramma eran los
nombres de las tres moradas; en su derredor florecían jardines deliciosos cruzados por
arroyos juguetones, sembrados de bosquecillos olorosos, con gran número de pabellones
brillantes y de bellos prados. Siddartha vagaba a su sabor, encontrando a cada instante
nuevas delicias, y pasó horas felices, porque sangre joven y rica corría por sus venas; pero
bien pronto las sombras de la meditación tornaron, tal y como el espejo de plata de un lago
se obscurece por el paso de las nubes.
Al notar esto el Rey, llamó a sus ministros y les dijo: “Reflexionad, monseñores,
en lo que dijo el viejo Rishi y en lo que me explicaron los que interpretan los sueños.
Este
niño, que me es más querido que la sangre de mi corazón, será un dominador del mundo
que hollará a todos sus enemigos, un Rey de reyes —y tal es mi deseo—, o bien caminará
en el triste y humilde sendero de la abnegación y de los piadosos sufrimientos, para ganar
quién sabe qué bien, después de haber perdido cuanto vale la pena de ser conservado; y a
este fin se dirigen sus ojos pensativos en medio de mis palacios. Pero sois sabios y me
aconsejaréis. ¿Cómo podrán volverse sus pasos por la senda gloriosa en que debe caminar,
y cómo podrán realizar todos los signos felices que le han dado la tierra para gobernarla, si
él lo quiere?”
El más anciano respondió: “¡Maharadja! El amor curará este ligero malestar.
Tejed el encanto de los artificios de la mujer en torno de este corazón desocupado. ¿Qué
sabe este noble niño de la hermosura, de los ojos que hacen olvidar el cielo y de los labios embalsamados? Encontrad mujeres acariciadoras y agradables compañeros de juegos, los
pensamientos que no se pueden contener con cadenas de bronce los ata fácilmente un
cabello de mujer”.
Todos aprobaron estas palabras. Pero el Rey respondió: “Si nosotros le buscamos
mujeres, ¿qué acontecerá? El amor elige a menudo de manera distinta; si arreglamos un
jardín de bellezas para que pueda elegir la flor que desee, sonreirá y evitará dulcemente la
voluptuosidad que ignora”. Entonces otro dijo: “El barasingh23 corre hasta que es disparada
la flecha fatal; le sucederá al Príncipe lo que a los espíritus menos grandes; ciertos
encantos, un rostro, le parecerán un Paraíso; tal forma le parecerá más bella que la pálida
aurora cuando despierta la mundo. Hazlo así, ¡oh Rey mío! Dispón una fiesta donde los
jóvenes del reino rivalicen en gracia y juventud en los juegos habituales de los Sakyas.
Que
el Príncipe de el premio a la hermosura, y cuando las encantadoras victoriosas pasen frente
a su trono, se notará si una o dos de ellas cambian la tristeza obstinada de su dulce rostro;
así podremos elegir para el amor con los propios ojos del amor, y por medio de este
artificio procurar la felicidad de Su Alteza”.
Este parecer se juzgó bueno. Así pues, desde el día siguiente, los pregoneros
invitaron a las mujeres jóvenes y bellas para que viniesen al palacio, donde se efectuaría un
concurso en el que el Príncipe distribuiría los premios: un objeto precioso para cada una, el
más precioso para la que fuese juzgada la más bella. Entonces las jóvenes de Kapilavastu se
aglomeraron a la puerta; cada una acabada de peinar y anudar su cabellera sombría, de
lustrar sus pestañas con el surma24, de bañarse y perfumarse; todas estaban cubiertas de
chales y con vestidos de los más rientes colores; sus manos y sus finos pies estaban
frescamente teñidos de carmín y sus tilkas brillaban. Era un hermoso espectáculo el de
todas las jóvenes indias, que desfilaban con lentitud frente al trono, fijos en tierra los ojos
negros y rasgados; porque cuando vieron al Príncipe, lo que hizo latir los turbados
corazones, más que el respeto de su majestad, fue que estaba sentado tan tranquilo, tan
amable, pero tan superior a ellas. Cada joven tomó su regalo con los párpados bajos, no
atreviéndose a mirarle; y si los asistentes aclamaban a alguna de ellas como la más hermosa
y digna de las sonrisas reales, permanecía como una gacela amedrentada al tocar la graciosa
mano, después corría a unirse con sus compañeras, temblando por este favor: tanto así
parecía.
El divino, augusto, sagrado y por encima del mundo. Así que desfilaron una en pos
de otra las bellas jóvenes, las flores de la ciudad, terminó toda esta procesión magnífica, y
se hubieron agotado los presentes, llegó la última, la joven Yosodhara, y los que estaban
sentados al lado de Siddartha vieron turbarse al Príncipe cuando se acercó la virgen radiosa.
Sus formas parecían modeladas en el cielo; su anda como era el de Parvati25; sus ojos como
los de una corza en la estación del amor; su rostro era tan bello, que las palabras no pueden
pintar su encanto; y ella sola miraba al Príncipe al rostro, con las manos cruzadas sobre el
seno y con el gracioso cuello descubierto. “¿Hay un presente para mí?”, preguntó
sonriendo. “No hay ya regalos —respondió el Príncipe—; pero toma éste en compensación,
querida hermana, cuya gracia es el orgullo de nuestra ciudad”. Al decir esto, se quitó su
collar de esmeraldas y lo abrochó al cuello sedoso y moreno de la joven; sus ojos se
encontraron, y de esta mirada brotó el amor.
Largo tiempo después —cuando se esparció la luz—, si se preguntaba al Señor
Buda por qué su corazón se había inflamado así a la primera mirada de la joven Sakya, respondía: “No éramos extraños, como nos pareció a nosotros y a todos los asistentes; en
edades remotas, el hijo de un cazador, jugando con las jóvenes de las selvas cerca de los
manantiales de Yamuna, donde se levanta Nandalevi26, fue elegido como árbitro, mientras
ellas corrían bajo los pinos, como las liebres que se recrean en sus rondas alegres a la hora
del crepúsculo; coronó a una de flores brillantes como estrellas, a otra con largas plumas
arrancadas a los puntados faisanes y a las perdices de los juncales, a una tercera con
bellotas de pino; pero la que llegó al último fue la primera para él, y el mancebo le dio un
cervatillo domesticado y el amor de su corazón. Y vivieron en la selva largos años felices, y
en la selva murieron unidos. ¡Ved cómo la simiente oculta brota del suelo después de años
de sequía!
De igual modo, el bien y el mal, los sufrimientos y los placeres, los odios y los
amores, y todas las acciones pasadas tornan de nuevo a la luz trayendo hojas brillantes o
sombrías, un fruto dulce o amargo. Y bien, yo fui ese joven, y ella era Yasodhara, y
mientras gire la rueda de la vida y de la muerte, lo que fue subsistirá entre los dos”.
Pro los que espiaban al Príncipe durante la distribución de los presentes vieron y
oyeron todo, y contaron al Rey, atento, cómo había permanecido atento su hijo hasta que
llegó Yasodhara, la hija del gran Suprabudha, como súbitamente se demudó a su vista,
cómo se habían visto los dos, y el regalo de la joya, y el brillo de sus ojos elocuentes.
El buen Rey dijo sonriendo: “Mirad; hemos encontrado un cebo; busquemos, sin
embargo, un medio de servirnos de él para atraer a nuestro halcón fuera de las nubes.
Enviemos mensajeros para pedir a la joven en matrimonio para mi hijo”. Pero era
costumbre entre los Sakyas que cuando alguien pedía a una joven de noble casta, bella y
codiciada, probase su destreza en las artes de la guerra, en un concurso contra todos los
pretendientes, y esa costumbre no sufría excepción ni para los reyes. Por esto el padre
respondió: “Decidle al Rey: las joven es solicitada por príncipes vecinos y lejanos; si su
muy noble hijo puede armar el arco, manejar la espada y montar a caballo mejor que ellos,
será el mejor en todo y el mejor para nosotros, ¿pero cómo podrá así ser dados sus hábitos
claustrales?”
Entonces el corazón del Rey se afligió porque le Príncipe solicitaba en vano a
la dulce Yasodhara, ya que tenía como rivales a Devadatta, el más diestro en el manejo del
arco; Ardjuna, domador de todos los corceles fogosos, y Nanda, maestro en esgrima; pro el
Príncipe se rió con disimulo, y dijo: “También aprendí estas cosas. Haz proclamara que tu
hijo se medirá con todos los que vengan, en los juegos escogidos por ellos. Creo que no
perderé por tales mi amor”. Se hizo saber que de allí a siete días el príncipe Siddhartha
desafiaba a todos los que quisiesen medirse con él en los ejercicios viriles, y que la corona
del vencedor sería Yasodhara.
Al séptimo día, los señores de los Sakyas y la gente de la ciudad y del campo a la
redonda se reunieron en el maidán27, y la joven vino también, rodeada de su familia, en un
cortejo de novia, con música, literas vistosamente adornadas y bueyes con los cuernos
dorados, con caparazones de flores.
Devadatta, de cepa real, pidió su mano; lo mismo
hicieron Nanda, Ardjuna, ambos de noble linaje, la flor y nata de los jóvenes que allí se
encontraban; en seguida llegó el Príncipe, caballero en su corcel blanco, Kantaka, que
relinchaba, sorprendido de ver esa multitud extraña, a la que no estaba acostumbrado,
Siddhartha miraba también con ojos asombrados a todo este pueblo nacido a los pies del
trono, que vivía y se alimentaba de manera distinta a la de los reyes, y sin embargo tan
semejante, quizá, en sus goces y dolores. Pero cuando el Príncipe vio a la dulce Yasodhara,una sonrisa iluminó su rostro, detuvo el caballo con las bridas de seda, saltó a tierra y
exclamó: “No es digno de esta perla el que no sea el más digno; que mis rivales prueben si
fui demasiado atrevido para aspirar a su mano”. Entonces Nanda propuso la prueba del
arco, y colocó un tambor de bronce a seis gows28, Ardjuna igualmente a seis y Devadatta a
ocho; pero el príncipe Siddhartha les rogó que colocaran el tambor a diez gows de la línea,
de manera que este blanco no apareciese más grande que un kauri29.
En seguida tiraron, y
Nanda atravesó su tambor, Ardjuna el suyo y Devadatta lo mismo, de manera que la
multitud lanzó un grito de admiración y la dulce Yasodhara cubrió con su sari30 de oro sus
ojos tímidos, temerosa de ver que la flecha de su Príncipe no diera en el blanco. Pero él
tomó su arco de junco barnizado de laca, atado con nervios y provisto de una cuerda de
plata, que sólo unos brazos vigorosos podían tender; lo hizo resonar, riendo a hurtadillas,
tendió la cuerda torcida hasta que las puntas se tocaron y la parte gruesa del arco se rompió.
“Está hecho para jugar, no para servir —dijo—; ¿nadie tiene un arco más conveniente para
los señores Sakyas?” Y alguien dijo: “Hay el arco de Sinhahanu, conservado en el templo
desde no sé cuándo, que nadie pudo tender, y que no podría tirar si lo hubiese tendido”. “¡Id
a buscarme —exclamó— esta arma digna de un hombre!” Trajeron el viejo arco de acero
negro incrustado de guirnaldas de oro y curvado como los cuernos del bisonte, y por dos
veces Siddhartha ensayó la resistencia del arma sobre su rodilla; después dijo: “Tirad ahora
con éste, primos míos”. Pero no pudieron tender el arco inflexible el largo de una mano.
Entonces el Príncipe, inclinándose ligeramente, tendió el arco, aproximó el ojo a la muesca
y tiró firmemente la cuerda, que, como un ala de águila, hizo resonar el aire con un sonido
tan claro y tan fuerte, que los enfermos que se habían quedado en sus casas ese día
preguntaron: “¿Qué sonido es ese?” Y se les respondió: “Es el sonido del arco de
Sinhahanu, que el hijo tendió y que va a disparar”.
Entonces, ajustando una buena flecha,
tiró y aflojó la cuerda y el dardo agudo hendió el cielo, atravesó el tambor más lejano,
después, sin detener su vuelo, se deslizó por la llanura hasta perderse de vista.
En seguida Devadatta desafió a sus rivales con la espada, y hendió un árbol de
seis dedos de grueso. Ardjuna uno de siete, y Nanda uno de nueve; pero dos troncos
semejantes estaban juntos, y la hoja de Siddhartha los cortó de un tajo chispeante,
profundo, pero dado tan recto que los dos troncos permanecieron derechos, y Nanda gritó:
“Su hoja se ha vuelto”. Y la joven tembló de nuevo al ver en pie a los árboles; pro en este
momento los Devas del aire, que vigilaban, soplan ligeras brisas del Sudeste, y las dos
coronas de verdura cayeron con estrépito en la arena, completamente abatidas.
Trajeron entonces los corceles, de sangre pura, fogosos, y tres dieron vuelta al
maidán; pero el blanco Kantaka dejó al más rápido de ellos muy atrás; iba a tanta
velocidad, que en el espacio que tardó en caer la espuma de su boca a tierra, había recorrido
veinte lanzas; pero Nanda dijo: “Nosotros también podríamos ganar con un corcel como
Kantaka; traed un caballo cerril, y veremos quien lo monta mejor”.
Entonces los sais31
trajeron un garañón negro como la noche, atado con tres cadenas, con los ojos salvajes, los
ollares dilatados, sin freno ni silla, porque ningún caballero lo había montado aún. Cada
uno de los jóvenes Sakyas saltó sobre su ancho lomo, pero el fogoso corcel corcoveó tan
fuertemente que los arrojó al suelo, cubiertos de polvo y la vergüenza. Sólo Ardjuna pudo
sostener un instante, y habiendo hecho desatar las cadenas, fustigó los flancos del negro corcel, tiró del bocado y contuvo con mano firme la boca soberbia del animal, de manera
que en una tempestad de furor, de rabia y de temor, el garañón salvaje dio una vez la vuelta
a la llanura, medio domado; pero repentinamente se volvió enseñando los dientes, hizo
presa en un pie de Ardjuna, lo desarzonó, y lo habría matado si los palafreneros, que
corrieron en su auxilio, no hubieran arrastrado a la bestia furiosa. Entonces todos los
hombres gritaron: “No dejéis que Siddhartha monte este Bhut32, cuyo hígado es una
tempestad y cuya sangre es una llama roja”. Pero el Príncipe dijo: “Desatad las cadenas;
dadme solamente su melena”. Tomó ésta con tranquilidad y diciendo algunas palabras en
voz baja colocó su mano derecha frente a los ojos del garañón y la pasó suavemente por su
cabeza irritada a todo lo largo del suelo y por los flancos jadeantes; y los espectadores,
asombrados, vieron perder su arrogancia fogosa al corcel negro como la noche, y quedarse
apaciguado y tranquilo como si conociese a nuestro Señor y lo respetara. Y no se movió
mientras Siddhartha lo montaba; después caminó dócilmente bajo la dirección de la rodilla
y de la brida, ante las miradas de todos, de manera que el pueblo gritó: “No luchéis más,
porque Siddhartha es el mejor”. Y los pretendientes respondieron: “Es el mejor”.
Y
Suprabudha, padre de la joven, dijo: “El deseo de nuestros corazones era verte alcanzar el
premio, porque es a ti al que preferimos; pero dime, ¿por qué sortilegios aprendiste las artes
viriles, en medio de tus bosquecillos de rosas y de tus sueños, cuando otros no los han
aprendido en la guerra, la caza y todos los ejercicios? Lleva ¡oh Príncipe! El tesoro que
ganaste”. A estas palabras, la adorable joven india se levantó de levantó de su sitio,
atravesó entre la multitud, tomó una corona de flores de mogra33, suavemente levantó sobre
la frente su velo negro y oro, pasó altivamente frente a los jóvenes y llegó al sitio en que se
encontraba Siddhartha en su gracia divina, realzada por el corcel negro, que, inclinando su
cuello vigoroso, lo pasó dulcemente bajo el brazo de su señor. Se inclinó ante ella el
Príncipe, mientras su rostro irradiaba con la alegría celeste del amor feliz; después ató a su
cuello el collar perfumado y apoyó su cabeza exquisita sobre el pecho de Siddhartha, y se
prosternó a sus pies con los ojos brillantes de felicidad, diciendo: “¡Querido Príncipe,
mírame que soy tuya!” Y toda la multitud se regocijó al verlos pasar, con las manos unidas
y latiendo al unísono sus corazones, mientras el velo negro y oro cubría nuevamente a la
joven.
Largo tiempo después —cuando se esparció la luz de la fe— se preguntó al Señor
Buda, respecto a esos acontecimientos, por qué llevaba ella ese velo negro y oro y
caminaba tan altivamente, y aquel al que honra el universo, respondió: “Antes de mí se
ignoraba esto, aunque parecía saberse a medias: mientras la rueda del nacimiento y de la
muerte gire, las cosas y los pensamientos pasados y las vidas existentes tornan.
Me
acuerdo, sin embargo, remontando miríadas de años, de la época en que vagaba en las
montañas boscosas del Himalaya, siendo un tigre hambriento de piel rayada, yo, que soy
ahora Buda; acostado en la hierba kusa34 acechaba con los verdes entrecerrados los rebaños
que pasaban, y se aproximaban más y más a su muerte, avanzando a mi guarida; o bajo las
estrellas vagaba, salvaje, insaciable, en busca de una presa, olfateando en los senderos la
huella de un hombre o de un gamo. En medio de los felinos, que eran entonces mis
compañeros, huéspedes del juncal espeso o del djihl35 cubierto de cañas, una tigresa, la más
bella de la selva, provocaba la guerra entre los machos; su piel era de oro brillante, bordad de negro, como el velo que llevaba Yasodhara para mí; el combate fue ardiente en la selva,
los dientes y las garras destrozaron, en tanto que, bajo un nim36 la soberbia tigresa veía
como nos desangrábamos, heridos cruelmente. Y recuerdo que al final vino gruñendo, pasó
frente a los otros reyes de la selva cubiertos de mordidas, a los que yo había vencido, y con
su lengua acariciadora lamió mi flanco jadeante; luego, caminando altiva, vino conmigo al
juncal, amorosamente. La rueda del nacimiento y de la muerte gira abajo y arriba”.
Entonces la joven fue dada al Príncipe por unión voluntaria37; y cuando los astros
fueron favorables —Mesha, el Ram rojo era el señor del cielo— se celebró la fiesta del
matrimonio según las costumbre de los Sakyas. El gadi38 de oro fue colocado, tendidos los
tapices; colgaron las guirnaldas nupciales, ataron los hilos a los brazos de los prometidos,
después fue partido el dulce pastel; se regó arroz y attar39, flotaron las dos pajas sobre la
leche rojiza y se aproximaron, lo que presagiaba el amor hasta la muerte; los esposos dieron
en seguida los siete pasos alrededor del fuego40, se regalaron presentes a los religiosos, se
hicieron limosnas y ofrendas a los templos, y, en fin, cantaron los mantras41 y ataron juntos
los vestidos del novio y la novia. Entonces, el padre anciano dijo: “Honorable Príncipe; la
que era nuestra, desde ahora es tuya solamente; se bueno para ella, que ha puesto su vida en
ti”. Luego acompañaron a la dulce Yasodhara a la casa conyugal, con cantos y trompetas, y
la pusieron en brazos del Príncipe, todo fue sólo amor.
Pero el Rey no tenía en cuenta nada más al amor; les hizo construir una prisión de
amor magnífica, tal, que sobre toda la tierra no había maravilla semejante a Vishramván, el
palacio del recreo del Príncipe. En medio del inmenso terreno que rodeaba al palacio se
elevaba una montaña verdegueante, cuya base bañaba el río Rohiui, que desciende
murmurando del Himalaya para llevar su tributo a las olas del Ganges. Al Sur, un boscaje
de tamarindos, tapizado de flores de ganthi color azul pálido, cerraba el horizonte; sin
embargo, el ruido de la ciudad llegaba en las del viento, tan suave como el zumbido lejano
de las abejas en los sotos. Por el Norte se levantaban, con saltos prodigiosos, los picos
inmaculados del Himalaya enorme, alineando sus hileras deslumbradoras de blancura que
suben al asalto del cielo azul —vírgenes, infinitos, maravillosos—, y este universo erguido
de crestas y de rocas agudas, redondas o planas de verdosas pendientes y de agudas de
hielo, de barrancas desgarradas y escarpados precipicios, elevaba tan alto el pensamiento,
que creía alcanzar el cielo y conversar con los dioses. Debajo de las nieves se extendían
selvas sombrías, donde brillaban cascadas bulliciosas veladas por las nubes; más abajo
crecían las encinas rosas y los grandes pinos, donde resonaban los reclamos de los faisanes,
el rugido de la pantera, el balido del carnero salvaje sobre las rocas y el grito de las águilas
inquietas; más abajo aún, brillaba la pradera como un tapiz de plegaria al pie de estos
divinos altares. Enfrente, los arquitectos construyeron el pabellón espléndido sobre una
elevada terraza, lo flanquearon con torres y lo rodearon con galerías de columnas.
Los
tallados de las vigas representaban historias de los viejos tiempos, Radha42 y Krishna; las vírgenes de los bosques, Sita43, Hunaman44 y Draupadi45; y sobre el pórtico de en medio, el
dios propicio Ganesha46, con su disco y su garfio —colocado allí para obtener la sabiduría y
la prosperidad—, estaba sentado, enrollando su trompa oblicua. Por los caminos sinuosos
del jardín y del patio se llegaba a la puerta interior de mármol blanco veteado de rosa; el
dintel era de lapislázuli, el umbral de alabastro, y las puertas de sándalo, con los paños
adornados de pinturas, franqueando el umbral, se paseaba uno, encantado, en vestíbulos
soberbios y en cámaras sombrosas, subía por escaleras magníficas, atravesaba galerías
enrejadas, admiraba ricos artesonados y haces de columnas y frescas fuentes bordeadas de
lotos y de nelumbos con surtidores de aguas y peces que brillaban en el cristal, escarlatas,
dorados y azules. En las soleadas alcobas las gacelas de grandes ojos ramoneaban las rosas
abiertas; los pájaros color de arco iris revolaban entre las palmas, las palomas verdes y
grises construían sus nidos sobre las cornisas doradas, en las losas brillantes, los pavos
desplegaban los esplendores de sus colas, mientras las garzas blancas como la leche y los
pequeños búhos domésticos los contemplaban tranquilamente.
Los pericos de collares color
de ciruela se balanceaban de fruto en fruto, los colibríes volaban de flor en flor, los tímidos
lagartos se calentaban sin recelo en los enrejados; las ardillas venían a comer en la mano,
porque la paz reinaba en todas partes, la cuta serpiente negra, que da la buena suerte a las
familias, dormía, calentando sus anillos al sol, bajo las flores; cerca de allí, los monos de
ojos obscuros hacían gestos a los cuervos. Y toda esta casa de amor estaba llena de
servidores dóciles; a la menor señal acudía gente de rostro amable, de habla suave y de
servicio diligente, cada uno era feliz de hacer feliz a alguien, experimentaba placer al dar,
estaba orgulloso de obedecer, de modo que la vida se deslizaba encantadora como un río
guarnecido de flores perpetuas, y Yasodhara era la reina de esta corte encantada.
Pero más allá de estas cien cámaras magníficas estaba oculto un aposento donde el
arte prodigara todas sus deliciosas fantasías para apaciguar el espíritu. Se penetraba a él por
un patio cerrado, a cielo abierto, en medio del cual se encontraba una fuente mármol blanco
como la leche, cuyos bordes, escalones y friso estaban incrustados de ágatas, matizadas
delicadamente. Era grato pasar horas indolentes en este refugio de frescura deliciosa, como
el caminar sobre la nieve en el estío; los rayos del sol filtraban sus oros, y al pasar a través
del porche y del hielo, se suavizaban, tomaban tintes argentinos, se volvían pálidos y casi
sombríos, como si la luz se detuviera y se cambiase en crepúsculo en el amor y en el
silencio que reinaba a la puerta de esta agua.
Porque tras esta puerta se encontraba la
cámara maravillosa y exquisita, maravilla del mundo; la suave luz de las lámparas
perfumadas resbalaba, a través de las ventanas de nácar y de los cortinajes sembrados de
estrellas, sobre las tapicerías de tela de oro, los lechos de seda, y el esplendor de las pesadas
purdahs47, que no se levantaban sino para dejar pasar a la más bella. Nadie sabía si allí era
de noche o de día, porque la luz se filtraba siempre tenue, más brillante que la aurora, pero
también más suave que el crepúsculo, y siempre soplaban brisas deliciosas más agradables
que las de la mañana, pero tan frescas como las de la media noche, y noche y día cantaban
los laúdes, noche y día llevaban manjares deliciosos, frutos cubiertos de rocío, helados
hechos con nieve del Himalaya, delicadas confiterías, y leche de cocotero en su copa
marfileña. Y noche y día se encontraba allí una cuadrilla escogida de bailarinas de nautch,
de coperos y de músicos, agradables servidores del amor, que abanicaban los ojos del
Príncipe feliz, y cuando se despertaba, llevaban sus pensamientos a la alegría, por la música
que resonaba en medio de las flores, por el encanto de las canciones amorosas y las danzas
alucinantes acompañadas del repiqueteo de los cascabelees atados a los tobillos de las
bayaderas, por los movimientos de sus brazos y los sonidos de la vina48 de cuerda de plata,
mientras las esencias del almizcle y champack y las niebla azul que esparcía los aromas
quemados hacían languidecer nuevamente su alma y lo invitaban otra vez a dormir en los
brazos de la dulce Yasodhara, y así vivía Siddartha, olvidado del resto del mundo.
Además, el Rey ordenó que dentro de los muros de este palacio jamás de hablara
de la muerte, de la vejez, del pesar, del dolor o de las enfermedades. Si alguna hermosura se
marchitaba en esta corte amable, si sus pies no podían ya danzar, la inocente criminal era
expulsada de este paraíso, por temor de que el Príncipe sufriese al ver su desgracia.
Vigilantes intendentes cuidaban de ejecutar la sentencia contra cualquiera que hablase del
triste mundo exterior donde reinan los sufrimientos y las quejas, los temores y las lágrimas,
y el llanto de los afligidos y el humo horrible de las piras. Se consideraba como traición el
que apareciera un hilo de plata en la cabellera de una cantadora o de una bailarina, y a cada
aurora recogían las rosas marchitas, barrían las hojas muertas y separaban todo lo que
pudiera ser motivo de tristeza. Porque, decía el Rey: “Si pasa su juventud lejos de todas
estas cosas que incitan a meditar y a incubar los huevos vacíos del pensamiento, la sombra
de este destino, demasiado vasto para un hombre, se debilitará quizá, y lo veré
transformarse en un soberano todopoderoso que gobernará todos los países, si quiere, y será
el Rey de los reyes y la gloria de su tiempo”.
Así, pues en torno de esta prisión encantada en la que el amor era el carcelero y
los deleites las rejas, pero lejos de las miradas, hizo construir el Rey un muro grueso, con
una puerta de dos batientes, de bronce; eran necesarios cien hombres para moverla sobre
sus goznes, y el chirrido formidable se extendía a media vodjana de distancia. Hizo una
segunda puerta y luego una tercera tras la anterior, de manera que era preciso franquear tres
puertas para salir del palacio del gozo.
Eran tres puertas con aldabas, reforzadas con barras,
y cerca de cada una estaba colocado un guardia fiel; y la consigna del rey decía: “No dejéis
pasar a nadie, aunque fuese a mi hijo el Príncipe, porque me respondéis con vuestra
cabeza”.
EDWIN ARNOLD.
___________________________________________________________22 (Ind.) Michelía champaka: arbusto de flor odorífera.
23 (Ind.) Ciervo.
24 Polvo de antimonio.
25 Diosa, esposa de Siva.
26 Montaña de las provincias del Noroeste, habitada por una diosa: Nanda.
27 Prado.
28 Medida de longitud que equivale a 1.300 pies ingleses, poco más o menos.
29 Pequeña concha empleada como moneda en ciertas partes de la India.
30 Vestido de las mujeres.
31 (Ind.) Palafrenero.
32 Mal genio.
33 Jazmín.
34 Hierba usada por los Indostánicos en las ceremonias religiosas.
35 (Ind.) Terreno pantanoso.
36 (Ind.) Lilas de Persia.
37 Modo de los Gaudharvas o músicos celestes, una de las ocho maneras de matrimonio indicado por la ley de Manú, que la define: “la unión de una joven y de un joven que resulta de un voto mutuo”.
38 (Ind.) Cojín sobre el cual se sientan los esposos durante las fiestas nupciales.
39 (Ind.) Perfume, esencia.
40 Ceremonia esencial del matrimonio, según la ley brahmánica.
41 Plegarias, fórmulas mágicas.
42 Una de las favoritas de Krishna, Este último es uno de los dioses más populares de la India, y sus amores son el tema de numeroso poemas.
43 Esposa de Rama y heroína del Ramayana.
44 Mono que ayuda a ayuda a Rama a recuperar a Sita, robada por Rayana.
45 Heroína de Mahabharata.
46 Hijo de Siva y de Parvati, dios de la Sabiduría. Es representado con una cabeza de elefante, porque este animal es considerado por los indostánicos como el emblema de la sagacidad. En cada ciudad y en cada palacio indio, una de las puertas está colocada bajo la invocación de Ganesha.
47 (Ind.) Cortina.
48 Especie de cítara, terminada por una calabaza que le servía de caja de armonía.
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