domingo, 15 de diciembre de 2019

LA LUZ DE ASIA - PREFACIO / LIBRO I


Traté de pintar en este poema, por intermedio de un devoto budista imaginario, la vida y el carácter, así como la filosofía, de este noble héroe reformador, el príncipe indio Gautama, fundador del budismo. La generación precedente en Europa no sabía nada o casi nada de esta gran religión de Asia, que existe, sin embargo, desde hace veinticuatro siglos, y que sobrepuja ahora, por el número de sus fieles y la extensión de los países donde reina, a cualquiera otra forma de creencia. Cuatrocientos setenta millones de hombres viven y mueren bajo la regla de Gautama, y el dominio espiritual de este antiguo maestro, se extiende en la actualidad en el Nepal, la isla de Ceilán, toda la península del Extremo Oriente, China, el Japón, el Tíbet, el Asia central, Siberia y hasta en la Laponia sueca. La India misma podría, con justo título, estar comprendida en el magnífico imperio de esta Fe, porque aunque la práctica del budismo haya desaparecido casi por completo de su país natal, la huella de la enseñanza sublime de Gautama está impresa de manera indeleble en el brahmanismo moderno, y los hábitos y convicciones más característicos de los indios manan evidentemente de la benigna influencia de los preceptos de Buda. 

Más de una tercera parte de la Humanidad debe sus ideas morales y religiosas a este ilustre príncipe, cuya personalidad, aunque revelada de un modo imperfecto por las fuentes de información que existen, aparecen, no obstante, como la más alta, más amable, más santa y más benéfica (salvo una excepción única) en la historia del pensamiento. Los libros budistas por más que estén en desacuerdo sobre determinados detalles y plagados de alteraciones, de invenciones y de errores, están unánimes en este punto; en no relatar nada — ni un acto, ni una palabra — que empañe la perfecta pureza y la ternura de este Maestro indio, que unió a las mejores cualidades de un príncipe la inteligencia de un sabio y la devoción apasionada de un mártir. Por eso Barthélemy Saint- Hilaire, aunque interpretó de manera completamente errónea ciertos puntos del budismo, con junto título es citado por el profesor Max Müller, cuando dice del príncipe Siddharta: “Su vida no tiene mancha. 

Su constante heroísmo iguala a su convicción; y si la teoría que preconiza es falsa, los ejemplos personales que da son irreprochables. Es el modelo acabado de todas las virtudes que predica. Su abnegación, su caridad, su inalterable dulzura no se demienten ni un solo instante… Prepara silenciosamente su doctrina con seis años de retiro y de meditación, la propaga por el sólo poder de la palabra y la persuasión durante más de medio siglo, y cuando muere en los brazos de sus discípulos lo hace con la serenidad de un sabio que practicó el bien toda su vida, y está seguro de haber encontrado lo verdadero”. Gautama tuvo el privilegio de realizar esta prodigiosa conquista de la Humanidad, y por más que desaprobó el ritual y él mismo declaró, cuando estaba en los umbrales del Nirvana, que no era más de lo que el resto de los hombres podía llegar a ser el amor y la gratitud de Asia, desobedeciendo sus preceptos, le rindieron un culto fervoroso. 
Diariamente se esparcen brazados de flores en sus puros altares y millares de labios repiten todos los días la fórmula. 

“¡Me refugio en Buda!” El Buda de este poema, si, como está fuera de duda, existió realmente, nació en las fronteras del Nepal poco más o menos 620 años antes de Cristo, y murió alrededor del año 543 en Kusinagara, en la provincia de Udh. Por lo tanto, desde el punto de vista de la edad, otras muchas creencias son recientes si se comparan a esta religión venerable, que contiene la eternidad de una esperanza individual, la inmortalidad de un amor infinito, una fe indestructible en el buen final y la más alta aserción que se haya profesado de la libertad humana. Las extravagancias que desfiguran los anales  del budismo deben atribuirse a la degradación inevitable que siempre hacen sufrir los sacerdotes a las grandes ideas que se les confían. 

El poder y la sublimidad de las doctrinas originales de Buda deben apreciarse por su influencia, y no por sus intérpretes no por esta Iglesia ingenua, pero indolente y ceremoniosa, que se elevó sobre los cimientos de la Sangha o fraternidad budista. Puse mi poema en boca de un budista, porque para apreciar el espíritu de los pensamientos asiáticos hay que colocarse en un punto de vista oriental, y no habrían podido ser reproducidos de modo más natural ni los milagros que consagran esta historia ni la filosofía que ella encierra. La doctrina de la transmigración, por ejemplo, que no agrada a los espíritus modernos, se había establecido y era universalmente aceptada por los indios en tiempo de Buda, en la época en que Nabucodonosor tomó Jerusalén, Nínive cayó en manos de Médes y los focenses fundaron Marsella. 

La exposición que he hecho aquí de este antiguo sistema es necesariamente incompleta y conforme a las leyes del arte poético, pasa rápidamente sobre muchas materias muy importantes desde el punto de vista filosófico, así como sobre la larga carrera de Gautama. Pero he alcanzado mi objeto si conseguí dar una idea justa del sublime carácter de este noble príncipe y del sentido general de sus doctrinas. En cuanto a éstas, se ha suscitado una prodigiosa controversia entre los eruditos; les prevengo que tomé las citas budistas imperfectas, tales y como se encuentran en la obra de Spence Hardy, y que he modificado igualmente más de un pasaje en los relatos ordinarios. Sin embargo, las definiciones que doy aquí del Nirvana, del Dharma, del Karma y de otros puntos esenciales del budismo, son por lo menos, fruto de estudios considerables y también de la firme convicción de que nunca la tercera parte de la Humanidad hubiera llegado a creer en vacías abstracciones y en la Nada como fin y coronamiento del Ser. Para terminar, venerando al ilustre Propagador de esta Luz de Asia y rindiéndoles homenaje a todos estos sabios eminentes que consagraron nobles trabajos a su memoria y que tienen más tiempo y más espacio que yo, ruego que se me perdonen los errores de mi estudio demasiado precipitado. Fue hecho en los cortos intervalos de días muy ocupados, pero está inspirado por un vivo deseo de ayudar al Oriente y al Occidente a conocerse mejor. Llegará el tiempo, lo espero, en que este libro y mi Cantar de los Cantares indio, sí como mis Idilios indios, salvarán la memoria de alguien que amó la India y los pueblos indostánicos. 

  EDWIN ARNOLD. 

LIBRO I

 La Escritura del Salvador del mundo, el Señor Buda — llamado en la tierra el príncipe Siddartha —, incomparable sobre la Tierra, en los Cielos y en los Infiernos, honrado por todos, el más sabio, el mejor, el más compasivo el que enseñó el Nirvana y la Ley. He aquí como nació de nuevo entre los hombres. Bajo la esfera más alta están sentados los cuatro Regentes que gobiernan nuestro mundo; y bajo ellos se encuentran las zonas más próximas, elevadas, sin embargo, donde los espíritus de los santos difuntos esperan tres veces diez mil años, y luego tornan a la vida. Y sobre el Señor Buda, aguardando en este cielo, cayeron para nuestra felicidad los signos inequívocos del nacimiento, de modo que los Devas1 comprendieron los signos y dijeron: “Buda irá de nuevo a salvar al mundo”. “Sí —dijo—, ahora voy a salvar al mundo, y esta será la última vez; porque de aquí en adelante el nacimiento y la muerte concluyen para mí y para los que aprendan mi Ley. 

Voy a descender entre los Sakyas, al Sur del nivoso Himalaya, donde viven un pueblo piadoso y un rey justo”. Esa noche, la esposa del rey Sudhodana, la reina Maya, dormida al lado de su señor, tuvo un sueño extraño; soñó que una estrella del cielo espléndida, con seis rayos, y color de rosada perla, sobre la cual se veía un elefante armado con seis colmillos y blanco como la leche de Kamadhuk2, atravesaba el espacio, y brillando en él penetraba en su seno del lado derecho. Cuando despertó, una felicidad sobrehumana henchía su pecho, y sobre la mitad de la tierra una luz deliciosa precedió a la aurora. Las poderosas montañas se estremecieron, se apaciguaron las olas, todas las flores, que se abren al calor de la mañana reventaron como en pleno mediodía, y en los más remotos infiernos la alegría de la Reina pasó como el sol ardiente que arroja un rayo de oro en los bosques tupidos; y en todas las profundidades corrió un tierno murmullo que decía: “¡Oh sí! ¡Los muertos que van a tornar a la vida, los vivos que fallecen, se levantan, escuchan y esperan! ¡Llegó Buda!” 

Un gran pez se extendió también en los limbos innumerables, el corazón del mundo palpitó, y un viento de dulzura desconocida sopló sobre las tierras y los mares. Y cuando llegó la mañana y todo esto fue referido, los viejos augures de cabellos grises dijeron: “El sueño es bueno, Cáncer está en conjunción con el sol; la reina tendrá un hijo, u niño divino, dotado de ciencia maravillosa, útil a todos los seres, que libertará de la ignorancia a los hombres, o, si se digna a hacerlo, gobernará al mundo”. He aquí cómo nació el santo Buda: Al terminar su gestación, la reina Maya se encontraba a la hora de la siesta en los jardines del palacio, a la sombra de un árbol palsa, de tronco robusto, recto como la columna de un templo, adornado con una corona de hojas brillantes y de flores perfumadas; sabiendo que el tiempo había llegado —porque esto lo sabían todas las cosas—, el árbol consciente inclinó sus ramas flexibles para rodear de un bosquecillo la majestad de la reina Maya, y la tierra hizo brotar repentinamente un millar de flores para cubrir su lecho, mientras la roca dura hizo saltar una fuente de agua cristalina para que le sirviese de baño. 

Entonces ella dio a luz, sin dolor, a su hijo que tenía en sus formas perfectas los treinta y dos signos del nacimiento bendito. Esta gran nueva llegó al palacio. Pero cuando trajeron el palanquín de brillantes colores para transportar el niño a la casa, los portadores fueron los cuatro Regentes de la tierra, que bajaron del monte Sumerú3 —que escriben las acciones de los hombres en placas de bronce—; el Ángel del Este, cuyos ejércitos ataviados con túnicas de plata, llevan escudos de perlas; el Ángel del Sur cuyos caballeros, los Kumbandas cabalgan en corceles azules y tienen escudos de zafiro; el Ángel del Oeste, seguido de los Nagas, jinetes en caballos de color sangre, con escudos de coral; el Ángel del Norte, rodeado de sus Yakshads cubiertos de oro, sobre caballos amarillos, con escudos de oro. Y estos Ángeles, disimulando su esplendor, descendieron y tomaron las pértigas del palanquín, semejándose a los portadores por su traje y aspecto, aunque eran dioses potentes; y ese día los dioses se pasearon entre los hombres, que lo ignoraban; porque el cielo estaba lleno de alegría, a causa de la felicidad de la tierra, sabiendo que el Señor Buda había tornado a ella. Pero el rey Sudhodana ignoraba esto, temía presagios funestos, hasta el momento en que sus adivinos auguraron un príncipe dominador de la tierra, un Chakravartin4, tal y como nace uno cada mil años para gobernar el mundo; tiene siete dones: el disco divino, llamado Chakra-ratna5, la gema; el caballo Aswaratna, valiente corcel que galopa en las nubes; un elefante blanco como la nieve, el Hastiratna, nacido para llevar a su Rey; el Ministro sagaz, el General invencible, y la Mujer de gracia incomparable, Isti-ratna, más bella que la aurora. 

En espera de estos dones destinados al niño maravilloso, el rey ordenó a su ciudad que celebrase una gran fiesta; por lo tanto, barrieron las calles regándolas con esencia de rosa, adornaron los árboles con linternas y banderas, mientras la multitud, alborozada, rodeaba curiosamente a los esgrimistas, los bailarines, los juglares, los hechiceros, los danzantes de cuerda y las bailadores de natuch6, con trusas lentejueleadas, que hacían repiquetear alegremente los cascabeles de sus pies ágiles; había también máscaras vestidas con pieles de oso o de gamo, domadores de tigres, atletas, hombres que hacían combatir codornices, otros que golpeaban tambores o hacían vibrar cuerdas de bronce, y todos, por orden,divertían al pueblo. 

Además, vinieron mercaderes de países lejanos, trayendo, a la nueva de este nacimiento, ricos presentes en platos de oro; chales de pelo de cabra, nardo, jade, turquesas color de cielo crepuscular, tejidos tan finos que doce veces plegados no velaban un rostro pudoroso, cinturones bordados de perlas, madera de sándalo, homenajes de las ciudades tributarias; y llamaron a su Príncipe Savarthasiddh (el que hace prosperar todo), y para abreviar, Siddartha. Entre los extranjeros vino un santo de cabellos grises, Asita, cuyos oídos, desde hacía largo tiempo cerrados a los ruidos de la tierra, percibían las armonías celestes, y mientras estuvo en oración bajo su árbol pipal7, oyó que los Devas cantaban en honor del nacimiento de Buda. 

Estaba dotado de maravillosa ciencia, gracias a su edad y ayunos, y cuando se aproximó, tenía tan venerable aspecto, que el Rey le saludó, y la reina Maya puso a su hijo a los santos pies del asceta; pero cuando vio el Príncipe, exclamó el anciano: “¡Ah Reina, no hagas esto!” Y se prosternó, hundiendo ocho veces en el polvo su rostro curtido, diciendo: “¡Oh niño, te adoro! ¡Tú eres Él! Veo la luz rosada, las líneas de las plantas de los pies, la dulce huella encorvada del Swastika8, los treinta y dos signos sagrados principales y las ochenta señales de menor importancia. Tú eres Buda, tú predicarás la Ley y salvarás a todos los seres que la aprendan, pero yo no te escucharé, porque moriré muy pronto, yo que no hace mucho llamaba a la muerte, sin embargo, te vi. Sabe ¡oh Rey! que eres la flor de nuestro árbol humano que sólo una vez se abre en muchas miríadas de años, pero que una vez abierta llena el mundo con el perfume de la Ciencia y la miel del Amor; de tu cepa real sale un loto celeste. ¡Feliz hogar! Sin embargo, no por completo dichoso, porque una espada, ¡oh Rey! atravesará tus entrañas a causa de este niño; y tú, dulce Reina, cara a todos los dioses y a todos los hombres, merced a este gran nacimiento, te has vuelto demasiada sagrada para sufrir por más tiempo; y como es un sufrimiento la vida, dentro de siete días alcanzarás el término del dolor”. 

Lo que aconteció, porque la séptima noche la reina Maya se durmió sonriente y no despertó ya, y pasó, feliz, al cielo Trayastrinshas, donde innumerables Devas la honran y con cuidado velan a esta madre bienaventurada. Para el niño eligieron como nodriza a la princesa Mahapradhapati; su seno alimentó con noble leche a Aquel cuyos labios confortan a los mundos. Cuando cumplió ocho años, el Rey, previsor, pensó en enseñar a su hijo cuanto un príncipe debe aprender, porque pretendía desviar de él el destino milagroso demasiado sublime que le predijeran, las glorias y los sufrimientos de un Buda. Reunió por esto su Consejo de ministros, y les preguntó: “¿Cuál es el hombre más sabio, monseñores, para enseñar a mi príncipe lo que un príncipe debe saber?” 

Inmediatamente respondieron todos con voz unánime: “¡Oh Rey! Viswamitra es el más sabio, el más versado en las Escrituras y el más apto para enseñar las artes manuales y todo lo demás”. Entonces Viswamitra vino y escuchó las órdenes; y en el día propicio, tomó el Príncipe sus tablillas de sándalo rojo, cubiertas de fino polvo de esmeril y cuyos márgenes estaban ornados de piedras preciosas. Tomó también su estilo para escribir, y con los ojos bajos se colocó frente al sabio, que le dijo: “Niño, escribe esta Escritura”, y le dictó lentamente la estrofa llamada Gayatri, que sólo las personas de lato nacimiento deben escuchar: 

Om, tatsa viturvarenyam 
Bhargo devasta dhimahi Dhiyo 
yo ra prachodayat.

 “Atcharya10, escribo”, respondió dulcemente el Príncipe; y rápidamente trazó en el polvo, no en una escritura, sino en muchos caracteres, la estrofa sagrada; la escribió en Nagri, en Dakshin, Ni, Mangal, Parusha, Yava, Tirthi, Uk, Darad, Sikhyani, Mana, Madhyachar, empleó las escrituras pintadas y el lenguaje de los signos, las lenguas de los hombres de las cavernas y de los pueblos del mar, de los que adornan las serpientes que viven bajo la tierra y de los que rinden culto a la llama y al sol, de los Magos y de los que habitan fortalezas; trazó una después de otra, con estilo, todas las escrituras de todas las naciones, leyendo los versos del maestro en cada lengua; y Viswamitra dijo: “Esto basta; pasemos a los números. Repite después de mí tu numeración hasta que alcancemos el lakh11: uno, dos, tres cuatro, hasta diez, y en seguida por decenas hasta los cientos y los mil”. 

Después de él, el niño contó las unidades, las decenas, leas centenas, y no se detuvo en el lakh, sino que murmuró dulcemente: “En seguida viene el koti, el nahut, el ninnahut, khamba, viskhamba, abad, attata; después se llega a los kumuds, grundhikas y utpalas, a los pundarikas, y por último, a los padumas, que sirven para contar las moléculas más ínfimas de la tierra de Hastinagir hasta el polvo más fino; pero más allá hay otra numeración, el Katha, que sirve para contar las estrellas de la noche; el Koti-katha, para enumerar las gotas de agua del Océano; Ingá, el cálculo de los círculos, Sarvanikchepa, por medio del cual se cuentan todas las arenas del Ganges, y en fin, llegamos a los Antah-Kalpas, cuya unidad es la arena de diez crores12 del Ganges. Si se desea una escala más vasta, la Aritmética emplea el Asankya, que es la numeración de todas las gotas de agua que caerían sobre los mundos durante una lluvia incesante de diez mil años; por último, se llega a los Maha-kalpas13, por los cuales cuentan los dioses su futuro y su pasado”. “Está bien —replicó el sabio—, muy noble Príncipe; si sabes esto, ¿es necesario que te enseñe la medida de las líneas?” 

El niño respondió modestamente: “Atcharya, escuchadme. Diez paramnus hacen un parasukshma; diez de estos últimos forman el trasarene; y siete trasarenes tienen la longitud de un átomo que flota en un rayo de sol; siete átomos son del grueso de un pelo del bigote de un ratón, y diez de éstos hacen un likya, diez likyas un yuca, diez yucas un corazón de grano de cebada, que está contenida siete veces en una talla de avispa; se llega de esta manera al grano de mung14 y de mostaza, y al grano de cebada, de los que diez hacen una coyuntura de dedo; doce coyunturas forman un palmo; después llegamos al codo, a la pértiga, a la longitud del arco, de la lanza; veinte longitudes de lanza forma lo que se llama “un soplo”, que es el espacio que un hombre puede recorrer sin recobrar aliento, un gow es cuarenta veces la medida precedente, cuarenta gows forman un yodhana, y, Maestro, si lo deseáis, os enumeraré cuántos átomos hay en un vodhana”. E inmediatamente el joven Príncipe indicó sin equivocarse el número total de átomos. Pero Viswamitra, al escucharlo, se prosternó ante el niño, exclamando: “Tú eres el maestro de tus maestros; eres tú, y no yo, el que es el Gurú.15 

¡Oh! Te adoro, dulce Príncipe, que no has venido a mis escuela sino para mostrarme que sabes todo sin libros y que también sabes practicar el sincero respeto”. El Señor Buda tuvo este mismo respeto para todos sus profesores, aunque supo más que ellos; hablaba de modo amable, aunque era tan sabio; tenía aspecto de príncipe con maneras dulces; era modesto, deferente, tenía tierno el corazón, y sin embargo, dotado de un valor intrépido; ningún caballero era más atrevido en la alegre caza a las tímidas gacelas; ningún conductor de carro más diestro en las carreras que se efectuaban en los patios del palacio; sin embargo, en medio del juego, el niño se detenía a menudo dejando escapar el gamo; frecuentemente abandonaba una carrera casi ganada, porque los corceles fatigados, ya no tenían aliento, o porque veía a los príncipes compañeros de sus juegos afligidos de perder, o porque se apoderaba de él algún ensueño pensativo. Y con los años, este carácter compasivo no hizo sino crecer como un árbol que sale de dos tiernos renuevos y acaba por extender su sombra a lo lejos; no conocía la tristeza, el dolor y las lágrimas; los conocía sólo como nombres extraños que se aplican a cosas que los reyes no experimentan ni deben sentir jamás. 

Sucedió entonces que en el jardín real, un día de primavera, pasó una bandada de cisnes silvestres que volaban hacia el Norte para buscar sus nidos en el corazón del Himalaya; los pájaros, alegres, volaban, guiados por el amor, marcando el paso de su banda nivosa con sus tiernos gritos; y Devatta, primo del príncipe, tendiendo su arco, disparó una flecha bien apuntada que alcanzó las anchas alas del primer cisne, tendidas para deslizarse por el libre camino azul, de manera que cayó atravesado por la punta cruel, y grandes gotas de sangre escarlata mancharon sus plumas inmaculadas, viendo esto, el príncipe Siddartha levantó tiernamente al pájaro, y lo oprimió contra su seno, se sentó con las piernas cruzadas como lo hace le Señor Buda, ya para calmar el terror del animal silvestre, arregló sus alas maltrechas, calmó su precipitado corazón, le acarició dulcemente con sus manos buenas y ligeras, tersas como hojas de plátano frescamente abiertas; y mientras que con su mano izquierda retenía al pájaro, con la mano derecha quitaba el acero cruel y ponía hojas frescas y miel calmante en la herida. 

Y a tal grado ignoraba el niño lo que era el dolor, que apretó curiosamente la flecha con su mano, y se sobresaltó al sentir su punta, y llorando acarició de nuevo a su pájaro. Entonces vino alguien que dijo: “Mi Príncipe tiró contra un cisne que cayó aquí en medio de las rosas, y os ruega que se lo enviéis. ¿Queréis hacerlo?” “No —respondió Siddhartha—; si el pájaro hubiese muerto, estaría bien devolvérselo al que lo mató; pero el cisne vive, mi primo no dio muerte sino a la celeridad divina que agitaba esta ala blanca”. Y Devatta replicó: “El ave silvestre, viva o muerta, es del que la abatió; en las nubes a nadie pertenece; pero caída es mía. Dame mi presa, primo”. Entonces nuestro Señor oprimió contra su tierna mejilla el cuello del cisne y dijo gravemente: “¡Os digo que no! El pájaro es mío: es la primera de las miríadas de cosas que me pertenecerán por el derecho de la piedad y de la omnipotencia del amor. Porque ahora se, por lo que en mí se agita, que enseñaré la compasión a los hombres y seré un intérprete del mundo que no puede hablar, y disminuiré el flujo maldito del dolor universal. Pero si el Príncipe contesta, que someta el caso a los sabios y esperaremos su decisión”. Así se hizo; el asunto fue discutido en pleno diván16, y unos eran de una opinión y otros de otra, cuando apareció un sacerdote desconocido que dijo: “Si la vida vale algo, el salvador de una vida posee más al ser vivo que el que intentó matarlo. 

El matador estropea y destruye, el protector socorre; dadle el pájaro”. Todos encontraron atinado este juicio; pero cuando el rey buscó al sabio para honrarlo, había desaparecido, y alguien vio una serpiente cobra17 que se deslizaba fuera. ¡Los dioses vienen a menudo bajo esta forma! Es así como nuestro Señor Buda comenzó su obra de misericordia. Sin embargo, no conocía aún otro dolor que el del pájaro que, curado, alcanzó jubilosamente a los suyos. Pero otro día el Rey dijo: “Ven, mi querido hijo, y mira el encanto de la primavera, y cómo la tierra fecunda está deseosa de producir sus riquezas para el segador; como mi reino —que será el tuyo cuando la pira flamee para mí— alimenta todas sus bocas y llena el cofre del rey. La estación es bella en su atavío de hojas nuevas, de flores ostentosas y de hierba verde; escucha los gritos alegres de los labradores”. 

Caminaba así a través de una comarca de fuentes y jardines, contemplando los bueyes que recorrían los fértiles barbechos alargando sus cuellos robustos bajo el yugo opresor; la tierra feraz brotaba y se enrollaba en largas olas suaves detrás del arado, y el labrador apoyaba los dos pies en la reja para hacer más profundo el surco. Entre las palmeras burbujeantes arroyos murmuraban, y la tierra gozosa bordaba sus márgenes de balsaminas y toronjiles de hojas barbadas. Por otro lado había sembradores que iban regando la simiente; y todo el juncal reía, con las canciones en los nidos, y todas las malezas se estremecían con la vida de seres minúsculos, el lacerto, la abeja, el escarabajo y todas las bestias que se arrastran, porque estaban alegres con la primavera, En las ramas de los manglares chispeaban los colibríes; sólo en su fragua verde, el calderero18 trabajaba ruidoso; los abejarucos de pico encorvado perseguían las mariposas multicolores; más allá las ardillas rayadas19 cazaban; las mainas, engallándose, pecoreaban; las siete hermanas morenas20 chillaban en los zarzales; el gato montés, abigarrado, comedor de peces, estaba en acecho a la orilla del estanque; las garzotas caminaban apaciblemente entre los búfalos; los milanos revolaban en el aire dorado; cerca del templo de brillantes colores volaban los pavos; las palomas zureaban en cada muro; a la distancia resonaban los tambores de la ciudad para una fiesta nupcial; todas las cosas hablaban de paz y de abundancia, y el Príncipe las veía y se regocijaba. 

Pero contemplando el fondo de las cosas, vio las espinas que crecían bajo esta rosa de la vida; vio que el campesino tostado gana su salario con el sudor de su frente, padeciendo para tener el derecho de vivir; que hostigaba a los bueyes de grandes ojos en la horas ardientes, aguijoneando sus flancos afelpados; reparó en que el lacerto se come a la hormiga; y el milano a los dos, y que el halcón pescador roba al gato montés la presa que éste hiciera; vio a la urraca persiguiendo al ruiseñor que cazaba mariposas de colores de carbúnculos; de modo que por doquiera cada uno daba muerte a un matador, y a su vez era muerto, viviendo la vida de la muerte. De modo que el espectáculo encantador ocultaba una vasta, salvaje, horrible conspiración de asesinato mutuo, desde el gusano hasta el hombre, que también mataba a su semejante, mirando esto —al labrador hambriento y a sus bueyes desollados por su yugo cruel, y esta rabia de vivir que empujaba al combate a todo ser viviente—, el príncipe Siddartha suspiró: “¿Es ésta —dijo— la tierra feliz que me mostraron? ¡Cuánta sal con el pan dulce del campesino! ¡Qué dura es la servidumbre de los bueyes! ¡Cuán feroz es la guerra del débil contra el fuerte en las malezas! ¡Qué de complots en el aire! ¡Ni un refugio en la misma agua! Retiraos un poco, a un lugar separado, y dejadme reflexionar sobre lo que me habéis hecho ver”.

 Al hablar así, el buen Señor Buda tomó asiento bajo un árbol, con las piernas cruzadas, como están las estatuas santas, y por la primera vez se puso a meditar acerca del mal profundo de la vida, si origen lejano y su posible remedio. Le llenó una piedad tan vasta, un amor tan grande por los seres vivos, tal apasionamiento por aliviar el dolor, que, por su potencia, su real espíritu cayó en éxtasis, y emancipado de la mancha mortal de la sensación y la personalidad, el niño alcanzó entonces el Dhyana, que es el primero paso en “el sendero”. En este momento, muy alto en los aires, volaban cinco Espíritus, cuyas libres alas vacilaron al pasar encima del árbol: “¿Qué poder superior nos detiene en nuestro vuelo?”, dijeron, porque los Espíritus resienten toda fuerza divina y reconocen la presencia sagrada de un ser puro. Entonces mirando hacia abajo, vieron al Buda coronado de una aureola rosada, pensando en salvar a los seres; en tanto que de la arboleda una voz exclamó: “¡Rishis!21 He aquí al que salvará al mundo; descended y honradle”. 

Entonces los santos ilustres se aproximaron y cantaron un himno de alabanza plegando las alas; en seguida continuaron su camino y les llevaron buenas nuevas a los dioses. Pero alguien comisionado por el Rey para buscar al Príncipe lo encontró todavía meditando, aunque ya era más de mediodía, y el sol se precipitaba hacia los montes del Oeste; sin embargo, mientras que todas las sombras se movían, sólo la del árbol permanecía inmóvil, cubriendo a Buda, para que los rayos oblicuos no hiriesen cu augusta cabeza, y el que vio este espectáculo oyó una voz que decía en medio de las flores de los manzanos rosados: “Dejad tranquilo al Hijo del Rey; en tanto que la sombra no salga de su corazón, la mía permanecerá inmóvil”. 

1 Divinidades inferiores, genios. 
2 Vaca fabulosa, cuya leche entra en la composición del amrita, néctar de los dioses indostánicos. 
3 Montaña fabulosa cuya cima es la morada de las principales divinidades indias. 
4 (Sánscrito). Emperador todopoderoso, literalmente el que está protegido por el disco (chakra) de Visnú. Todavía en la actualidad se dio este título a la reina Victoria, emperatriz de las Indias. 
5 Ratna (sánscrito), piedra preciosa 
6 (Indostánico), bayaderas. 
7 Llamado también baniano, ficus religiosa. 
8 Signo mágico que tiene la forma de una cruz con las extremidades encorvadas. 
9 Esta plegaria, tomada de los Vedas, solamente los brahmanes pueden aprenderla. He aquí la traducción literal que da Balfour (Cyclopoedia of India): “Om, meditemos sobre el supremo esplendor del sol divino, para que pueda alumbrar nuestros espíritus”. La palabra om o aum es una sílaba sagrada, compuesta de la gutural más abierta A y de la labial más cerrada M reunidas por la U, que se pronuncia arrojando el sonido de la garganta a los labios; es considerada por los brahmanes como el símbolo más general de todos los sonidos posibles, el sonido-Brchma, el Verbo. (Véase Swami Vivekananda, Bhakti Yoga, página 28). 
10 Maestro (sánscrito). 
11 Un lakh = 1.000.000 
12 Un crore = 100 lakhs. 
13 El Palpa es un día de Brahma; equivale a 4.320 millones de años; al fin de cada kalpa, el universo es reabsorbido en la Divinidad. 
14 (Ind.) Phaseolus mungo, grano comestible. 
15 Preceptor. 
16 Consejo de ministros. 
17 Cuando se yergue, su cabeza se dilata en forma de capuchón, lo que ha valido el nombre portugués de cobra da capello; es dorada por los indostánicos. 
18 Pájaro de la familia del Pico. 
19 Especie de ardilla pequeña, llamada también rata palmista, muy común en la India. 
20 Especie de mainas, que van generalmente en grupo de siete. 
21 Santos según la mitología indostánica, los Rishis salieron del espíritu de Brahma y son en número de siete.