Nuestro Señor Buda descansaba en esta apacible morada de vida feliz y de amor,
sin saber nada de la necesidad, del dolor, de la melancolía, de la vejez, y de la muerte; sin
embargo, así como al dormir vaga uno en sueños por mares obscuros, y llega, extenuado, a
las riberas del día, trayendo extraños recuerdos de este viaje sombrío, así también mientras
descansaba su graciosa cabeza adormecida en el pecho moreno de Yasodhara, cuyas manos
amantes abanicaban dulcemente sus párpados cerrados, se levantaba repentinamente gritando:
“¡Mi universo!, ¡oh universo! ¡escucho! ¡sé! ¡voy!” Y ella le preguntaba: “¿Qué tenéis
mi Señor?”, con los ojos dilatados por el terror; porque en esos momentos la compasión
que expresaba la mirada del Príncipe inspiraba temor, y su rostro se asemejaba al de un
dios.
Entonces sonreía de nuevo, para calmar las lágrimas de su esposa, y pedía que le tocasen
una melodía de vina; pero una vez colocaron en el umbral un calabazo con cuerdas
templadas, en un sitio en que el viento pusiese suspirar sus notas y tocar a su sabor —porque
el viento arranca a las cuerdas de plata una música extraña—, y los que se encontraban
en torno a él no escuchaban más que esto, pero el príncipe Siddartha escuchó a los Devas, y
he aquí las palabras que cantaron a su oído:
“Somos las voces del viento vagabundo, que suspira después del reposo, y no
puede hallarlo jamás; ¡ved! tal es el viento, tal es también la vida mortal; un lamento, un
suspiro, un sollozo, una tormenta, una lucha.
“No podemos saber la razón de nuestra existencia, ni su origen, ni el manantial de
la vida, ni su objeto; somos como vosotros, los fantasmas de la nada; ¿qué placer tenemos
en nuestro dolor, que cambia sin cesar?
“¿Qué placer tienes en tu felicidad inmutable? ¡Ah! Si durase el amor, podría dar
la felicidad, pero la vida es como el viento; todas las cosas no son sino voces pasajeras que
soplan sobre las cuerdas vibrantes.
“¡Oh hijo de Maya! Porque vagamos sobre la tierra es por lo que gemimos en estas
cuerdas; no cantamos la alegría, porque vemos muchos dolores en muchos países, infinidad
de ojos que lloran y de manos que se tuercen de desesperación.
“Pero nos burlamos en medio de nuestros gemidos, porque si pudiesen saber los
hombres que esta vida a la cual se aferra sólo es una vana apariencia, sería para ellos tanto
como ordenarle a una nube que se detuviera, o contener el curso de un río.
“¡Pero tú, que debes ser el Salvador, tu hora se acerca! El triste mundo espera en
su miseria, el mundo ciego gira bamboleándose en su círculo de dolor; ¡levántate, hijo de
Maya! ¡despierta! ¡cesa de descansar!
“Somos las voces del viento vagabundo; vaga también ¡oh Príncipe! Para encontrar
tu reposo; abandona tu amor por el amor de todos los seres amados; ten piedad del dolor
y deja tu jerarquía para aliviar la angustia y llevar a cabo la liberación.
“Así suspiramos, al pasar, por las cuerdas de plata, para ti que no conoces todavía
nada de las cosas de la tierra; así hablamos, y nos burlamos, de estas apariencias con las
cuales juegas”.
Algún tiempo después, en una ocasión que estaba sentado en medio de su corte
magnífica, teniendo de la mano a la dulce Yasodhara, una muchacha contaba para hacer
agradable esta hora crepuscular, una vieja historia —con intermedios de música en los momentos
en que su voz armoniosa se apagaba—. Era un cuento de amor; se trataba de un caballo
sorprendente y de países prodigiosos, lejanos, donde vivían pueblos pálidos en los que
el sol, al acercarse la noche, se hundía en el mar.
Entonces dijo él suspirando: “Tchitra me
recuerda la canción del ciento en las cuerdas, con su bella historia; dale tu perla Yasodhara,
para recompensarla. Pero tú, perla mía, dime: ¿existe un mundo tan inmenso, hay un país
que vea al gran sol rodar en las olas, se encuentran allí corazones como los nuestros, innumerables,
desconocidos, desgraciados quizás, que pudiéramos socorres si los conociéramos?
A menudo, cuando el sol, al elevarse por el Oriente, hace su regio camino de oro, me
pregunto, con asombre cuál es el extremo del mundo, entre los hijos del Levante, el primero
que saludó sus rayos; a menudos, aun en tus brazos y sobre tu seno, ¡oh encantadora esposa
mía!, mi corazón palpitó dolorosamente, al declinar el sol, por el deseo de seguirlo al ocaso
empurpurado, para ver los pueblos del Poniente. Deben existir allí muchos corazones que
amaríamos; ¿cómo podría ser de otro modo? Aun en este momento, tengo una cuita, que un
beso de tus labios dulces no podría disipar. ¡Oh joven! ¡oh Tchitra! tú que conoces los países
encantados, ¿adónde está el rápido corcel de tu relato? ¡Que no pueda yo, por un día,
poner sobre su espalda mi palacio, y cabalgar, cabalgar, para ver la extensión de la tierra; o
mejor, si tuviese las alas de este buitre joven —esta carroña que debe heredar reinos más
vastos que el mío—, cómo tendería el vuelo hacia las cimas del Himalaya, donde brilla la
nieve teñida de rosados reflejos, para buscar con la mirada los países que en su redor se extienden!
¿Por qué nunca vi ni traté de ver?
Dime lo que se encuentra fuera de nuestras
puertas de bronce”.
Entonces, alguien respondió: “Desde luego la ciudad, Príncipe feliz, los templos,
los jardines y los bosques, en seguida campos y más campos todavía con nullahs49, mercados,
el juncal, koss y koss, hasta desaparecer en el horizonte; luego el reino del rey
Bimbasara, y por último las vastas llanuras del mundo, con miríadas y miríadas de habitantes”.
“Bien —dijo Siddartha—, haz decir a Tachnna que unza mi carro; mañana al mediodía
iré a ver lo que está fuera del palacio”. Entonces dijeron al Rey: “Señor, quiere tu hijo que sea uncido su carro mañana al mediodía, para que pueda salir y ver la Humanidad”.
“Sí —dijo el sabio monarca—; es tiempo de que la vea. Pero ordenad, por medio
de los pregoneros, que adornen mi ciudad de modo que no se encuentre ningún espectáculo
aflictivo, que no salga ningún ciego o estropeado, ningún enfermo, ningún hombre cargado
de años, ningún leproso”.
En consecuencia, barrieron los pisos; los aguadores, con sus
odres, regaron todas las calles; los criados regaron polvo rojo en los umbrales de las casas,
colgaron nuevas guirnaldas y colocaron una rama de tulsi50 en sus puertas. Con grandes
pincelazos restauraron las pinturas de las murallas, llenaron de banderas los árboles, redoraron
los ídolos; en las encrucijadas, Suryadeva51 y los grandes dioses brillaron sobre altares
de follaje; de manera que la ciudad parecía la capital de algún reino encantado. Los pregoneros
recorrieron las calles en el tambor y el gong, gritando en voz muy alta: “¡Escuchad,
ciudadanos! El rey ordena que ningún espectáculo triste pueda ser visto ahora; no dejéis salir
ningún ciego, ningún lisiado, ni enfermo, ni hombre cargado de años, ni leproso, ni
achacoso. Que nadie queme un muerto o lo saque hasta la caída de la noche.
Porque tal es
la orden de Sudhodana”.
De modo que todo era agradable a la vista, y las casas estaban adornadas en
Kapilavastu cuando el Príncipe llegó en su carro de bellos colores, tirado por dos novillos
blancos como la nieve, que balanceaban sus cuellos y frotaban sus anchos hocicos en el
yugo esculpido de laca. Era grata a la vista la alegría del pueblo aclamando a su Príncipe, y
Siddartha era feliz al contemplar a todos sus fieles súbditos vestidos con trajes de fiesta, y
riendo, como si la vida fuese buena. “El mundo es hermoso —dijo— y me agrada, y estos
hombre que no son reyes son hermosos y amables, y suaves son mis hermanas que trabajan
y cuidan la casa; ¿qué he hecho a estas gentes para volverlas así? ¿Cómo saben estos niños
si yo los amo?
Dejad, os lo ruego, que suba en el carro este joven Sakya que nos arroja flores.
¡Qué bueno es reinar en un reino como éste; qué placer tan puro si esta gente está contenta
porque voy entre ella! ¡Cuántas cosas me son inútiles si estas casitas contienen bastante
alegría para llenar de sonrisas nuestra ciudad! ¡Ve más de prisa Tchanna! Pasa las
puertas y hazme ver desde luego este mundo encantador y que desconocía”. Entonces pasaron
las puertas en medio de una jubilosa multitud que se aglomeraba en las calles; algunos
corrieron delante de los bueyes, arrojándoles coronas; otros acariciaban sus flancos sedosos;
otros más les traían arroz y pasteles, y todos gritaban: “¡Djai! ¡Djai52 nuestro noble
Príncipe!” De modo que todo el camino estaba lleno de rostros felices y de agradables espectáculos,
siguiendo las órdenes del Rey, cuando un miserable desarrapado, hosco y mugroso,
salió tambaleándose del agujero en que se ocultaba, se arrastró a la mitad del camino;
era viejo, muy viejo y su piel arrugada, curtida por el sol, se pegaba como un pellejo
de bestia a sus huesos descarnados; se rostro se encorvaba al paso de los largos años; sus
órbitas rojizas estaban roídas por viejas lágrimas; sus ojos eran turbios y legañosos; sus
mandíbulas desdentadas estaban contraídas por la parálisis y el espanto de ver tanta gente y
tanta alegría.
Una de sus manos falcas se apoyaba en un bastón gastado para sostener sus
piernas vacilantes, y con la otra oprimía su pecho flaco, del que se escapaba un soplo penoso.
“Dadme una limosna, buenas gentes —gemía—, porque moriré mañana o pasado”.
Luego le sacudió la tos, mientras continuaba con la mano extendida, parpadeando y refunfuñando
en medio de su espasmo: “¡Una limosna!” Entonces los que le rodeaban lo arrastraron
violentamente del camino, diciendo: “¡Que no lo vea el Príncipe! ¡Vuelve a tu agujero!”
Pero Siddartha gritó: “¡Dejadle! ¡dejadle! Tchanna, ¿quién es este ser que se parece a
un hombre, pero del que seguramente tiene la apariencia nada más, tan encorvado está, tan
miserable, horrible y espantoso? ¿Hay hombres que nacen hechos así? ¿Qué quiere decir
con esta palabras: “moriré mañana o pasado”? ¿Por qué no encuentra alimento y están sus
huesos tan visibles? ¿Qué desgracia hirió a este lastimoso?”
Entonces el conductor de carro
respondió: “Príncipe encantador, sólo es un hombre viejo. Hace ochenta años su espalda
estaba recta, claros sus ojos y sano su cuerpo; sin embargo, los años rapaces agotaron su
savia, doblegaron su vigor y hurtaron su voluntad y su espíritu; su lámpara perdió el aceite,
la mecha se carbonizó; lo que le resta de vida no es más que un vago fulgor que vacila antes
de extinguirse; tal es el efecto de la edad; ¿por qué se fijó en él vuestra alteza?”
El Príncipe
dijo entonces; “¿Pero esto le sucede a otros hombres, o a todos, o bien es raro que alguien
llegue al estado de éste?” “Noble Señor —respondió Tchanna—, todas las personas presentes
se tornarán como éste, si viven tan largo tiempo”. “¿Pero —preguntó el Príncipe— si
vivo tanto tiempo seré así, y si Yasodhara vive ochenta años, la vejez producirá en ella los
mismos efectos? ¿Y le sucederá lo mismo a Djalini, a la pequeña Hasta, a Gautami, Gunga
y las demás?” “Sí, Señor”, respondió el conductor del carro. Entonces dijo el Príncipe: “Da
vuelta y condúceme al palacio.
Vi lo que no pensaba ver”.
Y reflexionando en esto, Siddartha, pensativo, regresó a su corte encantadora,
triste de humos y de semblante; no gustó de los blancos pasteles ni de los frutos servidos en
la comida de la noche, ni concedió su mirada a las mejores bailarinas del palacio, que se esforzaban
por cautivarle, y no despegó los labios si no fue para proferir estas tristes palabras,
cuando Yasodhara, afligida, se arrojó a sus pies suspirando: “¿No tiene mi Señor la felicidad
en mí?” “¡Ah! Querida esposa —dijo—, es la felicidad que mi alma padece al considerar
que terminará, que los dos tornaremos viejos. Yasodhara, sin amor, deformes, débiles,
encorvados.
Sí; aunque nuestros labios hayan unido nuestra vida y nuestro amor tan íntimamente
que noche y día nuestros alientos se confunden, pasará entre nosotros el tiempo
para llevarse mi pasión y tu gracia, como la noche negra borra los rayos rosados que brillan
en la cima d los montes y poco a poco los cubre con un velo sombrío. He aquí lo que descubrí,
y mi corazón se obscureció por completo de espanto a esta idea, y mi corazón entero
no piensa sino en el medio de preservar el amor de los ataques del tiempo implacable que
envejece a los hombres”. Y así pasó toda la noche, sin poder dormir ni consolarse.
Y durante toda esa noche, el rey Sudhodana estuvo agitado por turbadores ensueños.
Vio primero desplegado un estandarte glorioso, en el que brillaba un sol de oro, emblema
de Indra53 pero se levantó un viento impetuoso que desgarró los pliegues del divino
estandarte y lo hizo rodar en el polvo; luego llegó una bandada de espíritus que levantó el
estandarte manchado, colocándolo al Este de las puertas de la ciudad. Vio en seguida diez
elefantes enormes, con los colmillos de plata, que conmovían el suelo con su marcha pesada;
venían por el camino del Sur; el hijo del Rey montaba el primero, los otros le seguían.
La tercera visión fue un carro que brillaba con cegadora luz, arrastrado por cuatro corceles
cuyos ollares arrojaban humo blanco y que tascaban una espuma de fuego; y el príncipe
Siddartha iba sentado en este carro.
La cuarta visión fue una rueda que giraba y giraba sin
cesar, con un cubo de oro en fusión, rayos constelados de pedrerías y extrañas cosas escritas en las llantas; y al girar esta rueda, parecía producir al mismo tiempo fuego y música.
La quinta visión fue un tambor inmenso colocado a medio camino entre la ciudad y la
montaña, sobre el cual golpeaba el Príncipe con una maza de hierro, de manera que el sonido
repercutía como el estallido de un trueno rodando a lo lejos en el cielo y en el espacio.
La sexta visión fue una torre que subía siempre dominando la ciudad, de manera que su remate
altivo aparecía coronado de nubes, y en cuya cima se encontraba el Príncipe sembrando
con las manos llenas, en todas direcciones refulgentes carbúnculos; se hubiese dicho
que llovían jacintos y rubíes, y todo el mundo venía disputando por escoger estos tesoros
que caían a los cuatro vientos. Pero su séptima visión de espanto fue un concierto de gemidos
y la vista de seis hombres que lloraban, rechinaban los dientes y se cubrían las bocas
con las manos, abismados en su desesperación.Tales fueron las siete espantosas visiones
que en sueños tuvo, pro ninguno de los augures más expertos se las pudo explicar.
Entonces
el Rey, irritado, exclamó: “Debe caer una desgracia sobre mi casa, y ninguno de vosotros es
bastante perspicaz para ayudarme a saber lo que los dioses poderosos me presagian
enviándome estos sueños”. La ciudad estaba afligida de que el Rey hubiese soñado estas
amenazadoras visiones que nadie podía explicar; pero he aquí a un hombre viejo, vestido
con una piel de animal, una especie de ermitaño que nadie conocía, se presentó a la puerta y
exclamó: “Llevadme ante el Rey, porque puedo explicarle la visión de su sueño”. Y cuando
hubo escuchado el relato de los siete misterios de este sueño, se inclinó con respeto y dijo:
“¡Oh Maharadja! ¡Saludo esta casa afortunada donde se levantará un esplendor más
deslumbrante que el del sol! Ved como estos siete motivos de temor son siete causas de
alegría; en efecto, esa bandera desplegada, gloriosa, marcada por el emblema de Indra, que
viste derribada y levantada, significa el fin de las antiguas creencias y el comienzo de la
nueva, porque los dioses cambian como los hombres, y pasan los palpas como los días,
andando en el tiempo.
Los diez grandes elefantes que hacían estremecer la tierra significan
los diez grandes dones de la sabiduría, con cuya fuerza el Príncipe dejará su estado y
sacudirá al mundo, haciendo pasar la Verdad. Los cuatro caballos de aliento de fuego,
uncidos aun carro, son las cuatro virtudes intrépidas que conducirán a tu hijo de la duda y
las tinieblas a la luz benéfica; la rueda que giraba con su cubo de oro en fusión es la Rueda
muy preciosa de la Ley perfecta, que girará a los ojos del mundo entero; el tambor que batía
tu hijo, de modo que su sonido repercutía en todos los países, significa el trueno d la
Palabra que predicará; la torre que se levanta hasta los cielos representa la elevación del
evangelio de Buda, y las joyas regadas desde lo alto de esta torre son los tesoros
inapreciables de esta buena Ley, cara a los dioses y a los hombres, y que todos desean; tal
es la interpretación de la torre. En cuanto a los seis hombres que gemían cubriéndose la
boca, son los seis principales predicadores a los que tu hijo convencerá de su error por el
esplendor de la verdad y de sus discursos irrefutables. ¡Oh Rey, regocíjate! La fortuna de
monseñor el Príncipe sobrepasa la de todos los reinos, y sus harapos de ermitaño valdrán
más que las telas de oro. ¡Tal fue tu sueño! Y estas cosas sucederán dentro de siete días con
sus noches”.
Así habló el santo hombre, luego se prosternó ocho veces inclinándose
profundamente tocando tres veces la tierra, se levantó y salió; pero cuando le mandó
buscar el Rey para ofrecerle un rico presente, los mensajeros regresaron, diciendo:
“Venimos del templo de Tchandra54, donde entró, pero allí solo se encontraba un búho gris,
que voló del altar”. Algunas veces los dioses vienen bajo esta forma.
El Rey, entristecido, se asombró, y dio orden que se rodeara a Siddartha de nuevas
delicias para retener su corazón en el palacio del gozo; por otra parte, redobló la guardia de
las puertas de bronce.
¿Pero quién podía impedir que entrase el destino?
En efecto, el Príncipe tuvo nuevamente el deseo de ver el mundo y la vida
humana, que sería muy agradable si sus ondas no fuesen a morir en las playas del Tiempo.
“Os lo ruego, dejadme ver nuestra ciudad tal como es —dijo al rey Sudhodana—. Vuestra
Majestad, en su tierna solicitud, ordenó al pueblo la última vez que ocultara los seres que
sufrían y los espectáculos vulgares, y que pusieran rostros alegres para regocijarme y hacer
más agradable todas las calles; sin embargo, aprendí que no era esa la vida de todos los
días, y puesto que soy el que más cerca está de vos y del reino, quisiera conocer el pueblo y
las calles, su aspecto habitual, los trabajos cotidianos y la vida que viven estos hombres que
no son reyes. Dadme permiso, mi querido Señor, para salir de incógnito de mis jardines felices;
regresaré contento, padre mío, a sus apacibles umbrías, o por lo menos, más sabio.
Dejadme pues, os lo ruego, ir mañana a mi guisa, con mis servidores, a través de las calles”.
Y el Rey dijo en medio de sus ministros: “Puede ser que esta segunda salida corrija el
efecto de la primera.
Ved cómo se turba el halcón de cuanto ve si se le quita la caperuza, y
por el contrario, qué mirada tan apacible le da la libertad; dejad que mi hijo vea todo, y
dadme nuevas del estado de su espíritu”.
Así, pues, al día siguiente el Príncipe y Tchanna atravesaron las puertas, que se
abrieron a la vista del sello real; pero los que hicieron girar sobre los goznes los pesados
batientes no supieron que el que pasaba con ese traje de mercader era el hijo del Rey, y el
conductor de su carro el que iba con traje de religioso.
Avanzaron a pie por la vía pública,
confundidos entre todos los ciudadanos Sakyas, mirando lo que había de alegre y de triste
en la ciudad; las calles pintorescas, animadas por el rumor de la vida diaria; los mercaderes
en cuclillas en medio de sus especias y de sus granos; lo compradores con su dinero en los
pliegues del vestido55; las disputas de las compras; los gritos penetrantes para hacerse sitio;
las pesadas ruedas de piedra; los bueyes robustos de paso lento con sus pesados fardos; los
portadores de palanquín que cantaban; los hamals56 de anchos cuellos, sudando al sol; los
criados llevando agua de pozo balanceando sus tchatties57 y con sus hijos de ojos negros a
horcajadas en las espaldas; las tiendas de confiterías llenas de moscas; el tejedor en su oficio
haciendo sonar su lanzadera; las piedras de molino listas para moler el trigo; los perros
vagando en busca de algunas piltrafas; el hábil armero fabricando cotas de malla con el alicate
y el martillo; el herrero ocupado en enrojecer en su fragua un azadón y una lanza; la
escuela donde, en torno de su Gurú, los niños Sakyas, sentados en semicírculo, cantaban
gravemente los mantras y aprendían las historias de los dioses y de los semidioses; los tintoreros
extendiendo al sol telas anaranjadas, rosas o verdes que sacaban todavía húmedas de
sus cubas; los soldados que caminaban haciendo tintinear sus espadas y sus escudos; los
conductores de camellos, balanceándose, sobre las jorobas de sus monturas; el sabio
Brahmán, el Kchatrya marcial, el humilde Sudra trabajador58; aquí se oprimía para ver a un encantador de serpientes que charlaba enrollando en torno a su puño la joyería viva del áspid
y del nag, o que obligaba a la terrible cobra a bailar erguida de cólera al son de su calabazo
adornado de brujerías; allá, una larga fila de tambores y de trompas, corceles adornados
de colores brillantes y de gualdrapas de seda, que conducían a una novia a la casa conyugal,
y aquí, una mujer que iba a ofrecer al dios pasteles y guirnaldas, para conseguir el
regreso de su marido que partiera a un largo viaje, o el nacimiento próximo de un hijo; más
lejos se encontraban las tiendas donde los negros caldereros batán el cobre sonoro para
hacer lámparas y lotas59. De allí pasando bajo los muros del templo y las puertas
monumentales, llegaron al río y al puente, bajo las murallas de la ciudad.
Acababan de franquearlas, cuando a la orilla del camino una voz desconsolada
gimió: “¡Socorredme, monseñores! Levantadme sobre mis pies; ¡oh, socorredme, o muero
antes de llegar a mi casa!” Era un desgraciado que temblaba atacado de peste mortal, y se
retorcía en el polvo, cubierto de pústulas de un rojo ardiente; un sudor frío perlaba en su
frente, su boca se contraía en los terrores de su dolor, y sus ojos extraviados se anegaban en
las tormentas de la agonía. Se afianzaba, jadeante, a las hierbas del camino para levantarse,
y se levantaba a medias para caer de nuevo, con todos sus miembros temblorosos, con un
grito de terror, diciendo: “¡Ah, qué dolor! ¡buena gente, socorredme!”
Inmediatamente acudió Siddartha, levantó al desgraciado con sus manos caritativas,
mirándolo dulcemente, colocó la cabeza del enfermo sobre sus rodillas, y luego,
cuando le hubo confortado con sus tiernas caricias, le preguntó: “Hermano, ¿cuál es tu sufrimiento?
¿Qué mal te aqueja? ¿Por qué no puedes levantarte? ¿Por qué, Tachnna, palpita,
y gime, y trata en vano de hablar, y se lamenta de un modo tan conmovedor?”
El conductor del carro respondió: “Gran Príncipe, este hombre está atacado de alguna
peste, sus elementos están confundidos; la sangre que corría por sus venas como un
río salutífero salta y rebulle como un torrente de fuego; su corazón que palpitaba con regularidad
late, ya demasiado aprisa, ya lentamente, como un tambor al que se golpea sin descanso;
sus músculos están relajados como la cuerda de un arco distendido; la fuerza abandonó
sus jarretes, su cintura y su cuello; y toda la gracia y la alegría humana huyeron lejos
de él; es un hombre enfermo y atacado en este momento de un acceso. Ved cómo se araña
sin cesar para asir su mal, cómo mueve sus ojos inyectados en sangre, cómo rechina los
dientes y respira con pena, como si su aliento fuese humo sofocante.
¡Ved! Quisiera haber
muerto, pero no morirá antes de que el mal haya hecho en él su obra, matando los nervios,
que mueren antes que la vida; después, cuando todos sus músculos crujan en la agonía y todos
sus miembros pierdan la sensación del dolor, el mal lo abandonará para ir a abatirse
lejos.
¡Oh Señor! No es bueno que lo tengas así, la enfermedad puede ser contagiosa y alcanzarte
también”.
—Pero—dijo el Príncipe mientras seguía consolando al hombre— ¿hay otros, hay
muchos que estén así? ¿Y podría sucederme que llegara a este estado?
—Amo —respondió el cochero—, esto ataca a todos los hombres bajo formas variadas;
los males y las heridas, la enfermedad, los sarpullidos, las parálisis, las lepras, las
fiebres calientes, las disenterías y las pústulas atacan a todas las criaturas y penetran doquiera.
— ¿Las enfermedades llegan sin que se las vean? —preguntó el Príncipe.
Y Tchanna dijo:
—Vienen como la astuta serpiente, que muerde sin ser vista; como el tigre real
emboscado en el matorral karunda, cerca del sendero de los juncales, esperando el momento
favorable para saltar; o como el rayo, que hiere a unos y perdona a otros, al azar.
Entonces, ¿todos los hombres viven en el temor?
—Así es como viven, ¡oh Príncipe!
— ¿Y nadie puede entonces decir: Esta noche me acuesto feliz y tranquilo y así
me despertaré?
—No nadie puede decirlo.
— ¿Y el fin de estos numerosos sufrimientos, que llegan invisibles y cuando quieren,
es éste: un cuerpo roto y un alma afligida, y luego la vejez?
—Sí, cuando se vive largo tiempo.
—Pero si no puede uno soportar su agonía, o si no quiere soportarla, y si desea
ponerle término; o si la soporta y es uno como ese hombre, y sólo puede gemir, si vive todavía
y llega a viejo, y se hace más viejo aún, ¿entonces cómo acaba esto?
—Muere uno, Príncipe.
— ¿Muere?
—Sí, y al fin llega la muerte, cualesquiera que sea el sitio y la hora. Algunos
hombres se vuelven viejos, la mayor parte sufren y se ponen enfermos, pero todos deben
morir. ¡Mirad he aquí a la muerte que pasa!
Entonces Siddharta levantó los ojos, y vio desfilar lentamente, en dirección al río,
una procesión de gente llorosa; a la cabeza marchaba un hombre que agitaba un vaso de tierra
lleno de brasas; detrás seguían los parientes, con la cabeza rasurada, cubiertos de signos
de duelo, con los vestidos desechos y diciendo en voz alta: “¡Oh Rama, Rama, escucha!
¡Implorad a Rama, hermanos míos!”
Después venía el sarcófago, hecho con cuatro perchas
y bambúes trenzados, sobre los cuales estaba tendido el cadáver, con los pies hacia delante,
rígido, descarnado, con la boca sumida, sin mirada, con los flancos excavados, crispado,
cubierto d polvo rojo y amarillo; en las encrucijadas, los cargadores hacían que primero pasase
la cabeza y gritaban: “¡Rama! ¡Rama!” Y llevaron el cadáver a la orilla del río, donde
se levantaba una pira, sobre la cual lo colocaron, cubriéndolo de ramas —el que reposa en
semejante lecho duerme un sueño profundo, no lo despertará el frío, aunque esté desnudo
expuesto a todos los vientos—. En seguida encendieron en los cuatro ángulos la llama, que
se extendió lentamente, lamió la pira, saltó repentinamente, y alcanzando el cuerpo, lo devoró,
haciendo silbar sus rápidas lenguas de fuego; después, la piel, desecada, se rajó, y las
articulaciones de quebraron; por último, se aclaró y las cenizas se aplastaron, escarlatas y
grises, sembradas aquí y allá de un hueso blanco: era el residuo del hombre.
Entonces dijo el Príncipe:
— ¿Este es el fin que alcanza a todos los que viven?
—Este es el fin que a todos les está reservado —respondió Tchanna— el que estaba
en la pira —y cuyos restos son tan poca cosa, que los cuervos hambrientos, crascitando,
desdeñan esta vana comida—, este hombre comió, bebió, rió, amó, vivió y amó la
vida. ¿Qué sucedió después? ¿Quiñen lo sabe? Una ráfaga del juncal un paso en falso en el
sendero, algo sucio en el estanque, la mordedura de una serpiente, una pulgas de acero
mortal, el frío, una arista, o la caída de una teja, y se destruyó la vida, y el hombre está
muerto. No tiene ya ni apetitos, ni placeres, ni dolores; un beso en sus labios o la quemadura
de la llama lo dejan insensible, no siente que su carne se tuesta, ni el olor del sándalo y
los aromas que se queman; perdió el gusto su boca; no escuchan ya sus oídos; ya no se ven
sus ojos; gimen desolados los que él amaba, porque es preciso también destruir este cuerpo, en el que brillaba la vida, esta lámpara interior, si no se quiere dar a los gusanos un horrible
festín. He aquí el destino común de la carne; poderosos y miserables, buenos y malos, deben
morir, y luego, según se enseña, recomenzar una nueva existencia — ¿quién sabe
dónde y cómo? — y ser así dedicados nuevamente a las angustias de la partida y a las llamas
de la pira.
Tal es el ciclo del hombre.
Entonces Siddartha levantó al cielo sus ojos, en los que brillaban lágrimas divinas,
luego los bajó a la tierra, inundados de celeste piedad. Contempló ya el cielo, ya la tierra,
como su buscara su espíritu, en un esfuerzo solitario, alguna visión lejana que uniera el uno
a la otra, visión perdida y desaparecida, proa no podía conocerse y encontrarse de nuevo.
Entonces, en una noble actitud, exaltada por la pasión ardiente de un amor inefable
y el ardor de una infinita esperanza insaciable, gritó: “¡Oh mundo que sufres! ¡Oh hermanos
conocidos y desconocidos que os debatís en las garras del dolor y de la muerte,
donde la vida os retiene! Veo, siento la inmensa necesidad de la agonía de la tierra, la vanidad
de sus alegrías, la ironía de sus aventuras, la angustia de sus penas; sus placeres terminan
en el dolor, la juventud en la vejez, el amor en la pérdida del objeto amado, la vida en
la muerte odiosa y la muerte en desconocidas existencias, que no hacen sino sujetar nuevamente
a los hombres a su rueda, para hacerlos girar en el círculo de falsas delicias y de
reales sufrimientos. También yo me dejé engañar por este señuelo, y la vida me parecía
amable y como corriente de agua soleada que de continuo se desliza en medio de una inalterable
paz, mientras que el río insensato sólo corre con rapidez por los prados floridos,
para verter más rápidamente sus ondas cristalinas en las ondas saladas del mar impuro.
El
velo que me cegaba se desgarró. Soy como todos estos hombres que imploran a sus dioses
sin ser escuchados. ¡Y sin embargo, debe existir una ayuda para ellos y para mí, para
cuantos tienen necesidad de socorro! ¡Quizás los mismos dioses experimenten la necesidad
de que se les ayude, y son tan débiles que no pueden salvar a los desgraciados que los invocan!
¡No querría yo dejar llorar a un ser que pudiera salvar! ¿Cómo puede ser que Brahma
haya creado al mundo y lo abandone a la desgracia, porque si siendo todopoderoso lo deja
en este estado, no es bueno, y si no es todopoderoso, no es Dios? ¡Tchanna, regresemos a
casa! ¡Es bastante! ¡He visto demasiado!”
Cuando el Rey supo esto, colocó una triple guardia en las puertas, y ordenó que
nadie entrase ni saliese, ni de día ni de noche, antes que hubiese transcurrido el número de
los días marcados en su sueño.
EDWIN ARNOLD.
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49 (Ind.) Torrentera, lecho de un río.
50 Planta de la familia de la albahaca; en todas las casas indias hay una planta de tulsi, que es objeto de culto especial. Cuando dos indostánicos prestan juramento ante los tribunales, tienen que comer una hoja de tulsi que les da un brahmán.
51 El Dios Sol.
52 ¡Viva! ¡Viva!
53 Dios del trueno, personificación del cielo.
54 La Luna.
55 Los indostánicos ponen su dinero en un pliegue del vestido que les rodea la cintura.
56 (Ind.) Mozos de cordel.
57 (Ind.) Vaso de tierra o de cobre de forma redonda, que se lleva sobre la cabeza o apoyado en la cadera.
58 Según la ley de Manú, la población de la India estaba dividida en cuatro clases: los Brahmanes, encargados de las funciones sacerdotales y de la enseñanza de los Vedas; los Kchatryas o guerreros, entre los cuales eran elegidos los reyes; los Basillas, entregados al comercio y la agricultura, y por último, los Sudras, que no tenían otro oficio que servir a las clases precedentes. En realidad, estas divisiones correspondían a diferencias de razas. (Véase nuestro Tratado del Derecho indio, pág. 3).
59 Vasos de cobre.