jueves, 26 de marzo de 2020

LA LUZ DE ASIA - LIBRO III

Nuestro Señor Buda descansaba en esta apacible morada de vida feliz y de amor, sin saber nada de la necesidad, del dolor, de la melancolía, de la vejez, y de la muerte; sin embargo, así como al dormir vaga uno en sueños por mares obscuros, y llega, extenuado, a las riberas del día, trayendo extraños recuerdos de este viaje sombrío, así también mientras descansaba su graciosa cabeza adormecida en el pecho moreno de Yasodhara, cuyas manos amantes abanicaban dulcemente sus párpados cerrados, se levantaba repentinamente gritando: “¡Mi universo!, ¡oh universo! ¡escucho! ¡sé! ¡voy!” Y ella le preguntaba: “¿Qué tenéis mi Señor?”, con los ojos dilatados por el terror; porque en esos momentos la compasión que expresaba la mirada del Príncipe inspiraba temor, y su rostro se asemejaba al de un dios. 

Entonces sonreía de nuevo, para calmar las lágrimas de su esposa, y pedía que le tocasen una melodía de vina; pero una vez colocaron en el umbral un calabazo con cuerdas templadas, en un sitio en que el viento pusiese suspirar sus notas y tocar a su sabor —porque el viento arranca a las cuerdas de plata una música extraña—, y los que se encontraban en torno a él no escuchaban más que esto, pero el príncipe Siddartha escuchó a los Devas, y he aquí las palabras que cantaron a su oído: “Somos las voces del viento vagabundo, que suspira después del reposo, y no puede hallarlo jamás; ¡ved! tal es el viento, tal es también la vida mortal; un lamento, un suspiro, un sollozo, una tormenta, una lucha. “No podemos saber la razón de nuestra existencia, ni su origen, ni el manantial de la vida, ni su objeto; somos como vosotros, los fantasmas de la nada; ¿qué placer tenemos en nuestro dolor, que cambia sin cesar? “¿Qué placer tienes en tu felicidad inmutable? ¡Ah! Si durase el amor, podría dar la felicidad, pero la vida es como el viento; todas las cosas no son sino voces pasajeras que soplan sobre las cuerdas vibrantes. “¡Oh hijo de Maya! Porque vagamos sobre la tierra es por lo que gemimos en estas cuerdas; no cantamos la alegría, porque vemos muchos dolores en muchos países, infinidad de ojos que lloran y de manos que se tuercen de desesperación. 

“Pero nos burlamos en medio de nuestros gemidos, porque si pudiesen saber los hombres que esta vida a la cual se aferra sólo es una vana apariencia, sería para ellos tanto como ordenarle a una nube que se detuviera, o contener el curso de un río. “¡Pero tú, que debes ser el Salvador, tu hora se acerca! El triste mundo espera en su miseria, el mundo ciego gira bamboleándose en su círculo de dolor; ¡levántate, hijo de Maya! ¡despierta! ¡cesa de descansar! “Somos las voces del viento vagabundo; vaga también ¡oh Príncipe! Para encontrar tu reposo; abandona tu amor por el amor de todos los seres amados; ten piedad del dolor y deja tu jerarquía para aliviar la angustia y llevar a cabo la liberación. “Así suspiramos, al pasar, por las cuerdas de plata, para ti que no conoces todavía nada de las cosas de la tierra; así hablamos, y nos burlamos, de estas apariencias con las cuales juegas”. Algún tiempo después, en una ocasión que estaba sentado en medio de su corte magnífica, teniendo de la mano a la dulce Yasodhara, una muchacha contaba para hacer agradable esta hora crepuscular, una vieja historia —con intermedios de música en los momentos en que su voz armoniosa se apagaba—. Era un cuento de amor; se trataba de un caballo sorprendente y de países prodigiosos, lejanos, donde vivían pueblos pálidos en los que el sol, al acercarse la noche, se hundía en el mar. 

Entonces dijo él suspirando: “Tchitra me recuerda la canción del ciento en las cuerdas, con su bella historia; dale tu perla Yasodhara, para recompensarla. Pero tú, perla mía, dime: ¿existe un mundo tan inmenso, hay un país que vea al gran sol rodar en las olas, se encuentran allí corazones como los nuestros, innumerables, desconocidos, desgraciados quizás, que pudiéramos socorres si los conociéramos? A menudo, cuando el sol, al elevarse por el Oriente, hace su regio camino de oro, me pregunto, con asombre cuál es el extremo del mundo, entre los hijos del Levante, el primero que saludó sus rayos; a menudos, aun en tus brazos y sobre tu seno, ¡oh encantadora esposa mía!, mi corazón palpitó dolorosamente, al declinar el sol, por el deseo de seguirlo al ocaso empurpurado, para ver los pueblos del Poniente. Deben existir allí muchos corazones que amaríamos; ¿cómo podría ser de otro modo? Aun en este momento, tengo una cuita, que un beso de tus labios dulces no podría disipar. ¡Oh joven! ¡oh Tchitra! tú que conoces los países encantados, ¿adónde está el rápido corcel de tu relato? ¡Que no pueda yo, por un día, poner sobre su espalda mi palacio, y cabalgar, cabalgar, para ver la extensión de la tierra; o mejor, si tuviese las alas de este buitre joven —esta carroña que debe heredar reinos más vastos que el mío—, cómo tendería el vuelo hacia las cimas del Himalaya, donde brilla la nieve teñida de rosados reflejos, para buscar con la mirada los países que en su redor se extienden! ¿Por qué nunca vi ni traté de ver? 

Dime lo que se encuentra fuera de nuestras puertas de bronce”. Entonces, alguien respondió: “Desde luego la ciudad, Príncipe feliz, los templos, los jardines y los bosques, en seguida campos y más campos todavía con nullahs49, mercados, el juncal, koss y koss, hasta desaparecer en el horizonte; luego el reino del rey Bimbasara, y por último las vastas llanuras del mundo, con miríadas y miríadas de habitantes”. “Bien —dijo Siddartha—, haz decir a Tachnna que unza mi carro; mañana al mediodía iré a ver lo que está fuera del palacio”. Entonces dijeron al Rey: “Señor, quiere tu hijo que sea uncido su carro mañana al mediodía, para que pueda salir y ver la Humanidad”. “Sí —dijo el sabio monarca—; es tiempo de que la vea. Pero ordenad, por medio de los pregoneros, que adornen mi ciudad de modo que no se encuentre ningún espectáculo aflictivo, que no salga ningún ciego o estropeado, ningún enfermo, ningún hombre cargado de años, ningún leproso”. 

En consecuencia, barrieron los pisos; los aguadores, con sus odres, regaron todas las calles; los criados regaron polvo rojo en los umbrales de las casas, colgaron nuevas guirnaldas y colocaron una rama de tulsi50 en sus puertas. Con grandes pincelazos restauraron las pinturas de las murallas, llenaron de banderas los árboles, redoraron los ídolos; en las encrucijadas, Suryadeva51 y los grandes dioses brillaron sobre altares de follaje; de manera que la ciudad parecía la capital de algún reino encantado. Los pregoneros recorrieron las calles en el tambor y el gong, gritando en voz muy alta: “¡Escuchad, ciudadanos! El rey ordena que ningún espectáculo triste pueda ser visto ahora; no dejéis salir ningún ciego, ningún lisiado, ni enfermo, ni hombre cargado de años, ni leproso, ni achacoso. Que nadie queme un muerto o lo saque hasta la caída de la noche. 

Porque tal es la orden de Sudhodana”. De modo que todo era agradable a la vista, y las casas estaban adornadas en Kapilavastu cuando el Príncipe llegó en su carro de bellos colores, tirado por dos novillos blancos como la nieve, que balanceaban sus cuellos y frotaban sus anchos hocicos en el yugo esculpido de laca. Era grata a la vista la alegría del pueblo aclamando a su Príncipe, y Siddartha era feliz al contemplar a todos sus fieles súbditos vestidos con trajes de fiesta, y riendo, como si la vida fuese buena. “El mundo es hermoso —dijo— y me agrada, y estos hombre que no son reyes son hermosos y amables, y suaves son mis hermanas que trabajan y cuidan la casa; ¿qué he hecho a estas gentes para volverlas así? ¿Cómo saben estos niños si yo los amo? 

Dejad, os lo ruego, que suba en el carro este joven Sakya que nos arroja flores. ¡Qué bueno es reinar en un reino como éste; qué placer tan puro si esta gente está contenta porque voy entre ella! ¡Cuántas cosas me son inútiles si estas casitas contienen bastante alegría para llenar de sonrisas nuestra ciudad! ¡Ve más de prisa Tchanna! Pasa las puertas y hazme ver desde luego este mundo encantador y que desconocía”. Entonces pasaron las puertas en medio de una jubilosa multitud que se aglomeraba en las calles; algunos corrieron delante de los bueyes, arrojándoles coronas; otros acariciaban sus flancos sedosos; otros más les traían arroz y pasteles, y todos gritaban: “¡Djai! ¡Djai52 nuestro noble Príncipe!” De modo que todo el camino estaba lleno de rostros felices y de agradables espectáculos, siguiendo las órdenes del Rey, cuando un miserable desarrapado, hosco y mugroso, salió tambaleándose del agujero en que se ocultaba, se arrastró a la mitad del camino; era viejo, muy viejo y su piel arrugada, curtida por el sol, se pegaba como un pellejo de bestia a sus huesos descarnados; se rostro se encorvaba al paso de los largos años; sus órbitas rojizas estaban roídas por viejas lágrimas; sus ojos eran turbios y legañosos; sus mandíbulas desdentadas estaban contraídas por la parálisis y el espanto de ver tanta gente y tanta alegría. 

Una de sus manos falcas se apoyaba en un bastón gastado para sostener sus piernas vacilantes, y con la otra oprimía su pecho flaco, del que se escapaba un soplo penoso. “Dadme una limosna, buenas gentes —gemía—, porque moriré mañana o pasado”. Luego le sacudió la tos, mientras continuaba con la mano extendida, parpadeando y refunfuñando en medio de su espasmo: “¡Una limosna!” Entonces los que le rodeaban lo arrastraron violentamente del camino, diciendo: “¡Que no lo vea el Príncipe! ¡Vuelve a tu agujero!” Pero Siddartha gritó: “¡Dejadle! ¡dejadle! Tchanna, ¿quién es este ser que se parece a un hombre, pero del que seguramente tiene la apariencia nada más, tan encorvado está, tan miserable, horrible y espantoso? ¿Hay hombres que nacen hechos así? ¿Qué quiere decir con esta palabras: “moriré mañana o pasado”? ¿Por qué no encuentra alimento y están sus huesos tan visibles? ¿Qué desgracia hirió a este lastimoso?” 

Entonces el conductor de carro respondió: “Príncipe encantador, sólo es un hombre viejo. Hace ochenta años su espalda estaba recta, claros sus ojos y sano su cuerpo; sin embargo, los años rapaces agotaron su savia, doblegaron su vigor y hurtaron su voluntad y su espíritu; su lámpara perdió el aceite, la mecha se carbonizó; lo que le resta de vida no es más que un vago fulgor que vacila antes de extinguirse; tal es el efecto de la edad; ¿por qué se fijó en él vuestra alteza?” 

El Príncipe dijo entonces; “¿Pero esto le sucede a otros hombres, o a todos, o bien es raro que alguien llegue al estado de éste?” “Noble Señor —respondió Tchanna—, todas las personas presentes se tornarán como éste, si viven tan largo tiempo”. “¿Pero —preguntó el Príncipe— si vivo tanto tiempo seré así, y si Yasodhara vive ochenta años, la vejez producirá en ella los mismos efectos? ¿Y le sucederá lo mismo a Djalini, a la pequeña Hasta, a Gautami, Gunga y las demás?” “Sí, Señor”, respondió el conductor del carro. Entonces dijo el Príncipe: “Da vuelta y condúceme al palacio. 
Vi lo que no pensaba ver”. Y reflexionando en esto, Siddartha, pensativo, regresó a su corte encantadora, triste de humos y de semblante; no gustó de los blancos pasteles ni de los frutos servidos en la comida de la noche, ni concedió su mirada a las mejores bailarinas del palacio, que se esforzaban por cautivarle, y no despegó los labios si no fue para proferir estas tristes palabras, cuando Yasodhara, afligida, se arrojó a sus pies suspirando: “¿No tiene mi Señor la felicidad en mí?” “¡Ah! Querida esposa —dijo—, es la felicidad que mi alma padece al considerar que terminará, que los dos tornaremos viejos. Yasodhara, sin amor, deformes, débiles, encorvados. 

Sí; aunque nuestros labios hayan unido nuestra vida y nuestro amor tan íntimamente que noche y día nuestros alientos se confunden, pasará entre nosotros el tiempo para llevarse mi pasión y tu gracia, como la noche negra borra los rayos rosados que brillan en la cima d los montes y poco a poco los cubre con un velo sombrío. He aquí lo que descubrí, y mi corazón se obscureció por completo de espanto a esta idea, y mi corazón entero no piensa sino en el medio de preservar el amor de los ataques del tiempo implacable que envejece a los hombres”. Y así pasó toda la noche, sin poder dormir ni consolarse. Y durante toda esa noche, el rey Sudhodana estuvo agitado por turbadores ensueños. Vio primero desplegado un estandarte glorioso, en el que brillaba un sol de oro, emblema de Indra53 pero se levantó un viento impetuoso que desgarró los pliegues del divino estandarte y lo hizo rodar en el polvo; luego llegó una bandada de espíritus que levantó el estandarte manchado, colocándolo al Este de las puertas de la ciudad. Vio en seguida diez elefantes enormes, con los colmillos de plata, que conmovían el suelo con su marcha pesada; venían por el camino del Sur; el hijo del Rey montaba el primero, los otros le seguían. 

La tercera visión fue un carro que brillaba con cegadora luz, arrastrado por cuatro corceles cuyos ollares arrojaban humo blanco y que tascaban una espuma de fuego; y el príncipe Siddartha iba sentado en este carro. 

La cuarta visión fue una rueda que giraba y giraba sin cesar, con un cubo de oro en fusión, rayos constelados de pedrerías y extrañas cosas escritas en las llantas; y al girar esta rueda, parecía producir al mismo tiempo fuego y música. 
La quinta visión fue un tambor inmenso colocado a medio camino entre la ciudad y la montaña, sobre el cual golpeaba el Príncipe con una maza de hierro, de manera que el sonido repercutía como el estallido de un trueno rodando a lo lejos en el cielo y en el espacio. 
La sexta visión fue una torre que subía siempre dominando la ciudad, de manera que su remate altivo aparecía coronado de nubes, y en cuya cima se encontraba el Príncipe sembrando con las manos llenas, en todas direcciones refulgentes carbúnculos; se hubiese dicho que llovían jacintos y rubíes, y todo el mundo venía disputando por escoger estos tesoros que caían a los cuatro vientos. Pero su séptima visión de espanto fue un concierto de gemidos y la vista de seis hombres que lloraban, rechinaban los dientes y se cubrían las bocas con las manos, abismados en su desesperación.Tales fueron las siete espantosas visiones que en sueños tuvo, pro ninguno de los augures más expertos se las pudo explicar. 

Entonces el Rey, irritado, exclamó: “Debe caer una desgracia sobre mi casa, y ninguno de vosotros es bastante perspicaz para ayudarme a saber lo que los dioses poderosos me presagian enviándome estos sueños”. La ciudad estaba afligida de que el Rey hubiese soñado estas amenazadoras visiones que nadie podía explicar; pero he aquí a un hombre viejo, vestido con una piel de animal, una especie de ermitaño que nadie conocía, se presentó a la puerta y exclamó: “Llevadme ante el Rey, porque puedo explicarle la visión de su sueño”. Y cuando hubo escuchado el relato de los siete misterios de este sueño, se inclinó con respeto y dijo: “¡Oh Maharadja! ¡Saludo esta casa afortunada donde se levantará un esplendor más deslumbrante que el del sol! Ved como estos siete motivos de temor son siete causas de alegría; en efecto, esa bandera desplegada, gloriosa, marcada por el emblema de Indra, que viste derribada y levantada, significa el fin de las antiguas creencias y el comienzo de la nueva, porque los dioses cambian como los hombres, y pasan los palpas como los días, andando en el tiempo. 

Los diez grandes elefantes que hacían estremecer la tierra significan los diez grandes dones de la sabiduría, con cuya fuerza el Príncipe dejará su estado y sacudirá al mundo, haciendo pasar la Verdad. Los cuatro caballos de aliento de fuego, uncidos aun carro, son las cuatro virtudes intrépidas que conducirán a tu hijo de la duda y las tinieblas a la luz benéfica; la rueda que giraba con su cubo de oro en fusión es la Rueda muy preciosa de la Ley perfecta, que girará a los ojos del mundo entero; el tambor que batía tu hijo, de modo que su sonido repercutía en todos los países, significa el trueno d la Palabra que predicará; la torre que se levanta hasta los cielos representa la elevación del evangelio de Buda, y las joyas regadas desde lo alto de esta torre son los tesoros inapreciables de esta buena Ley, cara a los dioses y a los hombres, y que todos desean; tal es la interpretación de la torre. En cuanto a los seis hombres que gemían cubriéndose la boca, son los seis principales predicadores a los que tu hijo convencerá de su error por el esplendor de la verdad y de sus discursos irrefutables. ¡Oh Rey, regocíjate! La fortuna de monseñor el Príncipe sobrepasa la de todos los reinos, y sus harapos de ermitaño valdrán más que las telas de oro. ¡Tal fue tu sueño! Y estas cosas sucederán dentro de siete días con sus noches”. 

Así habló el santo hombre, luego se prosternó ocho veces inclinándose profundamente tocando tres veces la tierra, se levantó y salió; pero cuando le mandó buscar el Rey para ofrecerle un rico presente, los mensajeros regresaron, diciendo: “Venimos del templo de Tchandra54, donde entró, pero allí solo se encontraba un búho gris, que voló del altar”. Algunas veces los dioses vienen bajo esta forma. El Rey, entristecido, se asombró, y dio orden que se rodeara a Siddartha de nuevas delicias para retener su corazón en el palacio del gozo; por otra parte, redobló la guardia de las puertas de bronce. ¿Pero quién podía impedir que entrase el destino? En efecto, el Príncipe tuvo nuevamente el deseo de ver el mundo y la vida humana, que sería muy agradable si sus ondas no fuesen a morir en las playas del Tiempo. “Os lo ruego, dejadme ver nuestra ciudad tal como es —dijo al rey Sudhodana—. Vuestra Majestad, en su tierna solicitud, ordenó al pueblo la última vez que ocultara los seres que sufrían y los espectáculos vulgares, y que pusieran rostros alegres para regocijarme y hacer más agradable todas las calles; sin embargo, aprendí que no era esa la vida de todos los días, y puesto que soy el que más cerca está de vos y del reino, quisiera conocer el pueblo y las calles, su aspecto habitual, los trabajos cotidianos y la vida que viven estos hombres que no son reyes. Dadme permiso, mi querido Señor, para salir de incógnito de mis jardines felices; regresaré contento, padre mío, a sus apacibles umbrías, o por lo menos, más sabio. 

Dejadme pues, os lo ruego, ir mañana a mi guisa, con mis servidores, a través de las calles”. Y el Rey dijo en medio de sus ministros: “Puede ser que esta segunda salida corrija el efecto de la primera. 
Ved cómo se turba el halcón de cuanto ve si se le quita la caperuza, y por el contrario, qué mirada tan apacible le da la libertad; dejad que mi hijo vea todo, y dadme nuevas del estado de su espíritu”. 
Así, pues, al día siguiente el Príncipe y Tchanna atravesaron las puertas, que se abrieron a la vista del sello real; pero los que hicieron girar sobre los goznes los pesados batientes no supieron que el que pasaba con ese traje de mercader era el hijo del Rey, y el conductor de su carro el que iba con traje de religioso. 

Avanzaron a pie por la vía pública, confundidos entre todos los ciudadanos Sakyas, mirando lo que había de alegre y de triste en la ciudad; las calles pintorescas, animadas por el rumor de la vida diaria; los mercaderes en cuclillas en medio de sus especias y de sus granos; lo compradores con su dinero en los pliegues del vestido55; las disputas de las compras; los gritos penetrantes para hacerse sitio; las pesadas ruedas de piedra; los bueyes robustos de paso lento con sus pesados fardos; los portadores de palanquín que cantaban; los hamals56 de anchos cuellos, sudando al sol; los criados llevando agua de pozo balanceando sus tchatties57 y con sus hijos de ojos negros a horcajadas en las espaldas; las tiendas de confiterías llenas de moscas; el tejedor en su oficio haciendo sonar su lanzadera; las piedras de molino listas para moler el trigo; los perros vagando en busca de algunas piltrafas; el hábil armero fabricando cotas de malla con el alicate y el martillo; el herrero ocupado en enrojecer en su fragua un azadón y una lanza; la escuela donde, en torno de su Gurú, los niños Sakyas, sentados en semicírculo, cantaban gravemente los mantras y aprendían las historias de los dioses y de los semidioses; los tintoreros extendiendo al sol telas anaranjadas, rosas o verdes que sacaban todavía húmedas de sus cubas; los soldados que caminaban haciendo tintinear sus espadas y sus escudos; los conductores de camellos, balanceándose, sobre las jorobas de sus monturas; el sabio Brahmán, el Kchatrya marcial, el humilde Sudra trabajador58; aquí se oprimía para ver a un encantador de serpientes que charlaba enrollando en torno a su puño la joyería viva del áspid y del nag, o que obligaba a la terrible cobra a bailar erguida de cólera al son de su calabazo adornado de brujerías; allá, una larga fila de tambores y de trompas, corceles adornados de colores brillantes y de gualdrapas de seda, que conducían a una novia a la casa conyugal, y aquí, una mujer que iba a ofrecer al dios pasteles y guirnaldas, para conseguir el regreso de su marido que partiera a un largo viaje, o el nacimiento próximo de un hijo; más lejos se encontraban las tiendas donde los negros caldereros batán el cobre sonoro para hacer lámparas y lotas59. De allí pasando bajo los muros del templo y las puertas monumentales, llegaron al río y al puente, bajo las murallas de la ciudad. 

Acababan de franquearlas, cuando a la orilla del camino una voz desconsolada gimió: “¡Socorredme, monseñores! Levantadme sobre mis pies; ¡oh, socorredme, o muero antes de llegar a mi casa!” Era un desgraciado que temblaba atacado de peste mortal, y se retorcía en el polvo, cubierto de pústulas de un rojo ardiente; un sudor frío perlaba en su frente, su boca se contraía en los terrores de su dolor, y sus ojos extraviados se anegaban en las tormentas de la agonía. Se afianzaba, jadeante, a las hierbas del camino para levantarse, y se levantaba a medias para caer de nuevo, con todos sus miembros temblorosos, con un grito de terror, diciendo: “¡Ah, qué dolor! ¡buena gente, socorredme!” Inmediatamente acudió Siddartha, levantó al desgraciado con sus manos caritativas, mirándolo dulcemente, colocó la cabeza del enfermo sobre sus rodillas, y luego, cuando le hubo confortado con sus tiernas caricias, le preguntó: “Hermano, ¿cuál es tu sufrimiento? ¿Qué mal te aqueja? ¿Por qué no puedes levantarte? ¿Por qué, Tachnna, palpita, y gime, y trata en vano de hablar, y se lamenta de un modo tan conmovedor?” 

El conductor del carro respondió: “Gran Príncipe, este hombre está atacado de alguna peste, sus elementos están confundidos; la sangre que corría por sus venas como un río salutífero salta y rebulle como un torrente de fuego; su corazón que palpitaba con regularidad late, ya demasiado aprisa, ya lentamente, como un tambor al que se golpea sin descanso; sus músculos están relajados como la cuerda de un arco distendido; la fuerza abandonó sus jarretes, su cintura y su cuello; y toda la gracia y la alegría humana huyeron lejos de él; es un hombre enfermo y atacado en este momento de un acceso. Ved cómo se araña sin cesar para asir su mal, cómo mueve sus ojos inyectados en sangre, cómo rechina los dientes y respira con pena, como si su aliento fuese humo sofocante. 
¡Ved! Quisiera haber muerto, pero no morirá antes de que el mal haya hecho en él su obra, matando los nervios, que mueren antes que la vida; después, cuando todos sus músculos crujan en la agonía y todos sus miembros pierdan la sensación del dolor, el mal lo abandonará para ir a abatirse lejos. 
¡Oh Señor! No es bueno que lo tengas así, la enfermedad puede ser contagiosa y alcanzarte también”. —Pero—dijo el Príncipe mientras seguía consolando al hombre— ¿hay otros, hay muchos que estén así? ¿Y podría sucederme que llegara a este estado? —Amo —respondió el cochero—, esto ataca a todos los hombres bajo formas variadas; los males y las heridas, la enfermedad, los sarpullidos, las parálisis, las lepras, las fiebres calientes, las disenterías y las pústulas atacan a todas las criaturas y penetran doquiera. — ¿Las enfermedades llegan sin que se las vean? —preguntó el Príncipe. 

Y Tchanna dijo: —Vienen como la astuta serpiente, que muerde sin ser vista; como el tigre real emboscado en el matorral karunda, cerca del sendero de los juncales, esperando el momento favorable para saltar; o como el rayo, que hiere a unos y perdona a otros, al azar. Entonces, ¿todos los hombres viven en el temor? —Así es como viven, ¡oh Príncipe! — ¿Y nadie puede entonces decir: Esta noche me acuesto feliz y tranquilo y así me despertaré? —No nadie puede decirlo. — ¿Y el fin de estos numerosos sufrimientos, que llegan invisibles y cuando quieren, es éste: un cuerpo roto y un alma afligida, y luego la vejez? —Sí, cuando se vive largo tiempo. —Pero si no puede uno soportar su agonía, o si no quiere soportarla, y si desea ponerle término; o si la soporta y es uno como ese hombre, y sólo puede gemir, si vive todavía y llega a viejo, y se hace más viejo aún, ¿entonces cómo acaba esto? —Muere uno, Príncipe. — ¿Muere? —Sí, y al fin llega la muerte, cualesquiera que sea el sitio y la hora. Algunos hombres se vuelven viejos, la mayor parte sufren y se ponen enfermos, pero todos deben morir. ¡Mirad he aquí a la muerte que pasa! Entonces Siddharta levantó los ojos, y vio desfilar lentamente, en dirección al río, una procesión de gente llorosa; a la cabeza marchaba un hombre que agitaba un vaso de tierra lleno de brasas; detrás seguían los parientes, con la cabeza rasurada, cubiertos de signos de duelo, con los vestidos desechos y diciendo en voz alta: “¡Oh Rama, Rama, escucha! ¡Implorad a Rama, hermanos míos!” 

Después venía el sarcófago, hecho con cuatro perchas y bambúes trenzados, sobre los cuales estaba tendido el cadáver, con los pies hacia delante, rígido, descarnado, con la boca sumida, sin mirada, con los flancos excavados, crispado, cubierto d polvo rojo y amarillo; en las encrucijadas, los cargadores hacían que primero pasase la cabeza y gritaban: “¡Rama! ¡Rama!” Y llevaron el cadáver a la orilla del río, donde se levantaba una pira, sobre la cual lo colocaron, cubriéndolo de ramas —el que reposa en semejante lecho duerme un sueño profundo, no lo despertará el frío, aunque esté desnudo expuesto a todos los vientos—. En seguida encendieron en los cuatro ángulos la llama, que se extendió lentamente, lamió la pira, saltó repentinamente, y alcanzando el cuerpo, lo devoró, haciendo silbar sus rápidas lenguas de fuego; después, la piel, desecada, se rajó, y las articulaciones de quebraron; por último, se aclaró y las cenizas se aplastaron, escarlatas y grises, sembradas aquí y allá de un hueso blanco: era el residuo del hombre. 

Entonces dijo el Príncipe: — ¿Este es el fin que alcanza a todos los que viven? —Este es el fin que a todos les está reservado —respondió Tchanna— el que estaba en la pira —y cuyos restos son tan poca cosa, que los cuervos hambrientos, crascitando, desdeñan esta vana comida—, este hombre comió, bebió, rió, amó, vivió y amó la vida. ¿Qué sucedió después? ¿Quiñen lo sabe? Una ráfaga del juncal un paso en falso en el sendero, algo sucio en el estanque, la mordedura de una serpiente, una pulgas de acero mortal, el frío, una arista, o la caída de una teja, y se destruyó la vida, y el hombre está muerto. No tiene ya ni apetitos, ni placeres, ni dolores; un beso en sus labios o la quemadura de la llama lo dejan insensible, no siente que su carne se tuesta, ni el olor del sándalo y los aromas que se queman; perdió el gusto su boca; no escuchan ya sus oídos; ya no se ven sus ojos; gimen desolados los que él amaba, porque es preciso también destruir este cuerpo, en el que brillaba la vida, esta lámpara interior, si no se quiere dar a los gusanos un horrible festín. He aquí el destino común de la carne; poderosos y miserables, buenos y malos, deben morir, y luego, según se enseña, recomenzar una nueva existencia — ¿quién sabe dónde y cómo? — y ser así dedicados nuevamente a las angustias de la partida y a las llamas de la pira. 

Tal es el ciclo del hombre. Entonces Siddartha levantó al cielo sus ojos, en los que brillaban lágrimas divinas, luego los bajó a la tierra, inundados de celeste piedad. Contempló ya el cielo, ya la tierra, como su buscara su espíritu, en un esfuerzo solitario, alguna visión lejana que uniera el uno a la otra, visión perdida y desaparecida, proa no podía conocerse y encontrarse de nuevo. Entonces, en una noble actitud, exaltada por la pasión ardiente de un amor inefable y el ardor de una infinita esperanza insaciable, gritó: “¡Oh mundo que sufres! ¡Oh hermanos conocidos y desconocidos que os debatís en las garras del dolor y de la muerte, donde la vida os retiene! Veo, siento la inmensa necesidad de la agonía de la tierra, la vanidad de sus alegrías, la ironía de sus aventuras, la angustia de sus penas; sus placeres terminan en el dolor, la juventud en la vejez, el amor en la pérdida del objeto amado, la vida en la muerte odiosa y la muerte en desconocidas existencias, que no hacen sino sujetar nuevamente a los hombres a su rueda, para hacerlos girar en el círculo de falsas delicias y de reales sufrimientos. También yo me dejé engañar por este señuelo, y la vida me parecía amable y como corriente de agua soleada que de continuo se desliza en medio de una inalterable paz, mientras que el río insensato sólo corre con rapidez por los prados floridos, para verter más rápidamente sus ondas cristalinas en las ondas saladas del mar impuro. 

El velo que me cegaba se desgarró. Soy como todos estos hombres que imploran a sus dioses sin ser escuchados. ¡Y sin embargo, debe existir una ayuda para ellos y para mí, para cuantos tienen necesidad de socorro! ¡Quizás los mismos dioses experimenten la necesidad de que se les ayude, y son tan débiles que no pueden salvar a los desgraciados que los invocan! ¡No querría yo dejar llorar a un ser que pudiera salvar! ¿Cómo puede ser que Brahma haya creado al mundo y lo abandone a la desgracia, porque si siendo todopoderoso lo deja en este estado, no es bueno, y si no es todopoderoso, no es Dios? ¡Tchanna, regresemos a casa! ¡Es bastante! ¡He visto demasiado!” Cuando el Rey supo esto, colocó una triple guardia en las puertas, y ordenó que nadie entrase ni saliese, ni de día ni de noche, antes que hubiese transcurrido el número de los días marcados en su sueño.

EDWIN ARNOLD.
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 49 (Ind.) Torrentera, lecho de un río. 
 50 Planta de la familia de la albahaca; en todas las casas indias hay una planta de tulsi, que es objeto de culto especial. Cuando dos indostánicos prestan juramento ante los tribunales, tienen que comer una hoja de tulsi que les da un brahmán. 
51 El Dios Sol. 
52 ¡Viva! ¡Viva! 
53 Dios del trueno, personificación del cielo. 
54 La Luna. 
55 Los indostánicos ponen su dinero en un pliegue del vestido que les rodea la cintura. 
56 (Ind.) Mozos de cordel. 
57 (Ind.) Vaso de tierra o de cobre de forma redonda, que se lleva sobre la cabeza o apoyado en la cadera. 
58 Según la ley de Manú, la población de la India estaba dividida en cuatro clases: los Brahmanes, encargados de las funciones sacerdotales y de la enseñanza de los Vedas; los Kchatryas o guerreros, entre los cuales eran elegidos los reyes; los Basillas, entregados al comercio y la agricultura, y por último, los Sudras, que no tenían otro oficio que servir a las clases precedentes. En realidad, estas divisiones correspondían a diferencias de razas. (Véase nuestro Tratado del Derecho indio, pág. 3). 
59 Vasos de cobre.

domingo, 8 de marzo de 2020

LA LUZ DE ASIA- LIBRO II

Cuando nuestro Señor llegó a la edad de dieciocho años, ordenó el Rey que se construyesen tres casas magníficas, una de vigas pulidas, cubierta de madera de cedro, caliente para los días de invierno; otra de mármoles veteados, fresca para el verano; la tercera de ladrillos, cubierta de tejas azules, agradable para el tiempo de las siembras, cuando los champaks22 están cubiertos de renuevos. Subha, Suramma y Ramma eran los nombres de las tres moradas; en su derredor florecían jardines deliciosos cruzados por arroyos juguetones, sembrados de bosquecillos olorosos, con gran número de pabellones brillantes y de bellos prados. Siddartha vagaba a su sabor, encontrando a cada instante nuevas delicias, y pasó horas felices, porque sangre joven y rica corría por sus venas; pero bien pronto las sombras de la meditación tornaron, tal y como el espejo de plata de un lago se obscurece por el paso de las nubes. Al notar esto el Rey, llamó a sus ministros y les dijo: “Reflexionad, monseñores, en lo que dijo el viejo Rishi y en lo que me explicaron los que interpretan los sueños. 

Este niño, que me es más querido que la sangre de mi corazón, será un dominador del mundo que hollará a todos sus enemigos, un Rey de reyes —y tal es mi deseo—, o bien caminará en el triste y humilde sendero de la abnegación y de los piadosos sufrimientos, para ganar quién sabe qué bien, después de haber perdido cuanto vale la pena de ser conservado; y a este fin se dirigen sus ojos pensativos en medio de mis palacios. Pero sois sabios y me aconsejaréis. ¿Cómo podrán volverse sus pasos por la senda gloriosa en que debe caminar, y cómo podrán realizar todos los signos felices que le han dado la tierra para gobernarla, si él lo quiere?” El más anciano respondió: “¡Maharadja! El amor curará este ligero malestar. Tejed el encanto de los artificios de la mujer en torno de este corazón desocupado. ¿Qué sabe este noble niño de la hermosura, de los ojos que hacen olvidar el cielo y de los labios embalsamados? Encontrad mujeres acariciadoras y agradables compañeros de juegos, los pensamientos que no se pueden contener con cadenas de bronce los ata fácilmente un cabello de mujer”. Todos aprobaron estas palabras. Pero el Rey respondió: “Si nosotros le buscamos mujeres, ¿qué acontecerá? El amor elige a menudo de manera distinta; si arreglamos un jardín de bellezas para que pueda elegir la flor que desee, sonreirá y evitará dulcemente la voluptuosidad que ignora”. Entonces otro dijo: “El barasingh23 corre hasta que es disparada la flecha fatal; le sucederá al Príncipe lo que a los espíritus menos grandes; ciertos encantos, un rostro, le parecerán un Paraíso; tal forma le parecerá más bella que la pálida aurora cuando despierta la mundo. Hazlo así, ¡oh Rey mío! Dispón una fiesta donde los jóvenes del reino rivalicen en gracia y juventud en los juegos habituales de los Sakyas. 

Que el Príncipe de el premio a la hermosura, y cuando las encantadoras victoriosas pasen frente a su trono, se notará si una o dos de ellas cambian la tristeza obstinada de su dulce rostro; así podremos elegir para el amor con los propios ojos del amor, y por medio de este artificio procurar la felicidad de Su Alteza”. Este parecer se juzgó bueno. Así pues, desde el día siguiente, los pregoneros invitaron a las mujeres jóvenes y bellas para que viniesen al palacio, donde se efectuaría un concurso en el que el Príncipe distribuiría los premios: un objeto precioso para cada una, el más precioso para la que fuese juzgada la más bella. Entonces las jóvenes de Kapilavastu se aglomeraron a la puerta; cada una acabada de peinar y anudar su cabellera sombría, de lustrar sus pestañas con el surma24, de bañarse y perfumarse; todas estaban cubiertas de chales y con vestidos de los más rientes colores; sus manos y sus finos pies estaban frescamente teñidos de carmín y sus tilkas brillaban. Era un hermoso espectáculo el de todas las jóvenes indias, que desfilaban con lentitud frente al trono, fijos en tierra los ojos negros y rasgados; porque cuando vieron al Príncipe, lo que hizo latir los turbados corazones, más que el respeto de su majestad, fue que estaba sentado tan tranquilo, tan amable, pero tan superior a ellas. Cada joven tomó su regalo con los párpados bajos, no atreviéndose a mirarle; y si los asistentes aclamaban a alguna de ellas como la más hermosa y digna de las sonrisas reales, permanecía como una gacela amedrentada al tocar la graciosa mano, después corría a unirse con sus compañeras, temblando por este favor: tanto así parecía. 

El divino, augusto, sagrado y por encima del mundo. Así que desfilaron una en pos de otra las bellas jóvenes, las flores de la ciudad, terminó toda esta procesión magnífica, y se hubieron agotado los presentes, llegó la última, la joven Yosodhara, y los que estaban sentados al lado de Siddartha vieron turbarse al Príncipe cuando se acercó la virgen radiosa. Sus formas parecían modeladas en el cielo; su anda como era el de Parvati25; sus ojos como los de una corza en la estación del amor; su rostro era tan bello, que las palabras no pueden pintar su encanto; y ella sola miraba al Príncipe al rostro, con las manos cruzadas sobre el seno y con el gracioso cuello descubierto. “¿Hay un presente para mí?”, preguntó sonriendo. “No hay ya regalos —respondió el Príncipe—; pero toma éste en compensación, querida hermana, cuya gracia es el orgullo de nuestra ciudad”. Al decir esto, se quitó su collar de esmeraldas y lo abrochó al cuello sedoso y moreno de la joven; sus ojos se encontraron, y de esta mirada brotó el amor. Largo tiempo después —cuando se esparció la luz—, si se preguntaba al Señor Buda por qué su corazón se había inflamado así a la primera mirada de la joven Sakya, respondía: “No éramos extraños, como nos pareció a nosotros y a todos los asistentes; en edades remotas, el hijo de un cazador, jugando con las jóvenes de las selvas cerca de los manantiales de Yamuna, donde se levanta Nandalevi26, fue elegido como árbitro, mientras ellas corrían bajo los pinos, como las liebres que se recrean en sus rondas alegres a la hora del crepúsculo; coronó a una de flores brillantes como estrellas, a otra con largas plumas arrancadas a los puntados faisanes y a las perdices de los juncales, a una tercera con bellotas de pino; pero la que llegó al último fue la primera para él, y el mancebo le dio un cervatillo domesticado y el amor de su corazón. Y vivieron en la selva largos años felices, y en la selva murieron unidos. ¡Ved cómo la simiente oculta brota del suelo después de años de sequía! 

De igual modo, el bien y el mal, los sufrimientos y los placeres, los odios y los amores, y todas las acciones pasadas tornan de nuevo a la luz trayendo hojas brillantes o sombrías, un fruto dulce o amargo. Y bien, yo fui ese joven, y ella era Yasodhara, y mientras gire la rueda de la vida y de la muerte, lo que fue subsistirá entre los dos”. Pro los que espiaban al Príncipe durante la distribución de los presentes vieron y oyeron todo, y contaron al Rey, atento, cómo había permanecido atento su hijo hasta que llegó Yasodhara, la hija del gran Suprabudha, como súbitamente se demudó a su vista, cómo se habían visto los dos, y el regalo de la joya, y el brillo de sus ojos elocuentes. El buen Rey dijo sonriendo: “Mirad; hemos encontrado un cebo; busquemos, sin embargo, un medio de servirnos de él para atraer a nuestro halcón fuera de las nubes. Enviemos mensajeros para pedir a la joven en matrimonio para mi hijo”. Pero era costumbre entre los Sakyas que cuando alguien pedía a una joven de noble casta, bella y codiciada, probase su destreza en las artes de la guerra, en un concurso contra todos los pretendientes, y esa costumbre no sufría excepción ni para los reyes. Por esto el padre respondió: “Decidle al Rey: las joven es solicitada por príncipes vecinos y lejanos; si su muy noble hijo puede armar el arco, manejar la espada y montar a caballo mejor que ellos, será el mejor en todo y el mejor para nosotros, ¿pero cómo podrá así ser dados sus hábitos claustrales?” 

Entonces el corazón del Rey se afligió porque le Príncipe solicitaba en vano a la dulce Yasodhara, ya que tenía como rivales a Devadatta, el más diestro en el manejo del arco; Ardjuna, domador de todos los corceles fogosos, y Nanda, maestro en esgrima; pro el Príncipe se rió con disimulo, y dijo: “También aprendí estas cosas. Haz proclamara que tu hijo se medirá con todos los que vengan, en los juegos escogidos por ellos. Creo que no perderé por tales mi amor”. Se hizo saber que de allí a siete días el príncipe Siddhartha desafiaba a todos los que quisiesen medirse con él en los ejercicios viriles, y que la corona del vencedor sería Yasodhara. Al séptimo día, los señores de los Sakyas y la gente de la ciudad y del campo a la redonda se reunieron en el maidán27, y la joven vino también, rodeada de su familia, en un cortejo de novia, con música, literas vistosamente adornadas y bueyes con los cuernos dorados, con caparazones de flores. 

Devadatta, de cepa real, pidió su mano; lo mismo hicieron Nanda, Ardjuna, ambos de noble linaje, la flor y nata de los jóvenes que allí se encontraban; en seguida llegó el Príncipe, caballero en su corcel blanco, Kantaka, que relinchaba, sorprendido de ver esa multitud extraña, a la que no estaba acostumbrado, Siddhartha miraba también con ojos asombrados a todo este pueblo nacido a los pies del trono, que vivía y se alimentaba de manera distinta a la de los reyes, y sin embargo tan semejante, quizá, en sus goces y dolores. Pero cuando el Príncipe vio a la dulce Yasodhara,una sonrisa iluminó su rostro, detuvo el caballo con las bridas de seda, saltó a tierra y exclamó: “No es digno de esta perla el que no sea el más digno; que mis rivales prueben si fui demasiado atrevido para aspirar a su mano”. Entonces Nanda propuso la prueba del arco, y colocó un tambor de bronce a seis gows28, Ardjuna igualmente a seis y Devadatta a ocho; pero el príncipe Siddhartha les rogó que colocaran el tambor a diez gows de la línea, de manera que este blanco no apareciese más grande que un kauri29. 

En seguida tiraron, y Nanda atravesó su tambor, Ardjuna el suyo y Devadatta lo mismo, de manera que la multitud lanzó un grito de admiración y la dulce Yasodhara cubrió con su sari30 de oro sus ojos tímidos, temerosa de ver que la flecha de su Príncipe no diera en el blanco. Pero él tomó su arco de junco barnizado de laca, atado con nervios y provisto de una cuerda de plata, que sólo unos brazos vigorosos podían tender; lo hizo resonar, riendo a hurtadillas, tendió la cuerda torcida hasta que las puntas se tocaron y la parte gruesa del arco se rompió. “Está hecho para jugar, no para servir —dijo—; ¿nadie tiene un arco más conveniente para los señores Sakyas?” Y alguien dijo: “Hay el arco de Sinhahanu, conservado en el templo desde no sé cuándo, que nadie pudo tender, y que no podría tirar si lo hubiese tendido”. “¡Id a buscarme —exclamó— esta arma digna de un hombre!” Trajeron el viejo arco de acero negro incrustado de guirnaldas de oro y curvado como los cuernos del bisonte, y por dos veces Siddhartha ensayó la resistencia del arma sobre su rodilla; después dijo: “Tirad ahora con éste, primos míos”. Pero no pudieron tender el arco inflexible el largo de una mano. Entonces el Príncipe, inclinándose ligeramente, tendió el arco, aproximó el ojo a la muesca y tiró firmemente la cuerda, que, como un ala de águila, hizo resonar el aire con un sonido tan claro y tan fuerte, que los enfermos que se habían quedado en sus casas ese día preguntaron: “¿Qué sonido es ese?” Y se les respondió: “Es el sonido del arco de Sinhahanu, que el hijo tendió y que va a disparar”. 

Entonces, ajustando una buena flecha, tiró y aflojó la cuerda y el dardo agudo hendió el cielo, atravesó el tambor más lejano, después, sin detener su vuelo, se deslizó por la llanura hasta perderse de vista. En seguida Devadatta desafió a sus rivales con la espada, y hendió un árbol de seis dedos de grueso. Ardjuna uno de siete, y Nanda uno de nueve; pero dos troncos semejantes estaban juntos, y la hoja de Siddhartha los cortó de un tajo chispeante, profundo, pero dado tan recto que los dos troncos permanecieron derechos, y Nanda gritó: “Su hoja se ha vuelto”. Y la joven tembló de nuevo al ver en pie a los árboles; pro en este momento los Devas del aire, que vigilaban, soplan ligeras brisas del Sudeste, y las dos coronas de verdura cayeron con estrépito en la arena, completamente abatidas. Trajeron entonces los corceles, de sangre pura, fogosos, y tres dieron vuelta al maidán; pero el blanco Kantaka dejó al más rápido de ellos muy atrás; iba a tanta velocidad, que en el espacio que tardó en caer la espuma de su boca a tierra, había recorrido veinte lanzas; pero Nanda dijo: “Nosotros también podríamos ganar con un corcel como Kantaka; traed un caballo cerril, y veremos quien lo monta mejor”. 

Entonces los sais31 trajeron un garañón negro como la noche, atado con tres cadenas, con los ojos salvajes, los ollares dilatados, sin freno ni silla, porque ningún caballero lo había montado aún. Cada uno de los jóvenes Sakyas saltó sobre su ancho lomo, pero el fogoso corcel corcoveó tan fuertemente que los arrojó al suelo, cubiertos de polvo y la vergüenza. Sólo Ardjuna pudo sostener un instante, y habiendo hecho desatar las cadenas, fustigó los flancos del negro corcel, tiró del bocado y contuvo con mano firme la boca soberbia del animal, de manera que en una tempestad de furor, de rabia y de temor, el garañón salvaje dio una vez la vuelta a la llanura, medio domado; pero repentinamente se volvió enseñando los dientes, hizo presa en un pie de Ardjuna, lo desarzonó, y lo habría matado si los palafreneros, que corrieron en su auxilio, no hubieran arrastrado a la bestia furiosa. Entonces todos los hombres gritaron: “No dejéis que Siddhartha monte este Bhut32, cuyo hígado es una tempestad y cuya sangre es una llama roja”. Pero el Príncipe dijo: “Desatad las cadenas; dadme solamente su melena”. Tomó ésta con tranquilidad y diciendo algunas palabras en voz baja colocó su mano derecha frente a los ojos del garañón y la pasó suavemente por su cabeza irritada a todo lo largo del suelo y por los flancos jadeantes; y los espectadores, asombrados, vieron perder su arrogancia fogosa al corcel negro como la noche, y quedarse apaciguado y tranquilo como si conociese a nuestro Señor y lo respetara. Y no se movió mientras Siddhartha lo montaba; después caminó dócilmente bajo la dirección de la rodilla y de la brida, ante las miradas de todos, de manera que el pueblo gritó: “No luchéis más, porque Siddhartha es el mejor”. Y los pretendientes respondieron: “Es el mejor”. 

Y Suprabudha, padre de la joven, dijo: “El deseo de nuestros corazones era verte alcanzar el premio, porque es a ti al que preferimos; pero dime, ¿por qué sortilegios aprendiste las artes viriles, en medio de tus bosquecillos de rosas y de tus sueños, cuando otros no los han aprendido en la guerra, la caza y todos los ejercicios? Lleva ¡oh Príncipe! El tesoro que ganaste”. A estas palabras, la adorable joven india se levantó de levantó de su sitio, atravesó entre la multitud, tomó una corona de flores de mogra33, suavemente levantó sobre la frente su velo negro y oro, pasó altivamente frente a los jóvenes y llegó al sitio en que se encontraba Siddhartha en su gracia divina, realzada por el corcel negro, que, inclinando su cuello vigoroso, lo pasó dulcemente bajo el brazo de su señor. Se inclinó ante ella el Príncipe, mientras su rostro irradiaba con la alegría celeste del amor feliz; después ató a su cuello el collar perfumado y apoyó su cabeza exquisita sobre el pecho de Siddhartha, y se prosternó a sus pies con los ojos brillantes de felicidad, diciendo: “¡Querido Príncipe, mírame que soy tuya!” Y toda la multitud se regocijó al verlos pasar, con las manos unidas y latiendo al unísono sus corazones, mientras el velo negro y oro cubría nuevamente a la joven. Largo tiempo después —cuando se esparció la luz de la fe— se preguntó al Señor Buda, respecto a esos acontecimientos, por qué llevaba ella ese velo negro y oro y caminaba tan altivamente, y aquel al que honra el universo, respondió: “Antes de mí se ignoraba esto, aunque parecía saberse a medias: mientras la rueda del nacimiento y de la muerte gire, las cosas y los pensamientos pasados y las vidas existentes tornan. 

Me acuerdo, sin embargo, remontando miríadas de años, de la época en que vagaba en las montañas boscosas del Himalaya, siendo un tigre hambriento de piel rayada, yo, que soy ahora Buda; acostado en la hierba kusa34 acechaba con los verdes entrecerrados los rebaños que pasaban, y se aproximaban más y más a su muerte, avanzando a mi guarida; o bajo las estrellas vagaba, salvaje, insaciable, en busca de una presa, olfateando en los senderos la huella de un hombre o de un gamo. En medio de los felinos, que eran entonces mis compañeros, huéspedes del juncal espeso o del djihl35 cubierto de cañas, una tigresa, la más bella de la selva, provocaba la guerra entre los machos; su piel era de oro brillante, bordad de negro, como el velo que llevaba Yasodhara para mí; el combate fue ardiente en la selva, los dientes y las garras destrozaron, en tanto que, bajo un nim36 la soberbia tigresa veía como nos desangrábamos, heridos cruelmente. Y recuerdo que al final vino gruñendo, pasó frente a los otros reyes de la selva cubiertos de mordidas, a los que yo había vencido, y con su lengua acariciadora lamió mi flanco jadeante; luego, caminando altiva, vino conmigo al juncal, amorosamente. La rueda del nacimiento y de la muerte gira abajo y arriba”. 

Entonces la joven fue dada al Príncipe por unión voluntaria37; y cuando los astros fueron favorables —Mesha, el Ram rojo era el señor del cielo— se celebró la fiesta del matrimonio según las costumbre de los Sakyas. El gadi38 de oro fue colocado, tendidos los tapices; colgaron las guirnaldas nupciales, ataron los hilos a los brazos de los prometidos, después fue partido el dulce pastel; se regó arroz y attar39, flotaron las dos pajas sobre la leche rojiza y se aproximaron, lo que presagiaba el amor hasta la muerte; los esposos dieron en seguida los siete pasos alrededor del fuego40, se regalaron presentes a los religiosos, se hicieron limosnas y ofrendas a los templos, y, en fin, cantaron los mantras41 y ataron juntos los vestidos del novio y la novia. Entonces, el padre anciano dijo: “Honorable Príncipe; la que era nuestra, desde ahora es tuya solamente; se bueno para ella, que ha puesto su vida en ti”. Luego acompañaron a la dulce Yasodhara a la casa conyugal, con cantos y trompetas, y la pusieron en brazos del Príncipe, todo fue sólo amor. 

Pero el Rey no tenía en cuenta nada más al amor; les hizo construir una prisión de amor magnífica, tal, que sobre toda la tierra no había maravilla semejante a Vishramván, el palacio del recreo del Príncipe. En medio del inmenso terreno que rodeaba al palacio se elevaba una montaña verdegueante, cuya base bañaba el río Rohiui, que desciende murmurando del Himalaya para llevar su tributo a las olas del Ganges. Al Sur, un boscaje de tamarindos, tapizado de flores de ganthi color azul pálido, cerraba el horizonte; sin embargo, el ruido de la ciudad llegaba en las del viento, tan suave como el zumbido lejano de las abejas en los sotos. Por el Norte se levantaban, con saltos prodigiosos, los picos inmaculados del Himalaya enorme, alineando sus hileras deslumbradoras de blancura que suben al asalto del cielo azul —vírgenes, infinitos, maravillosos—, y este universo erguido de crestas y de rocas agudas, redondas o planas de verdosas pendientes y de agudas de hielo, de barrancas desgarradas y escarpados precipicios, elevaba tan alto el pensamiento, que creía alcanzar el cielo y conversar con los dioses. Debajo de las nieves se extendían selvas sombrías, donde brillaban cascadas bulliciosas veladas por las nubes; más abajo crecían las encinas rosas y los grandes pinos, donde resonaban los reclamos de los faisanes, el rugido de la pantera, el balido del carnero salvaje sobre las rocas y el grito de las águilas inquietas; más abajo aún, brillaba la pradera como un tapiz de plegaria al pie de estos divinos altares. Enfrente, los arquitectos construyeron el pabellón espléndido sobre una elevada terraza, lo flanquearon con torres y lo rodearon con galerías de columnas. 

Los tallados de las vigas representaban historias de los viejos tiempos, Radha42 y Krishna; las vírgenes de los bosques, Sita43, Hunaman44 y Draupadi45; y sobre el pórtico de en medio, el dios propicio Ganesha46, con su disco y su garfio —colocado allí para obtener la sabiduría y la prosperidad—, estaba sentado, enrollando su trompa oblicua. Por los caminos sinuosos del jardín y del patio se llegaba a la puerta interior de mármol blanco veteado de rosa; el dintel era de lapislázuli, el umbral de alabastro, y las puertas de sándalo, con los paños adornados de pinturas, franqueando el umbral, se paseaba uno, encantado, en vestíbulos soberbios y en cámaras sombrosas, subía por escaleras magníficas, atravesaba galerías enrejadas, admiraba ricos artesonados y haces de columnas y frescas fuentes bordeadas de lotos y de nelumbos con surtidores de aguas y peces que brillaban en el cristal, escarlatas, dorados y azules. En las soleadas alcobas las gacelas de grandes ojos ramoneaban las rosas abiertas; los pájaros color de arco iris revolaban entre las palmas, las palomas verdes y grises construían sus nidos sobre las cornisas doradas, en las losas brillantes, los pavos desplegaban los esplendores de sus colas, mientras las garzas blancas como la leche y los pequeños búhos domésticos los contemplaban tranquilamente. 

Los pericos de collares color de ciruela se balanceaban de fruto en fruto, los colibríes volaban de flor en flor, los tímidos lagartos se calentaban sin recelo en los enrejados; las ardillas venían a comer en la mano, porque la paz reinaba en todas partes, la cuta serpiente negra, que da la buena suerte a las familias, dormía, calentando sus anillos al sol, bajo las flores; cerca de allí, los monos de ojos obscuros hacían gestos a los cuervos. Y toda esta casa de amor estaba llena de servidores dóciles; a la menor señal acudía gente de rostro amable, de habla suave y de servicio diligente, cada uno era feliz de hacer feliz a alguien, experimentaba placer al dar, estaba orgulloso de obedecer, de modo que la vida se deslizaba encantadora como un río guarnecido de flores perpetuas, y Yasodhara era la reina de esta corte encantada. Pero más allá de estas cien cámaras magníficas estaba oculto un aposento donde el arte prodigara todas sus deliciosas fantasías para apaciguar el espíritu. Se penetraba a él por un patio cerrado, a cielo abierto, en medio del cual se encontraba una fuente mármol blanco como la leche, cuyos bordes, escalones y friso estaban incrustados de ágatas, matizadas delicadamente. Era grato pasar horas indolentes en este refugio de frescura deliciosa, como el caminar sobre la nieve en el estío; los rayos del sol filtraban sus oros, y al pasar a través del porche y del hielo, se suavizaban, tomaban tintes argentinos, se volvían pálidos y casi sombríos, como si la luz se detuviera y se cambiase en crepúsculo en el amor y en el silencio que reinaba a la puerta de esta agua. 

Porque tras esta puerta se encontraba la cámara maravillosa y exquisita, maravilla del mundo; la suave luz de las lámparas perfumadas resbalaba, a través de las ventanas de nácar y de los cortinajes sembrados de estrellas, sobre las tapicerías de tela de oro, los lechos de seda, y el esplendor de las pesadas purdahs47, que no se levantaban sino para dejar pasar a la más bella. Nadie sabía si allí era de noche o de día, porque la luz se filtraba siempre tenue, más brillante que la aurora, pero también más suave que el crepúsculo, y siempre soplaban brisas deliciosas más agradables que las de la mañana, pero tan frescas como las de la media noche, y noche y día cantaban los laúdes, noche y día llevaban manjares deliciosos, frutos cubiertos de rocío, helados hechos con nieve del Himalaya, delicadas confiterías, y leche de cocotero en su copa marfileña. Y noche y día se encontraba allí una cuadrilla escogida de bailarinas de nautch, de coperos y de músicos, agradables servidores del amor, que abanicaban los ojos del Príncipe feliz, y cuando se despertaba, llevaban sus pensamientos a la alegría, por la música que resonaba en medio de las flores, por el encanto de las canciones amorosas y las danzas alucinantes acompañadas del repiqueteo de los cascabelees atados a los tobillos de las bayaderas, por los movimientos de sus brazos y los sonidos de la vina48 de cuerda de plata, mientras las esencias del almizcle y champack y las niebla azul que esparcía los aromas quemados hacían languidecer nuevamente su alma y lo invitaban otra vez a dormir en los brazos de la dulce Yasodhara, y así vivía Siddartha, olvidado del resto del mundo. 

Además, el Rey ordenó que dentro de los muros de este palacio jamás de hablara de la muerte, de la vejez, del pesar, del dolor o de las enfermedades. Si alguna hermosura se marchitaba en esta corte amable, si sus pies no podían ya danzar, la inocente criminal era expulsada de este paraíso, por temor de que el Príncipe sufriese al ver su desgracia. Vigilantes intendentes cuidaban de ejecutar la sentencia contra cualquiera que hablase del triste mundo exterior donde reinan los sufrimientos y las quejas, los temores y las lágrimas, y el llanto de los afligidos y el humo horrible de las piras. Se consideraba como traición el que apareciera un hilo de plata en la cabellera de una cantadora o de una bailarina, y a cada aurora recogían las rosas marchitas, barrían las hojas muertas y separaban todo lo que pudiera ser motivo de tristeza. Porque, decía el Rey: “Si pasa su juventud lejos de todas estas cosas que incitan a meditar y a incubar los huevos vacíos del pensamiento, la sombra de este destino, demasiado vasto para un hombre, se debilitará quizá, y lo veré transformarse en un soberano todopoderoso que gobernará todos los países, si quiere, y será el Rey de los reyes y la gloria de su tiempo”. Así, pues en torno de esta prisión encantada en la que el amor era el carcelero y los deleites las rejas, pero lejos de las miradas, hizo construir el Rey un muro grueso, con una puerta de dos batientes, de bronce; eran necesarios cien hombres para moverla sobre sus goznes, y el chirrido formidable se extendía a media vodjana de distancia. Hizo una segunda puerta y luego una tercera tras la anterior, de manera que era preciso franquear tres puertas para salir del palacio del gozo. 

Eran tres puertas con aldabas, reforzadas con barras, y cerca de cada una estaba colocado un guardia fiel; y la consigna del rey decía: “No dejéis pasar a nadie, aunque fuese a mi hijo el Príncipe, porque me respondéis con vuestra cabeza”.

EDWIN ARNOLD.
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 22 (Ind.) Michelía champaka: arbusto de flor odorífera.

23 (Ind.) Ciervo.
24 Polvo de antimonio.
25 Diosa, esposa de Siva.
26 Montaña de las provincias del Noroeste, habitada por una diosa: Nanda.
27 Prado.
28 Medida de longitud que equivale a 1.300 pies ingleses, poco más o menos.
29 Pequeña concha empleada como moneda en ciertas partes de la India.
30 Vestido de las mujeres.
31 (Ind.) Palafrenero.
32 Mal genio.
33 Jazmín.
34 Hierba usada por los Indostánicos en las ceremonias religiosas.
35 (Ind.) Terreno pantanoso.
36 (Ind.) Lilas de Persia.
37 Modo de los Gaudharvas o músicos celestes, una de las ocho maneras de matrimonio indicado por la ley de Manú, que la define: “la unión de una joven y de un joven que resulta de un voto mutuo”.
38 (Ind.) Cojín sobre el cual se sientan los esposos durante las fiestas nupciales.
39 (Ind.) Perfume, esencia.
40 Ceremonia esencial del matrimonio, según la ley brahmánica.
41 Plegarias, fórmulas mágicas.
42 Una de las favoritas de Krishna, Este último es uno de los dioses más populares de la India, y sus amores son el tema de numeroso poemas.
43 Esposa de Rama y heroína del Ramayana.
44 Mono que ayuda a ayuda a Rama a recuperar a Sita, robada por Rayana.
45 Heroína de Mahabharata.
46 Hijo de Siva y de Parvati, dios de la Sabiduría. Es representado con una cabeza de elefante, porque este animal es considerado por los indostánicos como el emblema de la sagacidad. En cada ciudad y en cada palacio indio, una de las puertas está colocada bajo la invocación de Ganesha.
47 (Ind.) Cortina.
48 Especie de cítara, terminada por una calabaza que le servía de caja de armonía.